02: Piel blanca como la nieve
Debajo de los ojos de la reina habían enormes ojeras oscuras, sus labios estaban resecos y pálidos, su respiración cada vez era más lenta.
La habitación real estaba sumida en un profundo silencio, el rey había pedido que todos los sirvientes se retiraran y les dieran privacidad. Después de que cambiaron las sábanas de la cama, vistieron con ropa limpia a Donna y arroparon al bebé en una suave manta color celeste todos se fueron.
Hacia un par de horas la criatura había llegado al mundo, sus pequeños ojitos estaban cerrados y su llanto apenas era audible. El rey lo había acomodado al centro de la cama en medio de ellos dos. Él se dedicó a repartir caricias en el cabello largo de su esposa tragando el nudo que crecía a cada segundo en su garganta.
—Es muy lindo, ¿verdad? —dijo ella con voz débil. Alzó un poco su mano y acarició suavemente con el dorso de sus dedos la mejilla derecha del bebé.
—Es precioso, igual que tú —respondió el rey.
—¿Pensaste en como lo llamaremos?
—Quiero que tu escojas su nombre. Es algo muy importante que lo acompañará para siempre y quiero que cada que él lo escuche recuerde que su madre... —se interrumpió para componer su garganta y evitar que su voz se quebrara—. Que fue ella quien decidió que se llamaré así.
—Es muy dulce de tu parte mi rey.
La respiración de la reina estaba volviéndose muy agitada, se sentía tan cansada y débil, quería cerrar sus ojos y descansar un poco pero el rey Donald no se lo había permitido, se negaba a verla cerrar sus ojos y privarse de no que no los volviera a abrir más.
El médico que la había atendido le explicó al rey que Donna había sufrido un par de complicaciones durante el parto, su interior se contaminó con el líquido donde el bebé estaba y no había nada que ellos pudieran hacer al respecto. El rey le ofreció al hombre un cofre lleno de oro y joyas a cambio de salvarla, de mantenerla con vida sin embargo ya no había nada más que hacer.
Debían aprovechar las últimas horas que les quedaban como familia.
—Una vez escuché un nombre realmente hermoso... era Arthur... te imaginas esposo mío, ¿el príncipe Arthur?
—Creo que es muy bonito.
—A mi también me gusta, pero es muy mayor para él. Apenas es un bebé... tan pequeño... tierno y frágil.
Su voz era delicada, a cada segundo se apagaba más al igual que las llamas de las velas del candelabro que les alumbraban.
—Yo había imaginado que si teníamos una niña podíamos llamarla Geraldine... ya sabes, como mi abuela... —comentó el rey.
—Espero que él herede su gusto por tomar café —Donna trató de bromear, dedicándole al rey una sonrisa débil al final—. ¿Qué opinas de Gerard?
—Gerard Arthur Way...
—Suena muy lindo e imponente, como él lo será. Un hombre bueno y noble... —la reina alzó la vista y con un pequeño movimiento le pidió al rey que se acercara más a ella—. Prometeme que lo cuidarás Don, por favor, cuídalo siempre... no permitas que nadie lo dañe...
—Mi reina, claro que lo haré.
—Gracias —musitó—. Te amo tanto pequeño Gerard, tu serás el más bello no de éste reino, del mundo entero...
Tras decir aquello el rey se apegó a ella, levantó su cuello con delicadeza y la besó castamente. Ella suspiró sobre sus labios y una larga exhalación brotó de su interior.
—Te amo tanto Donna... —dijo el rey al cuerpo ya sin vida de su esposa. Se permitió un momento para ser débil y llorar todo lo que su corazón necesitaba, tenerla junto a él y saber que ya no volvería a ver su sonrisa nunca más lo destrozó completamente.
En medio del llanto ahogado del rey se escuchó un leve sollozo. El pequeño Gerard había despertado y estaba quejándose hambriento, movía sus pequeños pies mientras llevaba sus diminutas manos a su boca.
Donald secó sus lágrimas con el dorso de su mano y acomodó a la reina suavemente sobre la almohada, le cruzó las manos sobre el abdomen y le dio un beso de despedida en su frente. Luego se incorporó y tomó al bebé entre sus manos, lo cargó por un instante y acarició con ternura la cabecita del príncipe.
El rey mandó a llamar a una de las sirvientas en la que él más confiaba pues le había servido con fidelidad a su padre y a él mismo. Su nombre era Katherine, le dio a ella nuevas funciones en el castillo. Quedaba totalmente a su cuidado el príncipe Gerard, ella debía atenderlo siempre, acompañarlo. También debía a estar a su lado en todo momento, incluso cuando la nodriza estuviera alimentandólo.
La mujer antes de tomar al niño entre sus brazos, se acercó al cuerpo de la reina para prometerle en una despedida silenciosa que ella iba a cuidar con su vida de ser necesario al pequeño príncipe.
Cuando llevó al niño a su habitación ya la nodriza estaba esperando, era una mujer joven de cabellos largos y mirada comprensiva. Ella trabajaba en el castillo también y tenía un bebé de casi un mes de nacido y un hijo de cinco años. A pesar de la tristeza que sentía por la pérdida de la reina, no pudo evitar estar emocionada por la labor que iba a desempeñar.
Después de alimentarlo, Katherine lo tomó nuevamente. Le arropó con más mantas pues el frío se había vuelto más fuerte, las ventanas estaban totalmente cerradas para evitar que se filtrara a través de ellas. El bebé se quedó dormido nuevamente y fue acomodado en su cuna.
Katherine se sentó en una silla mecedora frente a la cuna para vigilar el sueño del pequeño.
—El príncipe es tan pequeño, me da tanta tristeza que haya perdido a su mamá —dijo la nodriza antes de salir de la habitación.
No hubo respuesta, Katherine sentía que las palabras no podían salir de su garganta pues si lo hacía el llanto se apoderaría de ella. Cuando escuchó que la puerta se cerró, se apoyó en la baranda de la cuna y acercó su mano al rostro del bebé, acarició con la yema de su dedo la cabecita del niño.
Le cantó en voz baja una canción improvisada que con el paso del tiempo se volvió la favorita del príncipe.
"Leaves are brown, and the sky is a hazy shade of winter..." decía una parte en el coro. Katherine creó aquel verso de la canción en honor al día en que el príncipe con piel tan blanca como la nieve nació.
Había sido en una tarde cargada de sombra brumosa de invierno.
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