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La voz de Eleonora llamándola hizo que Andrea diera un respingo. No volvió a mirar al fantasma y salió de la habitación casi con desesperación. Si bien le parecía simpático, Eusebio seguía siendo un fantasma y no podía permitirse que su primer amigo de vuelta al pueblo fuera un muerto. Él se quedó quieto con el ceño fruncido y los ojos tristes, con el cuerpo trasluciéndose hasta desaparecer por completo.

Su madre la esperaba al final de las escaleras con una expresión entusiasmada.

—Vamos, Andy, que tu tía llamó diciendo que quiere que merendemos con ella. No quiere esperar hasta mañana para venir.

Se quedó quieta en el medio de la escalera, con el corazón latiéndole con fuerza.

—¿Sigue viviendo allá? —soltó con el pánico tiñiéndole la voz. Eleonora pudo notarlo y se acercó veloz para acariciarle el brazo, pero su hija se alejó despacio, subiendo un escalón.

—Ya lo hablamos, hija. Incluso me dijiste que lo habías hablado con Liliana.

La muchacha frunció el ceño y la esquivó, sin darle una respuesta. Liliana era su psicóloga cuando vivía en Montevideo y al saber que volvería al pueblo que la llenó de miedos, estuvieron hablando más de una sesión sobre ello. Sin embargo, si pudiera evitaría la casa de sus abuelos lo máximo posible.

—No quiero ir ya. No... —Se mordió los labios y tiró de un mechón de pelo, en un gesto nervioso que no logró quitar con el tiempo—. No quiero.

Su madre terminó insistiendo que podía quedarse en la casa de su tía Eliana, que no estaba obligada a ir a la casa de su abuelos aunque quedara al lado. Hizo puchero y se quejó, pero terminó cediendo a regañadientes. Volvió a subir a su habitación para agarrar los auriculares dispuesta a ignorar el mundo mientras estuviera de visita en lo de su tía.

Mientras pensaba que iba a tener que dormir en el living mientras debía llegar el camión con los muebles y limpiar la habitación, Eusebio surgió desde el suelo, atravesándolo con parsimonia y flotando con las piernas flexionadas. Ella lo ignoró, acostumbrada a hacerlo siempre, pero la piel se le erizó por el miedo y el frío que su presencia le infundía.

—Y como tantos, te vas —murmuró él con un tinte de molestia en su voz. Andrea frunció el ceño mientras revolvía su mochila buscando los auriculares—. Todos terminan cagaos hasta las patas cuando entran acá.

Ella se incorporó, con lo que buscaba en una mano, y se giró a mirarlo mientras él se encogía de hombros.

—¿Siempre te ponés tan sad? —le dijo, enchufándose los auriculares en las orejas y el otro extremo en el teléfono. Él la miró curioso mientras podía oír como la canción le inundaba los tímpanos, casi como si estuviera reproduciendo la música junto a él. Para Andrea, Spotify era una de las cosas que la dejaban tranquila en momentos de angustia—. Tranqui, que vuelvo. Mamá compró esta casa y vamos a vivir aquí —le contestó, casi a los gritos. Eusebio esperaba que la mujer no la haya oído desde el piso inferior.

Él sintió la alegría removerle sus tripas espectrales. Al fin tendría compañía en ese hogar cargado de oscuridad en sus rincones. Al fin y al cabo, hasta los fantasmas tenían permitido sentir terror a lo desconocido.

Andrea bajó y su madre la esperaba en el umbral de la puerta, con las llaves en manos y una sonrisa en el rostro. La lluvia había dado paso al frío cortante y las nubes hacían que el día se viera oscuro, como si la noche se avecinara a las tres de la tarde. Tiró del cuello de su canguro y bufó, saliendo de la casa y girándose para ver a Eusebio en la ventana de su dormitorio que daba a la calle. Él la saludaba triste, como si ella no fuera a volver nunca más. Lo entendía en parte, ella era la única persona que le hablaba luego de años en silencio haciendo lo que fuera que hacían los muertos.

Soltó una risita. Al parecer, su primer amigo sí iba a ser un fantasma.

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Andrea y Eleonora caminaron por las veredas mojadas y llenas de grietas por las raíces de los árboles que levantaban el suelo. Su madre se veía muy contenta, ya que era su pueblo, el lugar donde nació, creció y vivió casi toda su juventud. Cada vereda, cada calle y cada casa la habían visto pasar más de una vez.

Sin embargo, para ella era como adentrarse en lo desconocido. La gente las saludaba, Eleonora devolvía el gesto e incluso le preguntaban por su familia, diciendo que la habían extrañado. Otros comentaban, con buena intención aunque a Andrea la hiciera sentir incómoda, lo parecida que era a su madre y lo bien que iba a pasar en Palmar Chico, lejos del bullicio de la capital y de su vida agitada.

Pararon en una panadería para comprar un par de roscas de jamón y queso para aportar a la merienda y Andrea le pidió que le comprara un alfajor de maicena que devoró apenas salieron del establecimiento. Mientras su madre la rezongaba, esquivó un manchón negro que había sobre una baldosa levantada en el suelo que soltaba un murmullo cargado de rencor.

