5
Quedaban solamente el fin de semana separándola del comienzo de clases después de las vacaciones de invierno. Julio se había vuelto aún más frío y Andrea estaba deseando comenzar las clases para distraerse de los miedos que la casa le infundía, aunque la presencia de Eusebio, muchísimo más cálida, la hacían desear quedarse todo el día allí.
Al día siguiente, mientras los muebles llegaban en dos viajes del fletero, dejó la laptop encendida en su cuarto reproduciendo la película de El Hobbit. Vinieron sus primos y tíos (incluso el esposo de su tía Eliana se tomó libre de su trabajo) a ayudar a limpiar la casa y ordenar las cosas, y ella les dijo que le gustaba tener ruido de fondo mientras limpiaba. Eusebio, rebosante de alegría, se quedó flotando frente a la película.
Entre todos, pintura incluida, hicieron que la casa pareciera nueva y habitable en un par de días. Las meriendas en familia pasaron a hacerse allí para evitar el mal momento, después de lo ocurrido en la casa de su tía. Nadie habló del tema, pasando a ser una especie de tabú. Andrea ya se imaginaba siendo la prima loca que venía de la capital, llena de traumas por un viejo pozo. Nadie era consciente de su vida a medias, de sus miedos y terrores, de los fantasmas que la perseguían en sueños y las manchas cargadas de emociones negativas que le quitaban la tranquilidad.
Su madre había juntado las cosas que no iba a usar en el rincón de la habitación que no se iba a usar y le pidió a Andrea que, por el momento, las dejara en el galpón que había en el fondo.
El patio trasero era grande, lleno de hierbajos, dos árboles que aún conservaban sus hojas y una casucha que servía de depósito. Andrea había evitado aquel lugar todo esos días a como diera lugar porque la llenaba de escalofríos que nada tenían que ver con el frío. Pero esa tarde se vio parada con una portátil horrenda en los brazos frente a la desvencijada puerta de madera. El silbido del viento se colaba entre las rendijas aullando como un alma en pena.
Sin embargo, el terror que se apoderó de su piel le indicaba que Eusebio no era el único allí, como venía sospechando desde la primera noche. Incluso él, flotando a su alrededor con inquietud, le daba a entender lo mismo.
—No me gusta ese lugar —dijo él con la voz grave y el ceño fruncido—. Me da chucho.
¿A vos te da chucho? ¡Soy yo la que está toda erizada y hablando con un muerto justo ahora!
Eusebio soltó una carcajada que la llenó de calidez a pesar del momento tenso. Ojalá él estuviera vivo para poder golpearlo. Cuando la risa se esfumó, Andrea soltó un suspiro y se quedó inmóvil, con el silbido colándose en los huesos.
—Quedate conmigo, ¿ta?
—Por supuesto, pero si algo te ataca no voy a poder hacer nada —contestó Eusebio con tranquilidad.
—Gracias, me quedo mucho más tranquila —ironizó ella, chasqueando la lengua y sujetando la portátil como si su vida dependiera de ello.
Sujetó la llave que su madre le había dado y se acercó muy despacio. El candado que cerraba la puerta de madera estaba oxidado, pero parecía funcionar, y con un crujido que le hizo doler los dientes, lo abrió. Tiró de un tablón de la puerta y esta se movió con pesadez, y Andrea pateó una piedra para hacer de tope y no se cerrara con el viento.
En el interior estaba oscuro, colándose apenas la luz que entraba por el umbral. Deseó haber llevado una linterna hasta que Eusebio le señaló un interruptor justo a su lado, sobre la pared de la derecha. Tanteó y encendió una solitaria lamparilla de luz amarillenta que arrojó una luz tenue sobre las cosas que allí había. Desde muebles, una heladera, estanterías llenas de cajas y papeles, hasta cañas de pesca y partes de automóvil, el lugar guardaba mil y una cosas desordenadas y abarrotando la única habitación que componía esa especie de depósito.
Buscó con la mirada algún recoveco donde dejar la portátil y largarse lo más rápido posible, cuando Eusebio le llamó la atención.
—Che, Andy...
Él nunca la había llamado por el diminutivo, y aquello hizo que la piel se le erizara pero esta vez no por miedo.
—¿Qué?
Señaló una de las cajas con papeles. Era de esas comunes marrones, con un papel pegado con cinta que se había vuelto amarilla con el tiempo que decía: "B. Terra".
Andrea se acercó tomó la caja con ambas manos para sacarla, pero el polvillo hizo que estornudara dos veces seguidas. A la tercera, salió al exterior con la caja en las manos.
En el interior habían muchísimos papeles más amarillos que la cinta adhesiva que parecían ser facturas a nombre de Braulio Terra. Alzó los ojos hacia Eusebio, pero él se encogió de hombro sin saber quién rayos era él. Su nombre no coincidía con el de la calle, pero sí tenía sentido que a la casa la llamaran "de los Terra". Al menos uno de la familia había vivido allí.
Databan de la década del ochenta. Ella siquiera era un proyecto familiar y su madre seguramente era una niña en ese entonces.
—Eusebio, ¿qué apellido tenés?
—Y yo qué sé. —La voz le salió rápida y grave, acentuada por el rodar de sus hombros y la mueca de sus labios.
—¿Qué sabés de tu vida? ¿De cuando moriste?
—Y yo qué sé.
—¡Euse! ¿No sabés nada?
—¡Ya te dije que no sé, mijita! ¿Pa' qué tanta preocupación? Toy muertito, ya está.
Andrea se dejó caer en el pasto sentada, con los hombros caídos y frotándose la cara con el puño de su ropa, cansada.
—Por eso mismo. Vi a fantasmas como vos consumirse por el olvido y transformarse en manchas. No quiero que te conviertas en uno. Quiero que vos descubras qué tenés pendiente acá y así puedas irte bien.
Él solo captó lo último.
—¿Tú quieres que yo me vaya?
—¡No! ¿Me estás escuchando?
—Sí, mija, y dijiste que quieres que me vaya.
Ella se levantó, con algunos papeles de la caja en las manos.
—¡Estoy diciendo que no quiero que seas una mancha en la casa llena de rencor y odio! ¡Eso digo! ¡Prefiero que te vayas a verte transformarte en eso!
Le lanzó las facturas que tenía en las manos, que lo atravesaron sin pena ni gloria. Él, afectado más por lo que entendió que por el intento inútil de golpearlo, se cruzó de brazos y desapareció. Andrea soltó un bufido frustrado y tomó la caja para volver con ella hasta el depósito. La dejó con rudeza sobre el estante donde estaba y se giró para volver a la casa.
La luz parpadeó con un chasquido que hizo que quedara helada en su lugar. Los vellos de la nuca se le erizaron y el frío se le coló por la ropa.
—¿Euse?
Nadie respondió. Un sonido gutural se arremolinó en el extremo opuesto a la puerta, detrás de unas cajas de madera y de una mesa que estaba apoyada contra la pared. Una sombra, la misma que había visto en la casa en su primera noche, se levantó despacio desde el suelo, cargando consigo sentimientos de dolor, angustia y enojo.
Iba a gritar el nombre de Eusebio una vez más, pero sabía que él no iba a acudir porque estaba molesto y porque realmente no iba a poder hacer nada por ella.
—Fue mi culpa, y por eso lo voy a proteger. No te acerques a él, porque es mío. Es mi tesoro.
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