5: Hazaña.
Me cuesta responder, acoplarme a la idea que es este hombre que he deseado por tantos años me roba unos segundos valiosos que recupero al levantarme sobre la punta de los pies y aferrarme a su cuello.
El bullicio disminuye cuando mi pulso se eleva como estocadas detrás de mis orejas, en mi pecho, en medio de mis piernas. Sus labios divagan sobre los míos con fervor, los succiona y degusta como si estuviese famélico de ellos, aún con tantas ganas contenidas dentro de mí, él me sobrepasa en exceso.
Me encargo de hacerlo memorable, presionada contra su duro torso, saboreo el ligero rastro a whiskey en su boca. Trato de no comportarme como una chiquilla que recibe su primer beso, pero me cuesta mantenerme quieta cuando así lo siento.
Sus labios expertos toman los míos tímidos, aún impresionados por la divina arremetida, me siento desfallecer cuando su mano sube a mi nuca y encaja los dedos ahí, en mis huesos, como si temiese que saliera corriendo.
En la cúspide del momento, cuando la ropa comenzaba a pesar, maldigo mis pulmones por ser tan débiles y hacerme cometer el crimen de privarme de sus labios. Mi jefe lo nota, disminuyendo el ritmo de sus besos, se aleja unos pobres centímetros.
—Eres una delicia, Cora—su susurro me acaricia la curva de la boca.
Una sensación electrizante me recorre la columna. ¿Qué estaba por hacer? Huir de este bullicio, bien, ¿y por qué sigo aquí?
Porque el hombre que tanto he deseado decidió comerme la boca a besos.
¿Y eso es todo? Pago a una hechicera para que baje la guardia, para que me note, cuándo lo hace me trata como a algo desechable, ¿eso es lo que quiero? Porque eso es lo que estoy enseñando, así es como me tratará siempre y por siempre si decido ceder a sus mandatos.
Le quiero, lo tendré, pero a mi manera, no a la suya.
Aún con el cosquilleo de sus labios conociendo los míos, cuelgo mi bolso en el hombro, arrojo mi cabello a la espalda, y recolectando la fuerza que me queda, asiento cortésmente.
—Buenas noches, señor Brier—digo y retomo mi escapada.
Enseguida su mano vuelva a capturar la mía.
—¿A dónde vas?—no lo veo o no podré contenerme—. Cora.
—Acaba de darme unas horas de libertad, no las perderé en este tormento—contesto—. O viene conmigo o puede quedarse en compañía de ellos, pero pensando en mí.
Lo siento removerse de frustración.
—¿Por qué lo haces tan difícil?
—¿Yo?—giro el rostro para mirar sus ojos escondidos en la oscuridad—. Estoy cansada de ser siempre quien monte un circo y haga maromas para que me note. Nos vemos el lunes.
Intento seguir mi camino, la cárcel de su mano me lo prohíbe. Mi corazón aumenta de forma enfermiza su ritmo cuándo le escucho proferir:
—Salgamos de aquí.
Jamás pensé pisar esta casa tan pronto de nuevo.
En el camino no pude parar de observar con la furiosa excitación bullendo en mi interior su erección levantando la bragueta. Adrian Brier, eres mío, mío serás, seguía repitiendo en mi mente como una lunática.
Luego del respectivo mensaje a Hannah informándole dónde estaba, me concentré en la situación. Las ansias por este hombre y los largos meses sin ningún tocamiento más que el propio, me ha encendido de tal manera que podría correrme con un toque a los pezones.
La casa permanece a oscuras, solamente iluminada por las luces tenues de las lámparas. Mi jefe me permite entrar primero y al él hacerlo y cerrar la puerta, lo empujo contra ella y me lanzo a su boca y él me concede la misma desesperación.
Cumplo una fantasía al aspirar su perfume presionando la nariz en su cuello, besando su piel, abriendo su camisa con rapidez y torpeza, navegando por su torso, por ese camino de vellos que el pantalón oculta.