Esos tipos de entidades, las manchas aferradas a las cosas, eran los que le daban más terror. Solían estar cargados de sentimientos negativos y contaminaban todo a su alrededor. El pueblo, si bien era chico y presumía estar mejor que la capital, estaba poblado por fantasmas y entidades que no le daban buena espina.

Caminaron unas cuadras más hasta que Andrea reconoció la vereda frente a la casa de sus abuelos. La vivienda se veía empequeñecida por el anexo que se construyó para su tía y sus primos, oculta detrás de un jardín cargado de plantas de todo tipo. Los nervios se le acumularon en el estómago mientras se acercaban y su tía las recibía con un abrazo y las hacía pasar.

El aroma a casa antigua, los adornos de Jesús y de la Virgen María y los mantelitos de crochet en color crudo la llenaron de nostalgia y dolor. Fue como abrir una herida y llenarla de sal, ardiendo en lo más profundo de sus entrañas. Se le revolvió el estómago, sacó el teléfono con las manos temblorosas y volvió a conectar al menos un auricular en una oreja, tratando de alejarse de ese lugar con algo de música. El murmullo suave le llenó el oído y se distrajo con la voz armoniosa. Apenas saludó a sus parientes, ajena a todo.

Su madre se puso al día con su hermana y sus padres. Conversaron muchísimo y a Andrea trataban de incluirla en la charla, pero ella apenas contestaba con monosílabos. Se sentó en el reposabrazos de un sofá que estaba forrado con una manta tejida con retazos de colores y desde allí podía ver la cocina, el pequeño comedor y la ventana que daba al fondo.

Y con una morbosidad cargada de curiosidad, se levantó, caminando despacio hacia hasta que se le cruzó su prima pequeña que ya tenía unos nueve años. La última vez que la había visto fue cuando Julieta tenía un año y ella había caído en el pozo.

Se tiró del pelo mientras volvía a ojear la ventana de la cocina que daba al fondo.

—Hola, ¿es cierto que estás viviendo en la casa embrujada de los Terra?

Entonces miró a la niña, quien estaba parada frente a ella con los ojos bien abiertos y un teléfono con toda la pantalla partida en las manos.

—¿De quién?

—La casa de los Terra. Mamá me dijo que estás viviendo ahí con la tía, pero que no dijera que es embrujada. —Hablaba rápido sacudiendo los hombros—. Aunque yo fui con Nacho y Sole y salimos rajando cuando un libro cayó al patio de adelante desde una de las ventanas de arriba. —Alzó una mano, la movió en el aire y se estremeció—. ¿Tú viste algún fantasma?

Andrea se preguntó cómo podía hablar tanto sin cansarse. Cuando mencionó lo del libro, recordó que Eusebio había dicho que una de las habitaciones era la que usaba para lanzarlos y, aunque pensó que era una broma, parecía que al final era cierto.

—Está un poco sucia y desordenada, nada más —contestó, tratando de desviar el asunto del fantasma que se hacía el chistoso.

La niña, sin darse por vencida, sacudió la cabeza y puso una mano abierta a un lado de la boca como si quisiera contar un secreto.

—Si ves alguno, avísame. Nacho quiere hacer videos de fantasmas en tiktok.

Andrea asintió solo por compromiso y la vio alejarse tecleando con velocidad en su celular astillado. Se quedó pensando en Eusebio, perdido en casa según él sin recuerdos de su vida anterior a la fantasmal, y se preguntó si él sabía quiénes habían vivido en la casa antes. Su prima Julieta mencionó a los Terra y se hizo una nota mental que debía preguntarle a su madre si sabía algo. Quizá si ayudaba al muchacho a saber su historia, seguramente cumpliría su prenda y se iría al más allá.

Si bien había tratado de evitar a las entidades durante toda su vida, sabía que todos los que vagaban por el mundo tenían un asunto pendiente que resolver, o un sentimiento muy profundo que lo aferraba al plano material. Eusebio parecía haber olvidado el suyo y si continuaba así por más tiempo, se quedaría vagando para siempre, incluso perdiendo poco a poco la consciencia de sí mismo para transformarse en esas manchas que tanto temía.

—Andy, ¿te animás a cortar la rosca? —La voz de su madre la sacó de su ensimismamiento y asintió apenas, girándose hacia la cocina.

Sus ojos se movieron de forma involuntaria otra vez hacia la ventana y se tiró del pelo una y otra vez mientras caminaba. Sintió los nervios volviendo a moverse en su panza mientras la piel se le erizaba ante el invisible llamado del pozo.

No lo vio de inmediato. El patio era enorme, que terminaba con tejido oculto bajo una enredadera, y más allá había un monte de eucaliptos que daba una sombra que cubría casi todo el terreno. Habían árboles sin hojas, un pino enano, un banco de hierro antiguo y un rosal que trepaba la estructura del aljibe antiguo. Dio un respingo cuando lo reconoció, jalándose el pelo de la nuca con mucha ansiedad y con el corazón latiéndole al compás de sus recuerdos. 

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