9: Dividida.
El espacio limitado se siente más pequeño, asfixiante, con mi jefe dentro cerciorándose de los detalles.
Con el frío acalambrando mis pies descalzos y los sentimientos quemando, me hallo en un limbo dónde no sé como sentirme. Su figura, su sola presencia me transmite sensaciones que me acalambran el vientre de ferviente deseo y me molesta, porque se supone que debo estar enojada hasta el último pelo cubriéndome.
Juego con mis dedos matando el nerviosismo, si me sentí cohibida cuando estacionó su auto frente a la casa cuando venir a buscarme, ahora con él invadiendo mi espacio, me cuesta tomarlo como algo más que un intruso.
—Tengo vino de cartón, ¿quiere o...?
—Joder, no me puedo contener—en tres pasos me alcanza y mi corazón recibe una fuerte sacudida cuando su boca sella con un beso la mía.
Retrocedo uno, dos pasos pero él me asegura en su boca posando sus manos en mi cintura. Me estrecha contra su pecho, nuestras caderas chocan y algún mecanismo incendiario se activa en mi interior al notar la erección contenida chocando contra mi abdomen.
—Déjame cogerte, por favor—susurra sobre mi boca, respirando agitado.
El mundo se sacude con alevosía bajo mis pies, tratando de derrumbarme al oír la petición. He esperado tanto esto que el impacto me deja vergonzosamente muda unos segundos.
Su boca desciende, gravita sobre mi cuello, antes de que el sueño se desvanezca, tomo su mano de mi cintura y actuando como si la situación no me afectara, lo guío a mi recámara.
—Por aquí.
Me cercioro que entremos a la habitación trastabillando por culpa de la dulce distracción de los besos. No encendería la luz, no sé que habré dejado por allí echado, primero que me tome con la misma ferocidad que engulle mi boca, luego podría apodarme loca.
Su boca transita por mi cuello, chupa y succiona como si pretendiese comerme. Aparta de su camino los tirantes del vestido que cae amontonado alrededor de mis tobillos, de no ser por el trozo de tela cubriendo mi sexo, quedaría completamente desnuda.
Mi corazón late y la euforia me somete con los estrujones de sus manos a mi trasero, mis caderas. Poco a poco me volvía adicta a unas manos demasiado nuevas.
—Necesito verte—exige, antes de permitir que los nervios atraigan mi torpeza, tantea en la gaveta del buró por los cerillos.
—Una vela, así es más íntimo—me excuso, a él no parece importarle pues al primer chispazo su boca tibia abarca mi pezón.
La llama parpadea siguiendo el ritmo de mis pálpitos, al recibir una leve mordida en suave piel del pecho, se enciende y eleva como nunca antes presencié.
Mi señor Brier no demora en recorrer mis curvas, en probar el gusto de mi piel, en morder con consideración allá dónde su boca toque, y le sigo, le exploro a mis anchas mientras lo desvisto lento. Es dueño de una piel aterciopelada, naturalmente bronceada. Al recorrer sus hombros, mis dedos ondulan sus músculos tensos.
Me calentaba tremendamente la libertad de conocerlo, admirar sus texturas en la punta de mis dedos ansiosos.
El piso se llena de prendas y la estancia de calor. Su mano abarca mis tetas, las une y juega con las puntas erguidas, húmedas del rastro de su boca.
—Como que me tenía muchas ganas, ¿no?—un suspiro corta mi risita al percibir mis senos embaucados en sus divinas atenciones.
Bajo la mirada, la vista de mis pezones lustrosos entrando y saliendo de su boca me eriza de pies a cabeza. Él me mira, la llama se refleja en sus pupilas como un brillo dorado.
—Finalmente puedo tenerte como lo que deseado hace tanto tiempo—una de sus manos sube a mi nuca, la otra baja a la única prenda que me cubre—. Estos últimos días tener cerca y no poder tocarte han sido mi tormento personal, vas por ahí usando esas faldas cortas, torturando los botones de esas pobres camisas, desprendiendo ese aroma tan tuyo a canela y café, ¿tienes idea lo mucho que adoro el café, Cora?
Presiona su dureza en mi abdomen, lo tomo entre mis dedos, notando lo caliente que está y los espasmos que produce. Sondeo el pulgar alrededor de la punta, compartiendo el líquido que segrega.
—Claro que sí—pronuncio, sintiendo su estómago prensarse ante mis caricias—. Se lo sirvo tres veces al día.
De un tirón baja mi ropa interior, el aire me azota la entrepierna húmeda, desesperada por contacto.
—Sírveme esto también—pide, rozando mi sexo con la punta de los dedos.
Me hace retroceder y sentarme en el borde de la cama. La luz de la vela reverberando en nuestra piel le otorga un aditivo especial al momento cuando se arrodilla frente a mí y me separa las piernas.