Al tomar la hebilla del cinturón, su mano me detiene. Levanto la mirada, lo poco que veo, tiene escrito la palabra deseo.
—Subamos—pide, agitado.
Una sonrisa tira de mis labios.
—No, lo quiero aquí—contradigo, cayendo sobre mis rodillas—. Quédese tranquilo, todo está en mis manos.
Le siento contener la respiración cuando el botón sale. Empujo el pantalón a sus tobillos, un sinfín de retorcijones ansiosas me toman el vientre al ver la silueta en su bóxer.
Con mis dedos trazo la figura, tan dura como una piedra. Mi jefe permanece derecho, con el abdomen prensado, mirándome explorar y jugar con el producto de su placer.
—¿Sabe? Le he regalado tantos orgasmos que creo merezco un aumento de sueldo—hundo mis dedos levemente en el—. Siempre lo imaginé así, tan ancho que la mano no me cerraría...
Suelta el aire de golpe cuando introduzco la mano y ensortijo los dedos en él. Me dolerá cuando se abra camino dentro de mí, lo sé y me encanta tanto que casi le ruego que me tome aquí mismo.
Me tomo el lujo de acariciarlo, reconocer sus venas, su textura. Aprieto con ferocidad los muslos teniendo un poco de alivio. Bajo la tela y su pene sale apuntando al techo con orgullo.
Desprendo un beso en la punta y robo las gotas de una lamida que me hace contraer los músculos de las piernas. Complacida por su reacción, transito por su longitud, probando, testeando su piel por primera vez.
Lo introduzco en mi boca, mi saliva le humedece lo necesario para masturbarle lentamente e ir aumentando la cadencia de a poco, mientras subo y bajo a su alrededor, recibiendo las estocadas que sus caderas proveen.
Tomo equilibrio en su muslo cuando él sube el ritmo, me folla la boca con saña, como si me castigara por algo. Entre suspiros y resoplidos de placer, mi mano empapada de baba siguen las embestidas contra las profundidades de mi garganta mientras me sigue teniendo domada por el cabello.
Las lágrimas de placer me empañan la vista, pero puedo ver a través de ellas que ha apoyado la cabeza en la puerta, sus quejidos de complacencia se escapan de su boca a medio abrir. Me empuja la cabeza más abajo, se clava en mi garganta y prensado hasta el apellido, me llena la boca de su salada corrida.
Caigo de culo al piso cuando me suelta, trago lo que puedo sin echarme a vomitar de tan espeso y abundante que resultó ser. Por favor, creo que no soy la única sin una buena sesión de sexo hace mucho.
Mi jefe se levanta el pantalón y me ayuda a levantarme. Él enciende la luz y me tengo que morder la boca para no reírme. ¡Por fin! Hice que se corriera en mi boca, esto es una nueva hazaña.
Él me mira con interés y algo más, quizás temor. Así que suplo el silencio por un pedido.
—¿Dónde está el whiskey?
Él levanta la mano y aunque hace el ademán de hablar, cierra la boca y apunta a su costado.
—Por aquí.
El sabor del whiskey no es mi favorito, me deja la lengua seca y la garganta rasposa, pero compartir un trago de estos con mi querido señor Brier, deja esos sentidos sepultados.
No se ha cerrado la camisa, se ha sentado desparramado en la silla, consumiendo el trago pensativo, mientras lo observo sentada encima del escritorio.
—¿Por qué me mira así? ¿Tengo algo raro en la cara?—cuestiono a modo de broma.
Se relame los labios, mi piel se eriza cuando delinea mi pierna con sus dedos.
—Estoy pensando en las consecuencias de abrirte las piernas.
Mis ojos se abren en desmesura.
—Estoy sana y espero que usted también—proclamo—. Su mayor problema luego de probarme, será que no podrá sacarme de su cabeza.
