RELATO 3: LA ASESINA DE LA MASCARADA
Una máscara que oculta su rostro. Un zapatito de cristal con doce gotas de sangre. Y un cadáver.
La chica fregaba el suelo. Unas gotas de sudor perlaron su frente. Sabía perfectamente qué día era: el día en que el príncipe celebraba la mascarada. No: La Mascarada, la única en todo el reino. Todas las hadas madrinas iban, incluso condes y barones de lugares lejanos asistían, era obvio porque todos querían admirar los asombrosos disfraces que portaba la familia real.
—¿Ha acabado de preparar mi vestido, Cinderella? —La que había hablado era una mujer de mirada fría y gélida, rizos creados milimétricamente y un vestido verde con un colgante de rubíes. Su madrastra.
—Por supuesto —murmuró, cabizbaja, en respuesta Cinderella.
—Más te vale —respondió saliendo de la estancia.
Cuando la mujer se hubo marchado, Cinderella sonrió secándose las lágrimas; su intención no era para nada bailar con el príncipe. Tenía muy claro para qué asistía.
La noche llegó y, en cuanto todo el mundo abandonó la mansión, Cinderella se escabulló. Entonces cayó en que no tenía nada que ponerse, su intención no era ligarse al principito, pero sí tenía muy claro que iba de incógnito. Y entonces lo supo: el único traje de su madre. Se probó el vestido color granate sangre y la máscara de plumas negra que le cubría la cara, de calzado encontró unos curiosos zapatitos de cristal y se los probó; al ver que le iban a la perfección asintió, encantada.
«A la mascarada», se dijo sonriendo maquiavélicamente.
El castillo estaba abarrotado, lleno de gente disfrazada de enormes dragones dorados, de bárbaros del norte y, en definitiva, de los personajes más exóticos.
«No creo que un poco de hidromiel me haga daño», se dijo sonriendo.
Un par de barones se acercaron a cortejarla y ella dejó caer las pestañas empalagosamente por dejar pasar el tiempo, aunque tenía la mirada puesta en su objetivo.
Y el reloj empezó a tocar las doce.
Rápidamente se deshizo de sus pretendientes. Ella los manejaba a su antojo como un jugador de fuego maneja su elemento.
Corrió y se le cayó un zapatito, lo recogió y se encontró cara a cara con su madrastra que la miró atentamente. Con el zapato empezó a golpear con saña en la cabeza de la mujer que no se recuperaba del susto. Cuando el hombro ya le dolía, se ajustó el escote del vestido y miró con un mohín en los labios el cadáver de su madrastra que ya estaba empapado de sangre; lo escondió en los jardines del castillo, dentro de una calabaza.
El cristal del zapato había probado la sangre por primera vez, como lo haría más veces. Muchas más veces.
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