Me tenso de pies a cabeza, vulnerable y expuesta, cuando sus ojos caen sobre mi zona más íntima. Sube la mirada a la mía y una sonrisa presuntuosa le adorna los labios.
—Te dije que no eras rubia.
—No me haga enfa...
Su boca consumiéndome me acalla gloriosamente.
Un gemido se esfuma de mi boca y las rodillas me tiemblan, el contacto ha sido tan esperado, deseado y exquisito, que me corta el habla y el pensar unos largos segundos.
Con una mano separa mis pliegues, con la punta de su lengua furtiva y escurridiza recorre entre ellos, prueba y conoce. Me han hecho correr muchas veces con la boca, pero nunca se ha sentido ni un tercio de lo que siento ahora, como una jodida necesidad que no tiene intenciones de perecer.
Mis muslos tiemblan, mis caderas actúan por cuenta propia, se balancean como el oleaje de mar al tener su cabello enredado en mis dedos, atrayéndole a mí sin temor a ahogarle en mis jugos y no recibo más que sonidos placenteros que me incitan a abrir más las piernas, liberando más acceso a su boca frenética.
Una de sus manos me sostiene en la misma posición, la otra me magrea las tetas, el orgasmo acecha y la cuenta regresiva inicia cuando dos de sus dedos me invaden deliciosamente.
La fuerza del orgasmo arrasa con mis sentidos, me desconecta. Mi cabeza su oscurece tras la bruma del placer, mi cuerpo sensible se estremece recibiendo los resquicios de su intensidad.
Respiro a la fuerza, tratando de recuperarme. Eso ha sido... no sé siquiera como describirlo.
Mi jefe se cierna sobre mí, empujando la parte anterior de mis muslos con sus rodillas para subirme unos centímetros en la cama. Su falo caliente retoza mi sexo, me sostengo a sus brazos y abro más las piernas, esperando la ansiada intromisión.
—Esto es mucho mejor de lo que imaginé—propaga pequeños besos por mi rostro—. ¿Te cuidas, Cora?
Asiento, imposibilitada de hablar al percibir como se retrae y posiciona en mi entrada, mis entrañas se retuercen agradecidas y desesperadas. Que lo haga ya, por favor.
—Estoy en pastillas, Señor—musito en un jadeo y su risa me acaricia la mejilla.
De una estocada me llena hasta el último centímetro. La invasión me hace blanquear los ojos y arquear la espalda, extendiendo el duro arrebato de excitación.
—Estoy clavado a más no poder en ti, Cora, creo que puedes llamarme Adrian.
Retrocede y vuelve a embestirme duramente, el sonido de su pelvis y mis fluidos colmando la habitación, una melodía erótica que se repite con cada vaivén, uno tras otro.
Puedo sentir los relieves de su miembro, el ardor que se transforma en un arrollo de fuego al mezclarse al mío. No me besa, su boca gravita sobre la mía, la roza con avaricia al tiempo que le doy cobijo dentro de mi cuerpo. Lo miro a los ojos iluminados por el tenue resplandor de la vela, sus pupilas dilatas brillando de manera especial, clamando todo aquello que sus labios silenciados por el placer callan.
Cada empuje se siente como el primero, certero, severo y delicado a la vez, provocando un revuelo de sentimientos que viajan a través de mí.
La presión violenta en mi obligo baja como brasas a mi vientre, y cuando el orgasmo regresa, la sed por su boca se vuelve urgencia
—Adrian—murmuro un quejido que no puedo completar.
Una sonrisa sin pizca de bondad se alza en sus facciones sudorosas por el esfuerzo.
—Es la primera vez que me llamas por mi nombre y me lo susurras al oído entre gemidos—toma mi rodilla y sube mi pierna hasta posicionarla sobre su hombro, abriéndome hasta que el dolor me toma los huesos—. Pero me resulta más excitante cuando no puedes decirlo.
Se mece con tanta fuerza que la cama se estrella contra el buró, la vela cae y se apaga. Sumidos en completa oscuridad, el choque de la cama a la pared no era lo único que los vecinos oyeron, también tuvieron una sinfonía de suspiros y gemidos.
Θ
—El lector de tarjeta no funciona—doy un par de palmetazos al escritorio en recepción—. ¿Por qué? Están en horario de trabajo, deberían estar al tanto de esos detalles, no de qué color pintarse las uñas mugrosas que tienen.
Yula y compañía me miran de arriba abajo, con un desprecio que estas últimas dos semanas se ha vuelto insoportable.
Estoy segura que lo han dañado a propósito, entre ellas y las ridículas de recursos humanos han intentado meterme en problemas con mi jefe, se botan el café encima cuando les paso por un lado y reportan, de no ser por las cámaras me habrían descontado una buena tajada del sueldo.
Ahora pretenden que me descuenten por llegar tarde, pero eso no pasará, porque llegue de la mano del maldito jefe.