—Eso ya es un problema, Cora—dice entre dientes, como si le arrancaran las palabras—. Me gustas, desde hace mucho he puesto los ojos en ti, es imposible no hacerlo, pero te lo dije, no jodo con el trabajo y no pretendo perder una buena empleada por un polvo.
Un polvo. Solo un polvo. Coloco el vaso en el escritorio, con un nudo en la garganta.
Eso es lo que seré para él y no cambiará si me acuesto con él creyendo que puede tomarme como eso, un simple polvo.
Bajo del escritorio.
—No me ofenda, no es cualquier polvo—repongo, afectada—. Sería uno conmigo y como no me agradan las dudas, lo dejaré meditando esta noche. Me largo, resuelva usted mismo.
Recojo mi bolso del piso y camino incómoda por el desastre en mi ropa interior a la salida, indignada por segunda vez en un mismo día.
Se pone de pie y viene tras de mí.
—Cora, maldita sea, ¿puedes escucharme un segundo?—pide, molesto.
Abro la puerta y me enfrento a la noche. Tendré que pedir un taxi por el aplicativo, no permitiré que me lleve, sería como atropellar mi dignidad.
Llama mi nombre una vez más, tomo el pomo de la puerta y mirándole a los ojos, digo:
—De nuevo, buenas noches, señor Brier.
Cierro la puerta en su cara y aunque la vuelve abrir, camino sin ver atrás.
Θ
La cabeza me duele terriblemente por culpa del intenso olor de los inciensos. A oscuras en mi habitación en la madrugada, el fulgor de las velas me brindan un poco de calor.
Trazo círculos a mí alrededor con la varita de aroma a canela y manzana, recordando los hechos de la noche anterior. El taxi no tardo más de cinco minutos en llegar, aunque quise dármelas de digna, agradecí que mi jefe se quedase a esperar conmigo, pues la zona es tenebrosa.
—Adrian Brier, mío eres, mío serás y en nadie más que en mí, Cora Adams, pensarás, desde tu despertar, hasta tu descansar—repito por sexta vez—. Adrian Brier, mío eres, mío serás y en nadie más que en mí, Cora Adams, pensarás, desde tu despertar, hasta tu...
Como un regalo de alguna divinidad, mi celular suena notificando una llamada.
El nombre de mi jefe entre corazones aparece en la pantalla. Chillo de dolor al acomodarme y pisar una piedra con la rodilla, carraspeo y me llevo el celular a la oreja, tragándome todo el humo.
—¿Sí?
—Envíame tu dirección, mandaré al chofer por ti. Ahora.
Creo ver la llama de la vela avivarse. ¡Ha servido!
Ahogo un grito en mi puño.
—¿Para qué me necesita una noche del domingo, señor Brier?
Casi me río al oír su resoplido de enojo.
—Cora, no me hagas rastrear la llamada, ten consideración y ven aquí.
—Estoy ocupada, señor Brier—decreto, fingiendo que no me derrito por dentro—. Ahora mismo no puedo complacerle.
—¿Qué se supone que haces un domingo por la noche?
—¿Le soy sincera?—acerco mi boca al micrófono del dispositivo—. Estoy matando el deseo con mis dedos ya que usted fue incapaz de satisfacerme, creo que nunca había estado tan mojada en mi vida, estoy tan caliente que la piel me arde, si usted sintiera lo estrecha que me siento, jumm, le aseguro que tendría que cantar villancicos para no correrse.
Hago una pausa de dos segundos para actuar una respiración forzosa.
»Pero como usted considera que solo soy un polvo, entonces no me funciona. Nos veremos en el trabajo y no se preocupe por la mamada, no me esforcé lo suficiente, se la dejo como un buen regalo.
Sin más, corto la llamada y pego un grito tan fuerte que me escuece la garganta.
Tendría que ir a dejarle bocaditos a esa hechicera, ¡no es dinero desperdiciado!
Espero.
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