12

Pancho miró en la misma dirección y quedó enmudecido al leer el nombre en la placa de mármol. Movió la cabeza observando alrededor, esperando ver lo que los ojos de Andrea captaban, pero él no tenía sensibilidad para esas cosas. Se limitó a estrecharla contra sí, volviendo a acariciarle la mano y ella aceptó de buena manera, con la expresión cargada de terror.

—¿Está ahí? —se atrevió a preguntar en un murmullo, volviendo a fijar los ojos en el panteón. Habían flores de plástico llenas de polvo que le transmitieron tristeza y abandono.

Andrea asintió. Tomó aire con una inhalación entrecortada y se aferró a sus temores, haciendo de ellos la fuerza para mantenerse allí. Eusebio se volvería una mancha si salía corriendo y no averiguaba nada más, así que debía ser valiente por él. Se llevó el puño cerrado al pecho y bajó la cabeza.

Pobre muchachito, pobre Eusebio...

El fantasma de Baltazar era apenas una silueta difuminada de un hombre corpulento de sombrero de copa. Su voz cargada de culpa se perdía en el aire, mezclándose con el silencio y desapareciendo con la brisa. A él le quedaba tan poco tiempo como a Eusebio, y Andrea temió desesperada que al volver a la casa fuera demasiado tarde.

Se tranquilizó pensando que a veces los fantasmas se pierden y se desvanecen muy despacio. O terminan vagando sin rumbo ni razón. Sin embargo, no quería eso tampoco para su amigo muerto, así que se quedó plantada frente al panteón Terra esperando que el hombre dijera algo más sin que ella tuviera que preguntar. Hablarle de forma directa era una sentencia a la locura y el pánico.

—Gracias por la casa, señor Terra —murmuró en un rezo. Francisco oyó sus palabras y bajó la cabeza en silencio—. Mi madre la compró, y ella y yo la cuidaremos.

Andrea sintió un escalofrío helado cuando el fantasma se movió a su alrededor.

¿Tanto tiempo ha pasado ya? —Su voz era un eco lejano—. Pobre gurí, pobre Eusebio. Esa casa sería de él si no hubiera desaparecido...

Con sus últimas palabras, su presencia desapareció. Andrea se inclinó una vez más murmurando un "gracias" tembloroso y tiró de Francisco para irse lo más rápido posible de aquel cementerio. El muchacho a su lado no dijo nada, acompañándola con rapidez mientras pasaban por el arco de entrada y llegaban hasta la parada de ómnibus donde habían dejado la bicicleta. Él sintió la urgencia de la chica, así que se subió y dejó que ella se acomodara en el cuadro para salir pedaleando en sentido opuesto.

El camino de vuelta fue en un silencio tenso. Tardaron menos tiempo en volver y Francisco fue directo a su casa. Al llegar se detuvo sobre la vereda, rojo como un tomate por el esfuerzo, y Andrea se bajó sintiendo el corazón golpeando fuerte.

—¡Uy, mija, casi me muero! —jadeó Pancho. Dejó la bicicleta sobre el pasto frente a su casa y se dejó caer en los escalones del porche—. ¿Nos seguían o algo? Estaba cagado hasta las patas, boluda, no me hagas más esto. —Se quitó la campera y se pasó el dorso de la mano por la frente, aún respirando con dificultad.

—No, disculpame, es que me asusté.

Se sentó al lado del muchacho, frotándose los brazos.

—Estaba Baltazar Terra —murmuró casi sin voz. Francisco dio un respingo, girando el cuerpo para verla de frente. Le contó lo que vio, lo que escuchó y el miedo que le había dado que él se diera cuenta que lo estaba escuchando.

Francisco abrió los ojos enormes, llenos de sorpresa y curiosidad.

—¡Es el hijo, boluda, tiene que serlo! Sino no diría eso de la casa.

—Según la biografía que vos me pasaste, él no tuvo hijos.