—Ya se lo comunicamos al técnico—responde con acidez, arqueando una ceja—. Tengo una pregunta, amiguita, ¿tu auto se averió?
Una sonrisa de suficiencia tira de mi boca.
—Sí, metiche, vete a trabajar y no te metas en mis cosas—le trueno los dedos frente a su carota y sigo al elevador general.
—¡No la soporto!—chilla y no hace más que ponerme feliz.
Mi señor Brier me espera fuera del ascensor, a pesar de que nos vimos unos tres minutos antes, la emoción tiene el mismo nivel.
—Hola de nuevo, ¿va a querer café con crema o puro?
Su ceño se frunce.
—Cora, estamos solos, tutéame, por amor a Dios.
Camino a mi puesto, en el escritorio dejo mi bolso con un suspiro. Tratar con esas sanguijuelas absorbe mi energía.
—No puedo, jefe, recuerde que sigo siendo el trabajo—cruzo los brazos—. ¿Con o sin crema?
El aleteo en mi estómago me causa un fuerte cosquilleo en las mejillas cuando toma un paso más cerca de mí.
—Con un beso tuyo sabría mejor.
A pesar de que enloqueceré por cumplir, levanto la mano y le hago detenerse a un paso de distancia. Tengo que ser profesional hasta el último día, eso acordamos aquella primera noche que estuvimos desnudos en brazos del otro.
Era él quien tenía mayores inconvenientes en mantenerlo de ese modo, parece que tengo imanes en la piel y él en las manos.
—No querrá terminar como el miércoles—le advierto provocándole una sonrisa—, con la taza llena por tener la boca ocupada.
Aún así, elimina la distancia entre los dos y mi corazón brinca alebrestado.
—No puedo resistirme a ti.
Aunque sea dulzura lo que empaña su voz, que lo mencione me genera una fea y dolorosa punzada. Compartir con él estas últimas dos semanas han sido un viaje de emociones, hay momentos dónde lo siento verídico, certero, es cuando ocupo ese espacio entre sus brazos que el descanso no llega completo, porque pienso en esa cita con la hechicera.
Más de una vez lo que he mirado con detalle a los ojos y en la punta de la lengua he tenido la confesión, pero la vergüenza me aplasta contra el pavimento del temor. Apenas reciba el cheque de liquidación, volveré y me quitaré las ataduras que puedan haber entre los dos que no sean intrínsecas de su corazón.
Sus besos me alivianan y encarcelan en la misma magnitud.
—La gente empieza a sospechar—musito, volteando el rostro—. Creo que debería ir y venir en mi carro, solo falta un mes para el término del contrato.
Se aparta un paso de mí, introduciendo las manos en los bolsillos del pantalón, hace el ademán de hablar, pero un carraspeo le saca ventaja.
—Buenos días, ¿interrumpo?
Enderezo la postura con la cara ardiendo. Es el contador de la empresa, un hombre que más que amable, empalagoso que le fascina romper mi espacio personal. Lo tengo que tratar con una bandeja de té en medio para obligarle a poner distancia.
—Señor Luigi, buen día, ¿cómo se encuentra? ¿le puedo ofrecer una...?
—La señorita Adams estará ausente en la reunión—me corta Adrian con cortesía—. Ella tiene diligencias que atender fuera de la compañía, ¿no es verdad?
Mi vista salta de él al recién llegado. Mi jefe enarca las cejas, instándome a contestarle.
—Sí—miento.
—Ve adelante, ahora te sigo—le pide al susodicho y este asiente y se pierde dentro de la oficina.
Luego de asegurarme que no podrá oír, le reclamo:
—¿Qué diligencias? No tengo nada qué hacer fuera y no te atrevas a mandarme al banco, para eso está el mensajero.
Juega con el cuello de mi camisa.
—Ve y busca un bonito vestido y conjunto de lencería para esta noche, tengo ganas de descubrirte como a un regalo.
Oh.
—La idea me fascina, pero... mi trabajo.
—Tu trabajo estará bien—promete—. Yo me encargo.
Hay algo sospechoso en todo este arreglo.
—¿Por qué me echas?—le reprocho.
Se pasa las manos por la cara con frustración.
—Porque no me gusta como Tomaselli, LaFayatte o Rocher te miran, como si pudiesen tenerte y contigo estoy descubriendo cosas nuevas, como que no me gusta sentirme celoso—le cuesta revelar—. Andrew te llevará.
Abro la boca pero la cierro de nuevo, sin saber que decir. ¿A esto se refería la hechicera? ¿Con un amor obsesivo? ¿Estas son las primeras señales? No me gusta nada como se siente creer saberlo todo y no estar segura de nada, comienza a afectarme la cabeza.
Recibo la tarjeta que me ofrece y con la mente dividida, tomo mi bolso y me dirijo a la salida.
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