07: Labios rojos como la sangre
El príncipe Gerard había comenzado a caminar con desesperación desde que el cazador le liberó. Resbaló un par de veces en los pequeños cúmulos de nieve y en otras tantas tuvo que apoyarse de los gruesos troncos de los pinos viejos para no caer entre las inmensas raíces.
Nunca en su vida había tenido que huir como un cobarde. Nunca pensó que le tocaría hacerlo para resguardar su vida. El temor estaba apoderado de cada fibra de su cuerpo y el miedo lo obligaba a desplazarse como una pequeña liebre por aquel lugar.
Sin embargo a medida que sus pies le conducían más al interior del bosque se maravillaba con el paisaje que veía. Quizás había caminado por dos horas seguidas, no lo sabía con exactitud pero su cuerpo le pedía a gritos un descanso.
Redujo considerablemente el ritmo de sus pasos y se encaminó por un sendero de piedras, los arbustos crecían alrededor del camino y éstos estaban cubiertos por una fina capa de sereno.
Al final del sendero se topó con un claro. Había un pequeño manantial con agua cristalina y pequeñas vayas con cerezas alrededor. Cuando se acercó hasta el se dejó caer de rodillas notando cuán sediento, hambriento y cansado estaba.
El agua del manantial estaba un poco helada por el clima, pero era fresca y limpia. Además el príncipe Gerard no se iba a quejar por tomar de aquella agua en esos momentos en los cuales estaba solo y sin absolutamente nada para continuar con su vida.
Se quitó la capa roja de sus hombros, inspeccionó que la parte de abajo de la tela estaba un poco rota y sucia. Seguramente se había dañado durante su huida. Al príncipe Gerard le entristeció ver su prenda en ese estado pues era la posesión más preciada y valiosa que tenía a partir de ahora.
Suspiró mientras doblaba entre sus brazos la tela roja y su piel se crispó al sentir el frío viento impactar con el. Se dio prisa para tomar un poco de agua entre sus manos y beber, enjugo su rostro y consiguió unos cuantos frutos rojos para comer.
Un pequeño grupo de avecillas azules se acercó al lugar donde estaba el príncipe, se posaron sobre un arbusto y comenzaron a trinar con alegría. Aquel suave cotilleo logró sacar una sonrisa genuina en el rostro de Gerard, con timidez llevó una de sus manos a acariciar el plumaje de una de las aves. El animalillo se dejó hacer, parecía incluso comprender el sentimiento de dolor que se pintaba en el rostro del humano.
—Hola amiguito —dijo Gerard—. ¿Tienen hambre? Tenemos frutos para todos —. Acercó un fruto abierto a las aves para que comieran—. ¿Saben? Mi nana solía contarme historias muy bonitas y me enseñó a creer en la magia. Por eso me gustaría encontrarme con un pozo mágico.
Su vista se fijó en ningún punto en particular sobre el agua, su mente se remontó a aquellas tardes cuando conversaban con Katherine sin parar mientras ella le trenzaba el cabello. La extrañaba tanto.
—Si deseas algún bien se lo podrás pedir, si el eco le oyes repetir tu anhelo lograrás —. El príncipe comenzó cantar, su voz suave y armoniosa le daba a la letra una melodía perfecta—. Deseo que un gentil galán me entregue su amor. Quisiera oírle cantar su intensa pasión.
Aquella canción se titulaba "Deseo" y era una de las muchas que había aprendido con Katherine. Ella solía decir que no muchas personas sabían de esas canciones pues eran bastante antiguas y que las melodías habían venido cambiando, ella decía que también era especial pues la había aprendido por un enamorado que tuvo en su juventud.
—Deseo que no tarde más que venga mi bien —. Al decir el penúltimo verso se puso en pie y dio un pequeño giro sobre su eje provocando que la falda de su vestido tomara un bonito efecto volado.
Empero algo capturó la atención del príncipe haciendo que detuviera todos sus movimientos. El crujido de unas ramas secas le alteró y crispó sus nervios. Volteó a ver hacia todas las direcciones pero no pudo captar nada.
—Tu bien... —cantó una voz grave el último verso de la canción del príncipe Gerard.
Él se sintió tan asustado que se obligó a correr hacia el lado derecho del claro. No le importó pasar en medio de los arbustos y rasgar un poco su falda, su cabello se desarregló y la cinta roja que llevaba puesta voló por los aires.
El príncipe Gerard corrió todo lo que sus piernas le permitieron sin voltear a ver atrás. Afortunadamente cuando se detuvo para tomar un poco de aire notó que unos cuantos pasos de distancia había una cabaña, era pequeña y bien cuidada. No había luz en las ventanas ni humo saliendo de la chimenea.
Tomó la decisión de ir hacia la cabaña y resguardarse ahí, ya el ocaso estaba cayendo, no quería quedarse a la intemperie y que un animal salvaje lo atacara.
Empujó la puerta de madera y entró notando que la entrada era un poco más pequeña, tuvo que agacharse y pasar. Por dentro el lugar era amplio y bien ordenado. Le echó un rápido vistazo a la sala y luego se dirigió a la cocina, encontró un mesa con siete platos y siete vasos con leche. Dedujo entonces que la cabaña si estaba habitada pero parecía que no eran malas personas las que ahí se encontraban. Se atrevió a tomar un trozo de pan de un plato y a beber la leche del vaso en el último puesto.
Un poco satisfecho pero completamente cansado el príncipe Gerard bostezo. Notó unas escaleras al final del pasillo y subió. El pasillo ahí arriba era un amplio corredor que tenía en fila siete camas pequeñas. Las contempló una a una, notando pues que en los respaldares de madera habían nombres grabados.
—Carl, Eder, Fritz, Hans, Joss, Kurt, Lukas —leyó en voz alta y por alguna extraña razón, sonrió.
El príncipe unió las pequeñas camas y se acomodó sobre ellas, se sentía tan cansado que pensó que tomar una pequeña siesta no le vendría mal. Cerró sus ojos, abrazó la capa contra su pecho y se quedó dormido.
❄
En el claro del manantial había un hombre de estatura promedio y ojos color hazel que sonreía mientras acariciaba un trozo de cinta roja entre sus dedos. Él se había maravillado al escuchar una dulce voz cantar una canción que le enseñó su mentor, un hombre que era como su segundo padre. La canción se titulaba Deseo. Esa voz melódica la interpretaba de una manera tan única y suave que logró llegar a su corazón.
Había bajado de su caballo y tuvo la intención de aproximarse para conocer a la persona que entonaba el canto pero su capa negra se había enredado en un breñal provocando que pisara con mucha fuerza ramas secas. Él sabía que aquel ruido había asustado al joven que cantaba, pudo verlo por una fracción de segundos cuando giró su rostro buscando la fuente del sonido. Ese joven tenía el rostro más hermoso que él jamás hubiese visto, denotaba tanta pureza. Tenía los ojos de un color verde esmeralda y sus labios eran rojos, tan rojos como la sangre.
Él se aventuró a cantar el último verso de la canción pero solo consiguió que el joven huyese en la dirección contraria.
Cuando él se liberó ya era muy tarde, ya no podía seguir al joven sin embargo a sus manos había llegado aquella cinta roja que había estado en su cabello, aún conservaba su suave aroma a manzanas frescas.
Él era el príncipe Frank Iero. Guardó la cinta al interior de su camisa, al lado de su corazón y se prometió que volvería cada día de ser necesario hasta encontrar a ese perfecto joven.
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