MUSEO WARREN: ¡SONRÍE!


ESTE RELATO NO PARTICIPA EN LA COMPETICIÓN*

Hoy es un gran día, hoy conoceré a mi nueva familia y tendré un nuevo hogar. No sé cuánto tiempo he pasado encerrada en ese maldito museo de los Warren, pero si algo tengo claro es que este día será recordado como el día en que Annabelle consiguió su libertad. Me río yo de los presos de las cárceles y de los enfermos de los psiquiátricos, pues ninguna de esas condenas podrá jamás compararse a la mía.

El viaje ha resultado ser de lo más agotador, con la furgoneta meciéndome de un lado para el otro durante más de tres horas seguidas. Lo confieso, me he vomitado encima, y el olor que desprendo es desagradable; solo espero que no sea impedimento alguno para que me reciban con los brazos abiertos. Mirándolo por el lado positivo, me he ganado un buen baño, que ya iba siendo hora.

La puerta del maletero se abre y el asqueroso chófer me coge en brazos. Observo por el rabillo del ojo la que será mi nueva casa, pero vuelvo inmediatamente la vista al frente cuando una niña de no más de seis años sale corriendo por la puerta.

—¡Mamá! ¡Papá! Ya ha llegado, ¡por fin ha llegado! —La oigo gritar con entusiasmo.

De una sacudida me encuentro entre sus brazos, con la cara sobre su pecho, incapaz de respirar; su olor es una mezcla de polvos de talco con chocolate. Reprimo mis ganas de estornudar y arrugo mi nariz. Sigue abrazándome por un par de minutos que se me antojan eternos hasta que entramos corriendo al salón, donde, con suma delicadeza, me deposita sobre el sofá.

—Hola, yo soy Martha —se me presenta—, Martha Wheeler.

Se acerca a mí de nuevo y comienza a rebuscar por todo mi cuerpo.

—Vaya, no encuentro la etiqueta con tu nombre. Creo que te llamaré... —La veo llevarse una mano al mentón y mirar al techo, pensativa—. ¡Abby! ¡Sí! Te pega Abby.

¿Abby? ¿De verdad? ¿No había nombre más feo? Respiro profundamente para calmarme y la sonrío. Sus ojos se abren como platos ante mi gesto y comienza a gritar de alegría:

—¡Mamá! ¡Papá! ¡Abby me ha sonreído!

Las comisuras de mis labios regresan a su sitio antes de que ellos entren a casa para comprobarlo. Cuando la niña vuelve a mirarme, abre de nuevo sus ojos, sorprendida.

—¿Qué tal, cariño? —le pregunta su madre—. ¿Qué decías? —Martha niega con su cabeza y frunce su ceño.

—¡Sonríe otra vez! —me exige y la ignoro—. ¡Sonríe! —repite, enfadada—. No me gusta esta muñeca —suelta, entonces, y se cruza de brazos.

—Pero, Martha, cariño, es tu regalo de cumpleaños. Hace unos minutos parecías encantada, ¿qué sucede? —La madre se agacha para quedar a la altura de su hija y acaricia sus brazos.

—No me gusta la muñeca —repite.

—Si es muy bonita, ¡mira qué pelo tan largo tiene! ¿Por qué no vas a por un peine y arreglamos ese peinado? —La madre intenta convencerla, pero la asquerosa niña sigue negando con la cabeza.

—No me gusta y huele mal.

Vaya... Eso ha sido culpa mía. Sabía que el vómito me traería problemas. ¡Maldito conductor inútil!

—Sí es cierto que huele un poco mal, pero podemos limpiarla. ¿Qué me dices? —contesta su madre tras acercar su hocico a mi vestido.

—¡No quiero! —grita la pequeña antes de salir corriendo escaleras arriba.

La olfateadora de vómitos se levanta del suelo y se encoge de hombros en dirección a su marido.

—La verdad es que muy agraciada no es. No parece la misma muñeca de las fotos. —Se ríe él, enfureciéndome, y la mujer se gira hacia mí.

—Para mí sí lo es. —Me sonríe mientras acaricia mi pelo.

Recibo sus caricias de buen gusto y en ese momento decido que la mujer frente a mí me agrada, aunque no puedo decir lo mismo del idiota de su marido y la malcriada de su hija. Ambos se retiran y apagan la luz del comedor, sumiéndome en la oscuridad.

Paso la tarde allí sentada, esperando a que Martha se arrepienta y venga a jugar conmigo mientras el timbre no deja de sonar. Es Halloween y todos los niños del vecindario han decidido venir a esta casa a por caramelos. Oigo conversaciones agradables y risas placenteras, pero no parezco estar invitada a la diversión.

El reloj marca las diez de la noche y la señora de la casa se despide de mí con un buenas noches y otra caricia antes de irse a dormir. Martha ni siquiera ha vuelto a hacer acto de presencia en el salón y la envidia me corroe cuando oigo a su madre cantarle una nana. El silencio se instaura en la casa poco después y decido levantarme al fin del sofá. Me duele el cuerpo entero de haberme mantenido en aquella posición por tantas horas.

Subo las escaleras y me dirijo a la habitación de Martha, iluminada tan solo por una leve luz quitamiedos conectada a un enchufe. Me acerco a su cama y la veo dormir. Puedo oír los latidos de su corazón y percibo su respiración calmada. La zarandeo para que despierte y cuando lo consigo, tapo su boca.

—¿Quieres jugar conmigo? —Una enorme sonrisa adorna mi rostro y parpadeo un par de veces con ternura. Ella asiente, emocionada, y le ofrezco mi mano para que me acompañe.

Llegamos al comedor y le hago un gesto con la mano para que se siente en el sofá. Ella obedece y comenzamos a jugar a las palmas hasta que me canso y decido dar por terminada la velada.

Al día siguiente oigo la puerta de la habitación abrirse, pero me cuesta abrir los ojos. Estoy tan cómoda...

—¡Buenos días, cariño! —me saluda mamá.

Gira mi cuerpo y entonces se sobresalta, asustada, y se ríe. La veo salir por la puerta y decido seguirla. Oigo un grito ensordecedor desde la planta de abajo y me asomo por las escaleras.

—¡Martha! ¡Dios mío, Martha! —lloriquea mamá.

Se deja caer al suelo y al fin veo mi obra maestra: Martha está sentada sobre el sofá, con los ojos perdidos y una sonrisa de oreja a oreja, sosteniendo el cuchillo con el que su cuello ha sido rebanado. Un espantoso hedor a sangre y vómito la rodean. Y, la guinda del pastel, en su frente se puede leer la palabra: ¡Sonríe!


*Al ser un relato realizado por un miembro del equipo HEA, no participará de la competición para evitar la vulneración de la imparcialidad en los resultados.  

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