—¿Un bastardo, capaz? —Pancho movió las manos en el aire, moviendo los hombros restándole importancia. Andrea asintió a desgano. Él dejó caer los brazos sobre sus piernas y se quedaron mirando en silencio.

El sonido del vibrador de un teléfono los sacó del momento tenso. Andrea se sobresaltó y tanteó los bolsillos de sus vaqueros hasta dar con él, donde una llamada de su madre le recordaba que nunca le llegó a escribir para decirle donde estaba. Tenía muchas notificaciones en WhatsApp, seguramente de ella.

—Ma, perdoná, me olvidé. Ya voy para casa.

Se quedó en silencio un par de minutos mientras oía a Eleonora despotricar sobre lo irresponsable que era, y lo preocupada que había estado. Andrea volvió a repetirle que ya iba, que estaba bien, y cortó.

—Yo te llevo —le dijo Francisco mientras se levantaba y volvía a agarrar la bicicleta.

El tramo fue muchísimo más corto. Llegaron a la casa de los Terra y Eleonora ya la esperaba en el jardín mientras ordenaba algunas plantas y arbustos. Se irguió al verlos y puso los brazos en jarras con los labios apretados en una fina línea. Así que Francisco se detuvo, Andrea saltó de la bici y se acercó.

—Gracias por traerla —le dijo Eleonora esbozando una sonrisa—. Saludá a tu padre de mi parte.

—Serán dados.

La muchacha quería agradecerle por acompañarla en esa situación tan aterradora, pero se tenía que contentar con escribirle luego. La mujer le hizo un gesto con la cabeza para que la siguiera y entró a la casa.  Andrea se volteó para despedirlo. Apenas levantó la mano y él se subió a su bici antes de devolverle el gesto.

Y luego un manchón amarillo cayó justo sobre su cabeza.

Francisco se sobó la cabeza y ambos alzaron los ojos hacia la ventana del dormitorio con un respingo. Andrea vio a Eusebio con los rulos flotando y los brazos cruzados antes de desaparecer en un vaho. Pancho soltó un par de groserías y se fue en su bicicleta lo más rápido que sus pies podían pedalear y Andrea, chistando, se acercó a agarrar el libro de la vereda.

Era irónico que Eusebio hubiera elegido su ejemplar de El Dije, como si quisiera demostrar que los fantasmas, como el protagonista de la novela, sí eran reales.

Siguió a su madre hasta el interior de la casa y ella, cuando ya habían llegado al living, se giró con los brazos cruzados y la frente fruncida.

—¿Por qué mentiste, Andrea? ¿Pensaste que no te iba a dejar salir con el muchacho? Avisame por lo menos, así sé que estás bien.

—¡Ma, apenas es mi amigo!

Eleonora soltó el aire por la nariz en una risita.

—A tu padre también le decía amigo al principio.

—¡Mamá!

—Ya, no importa —Eleonora alzó las manos en un gesto intentando tranquilizarla—. Solo no quiero que me escondas cosas. Me preocupo por ti, ¿sabes? Pero me alegra que te estés adaptando bien al pueblo.

Andrea suspiró, rodando los ojos. La mujer bajó los brazos y tomó aire, rendida. Se fue a la cocina y le preguntó si quería un té o un café, a lo que la muchacha aceptó lo segundo. Se dejó caer en el sofá, dejando el libro a un lado y dispuesta a ignorar que Eusebio la esperaba arriba. Su actitud hostil contra Francisco la había molestado, ya que él, más que nadie, la había ayudado a descubrir más sobre el fantasma que rondaba su habitación.

—Además —añadió su madre después de un rato, mientras le entregaba la taza de café—, Pancho es el primer gurisito que traes a casa...

—Ma, ya está.

Unos golpecitos en la puerta abierta hizo que ambas se giraran hacia la entrada. Francisco estaba allí, rojo de la vergüenza porque seguramente había escuchado lo último. Traía una mochila en la mano que Andrea reconoció como la suya.

—Permiso, te olvidaste la mochila en casa.

Listo, eso era lo último que necesitaba para que Eleonora se hiciera con la idea equivocada. 

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