11
Francisco vivía a medio camino entre su casa y la de su abuela, desviándose un poco del centro del pueblo y metiéndose entre los barrios. Subieron caminando un repecho de dos cuadras antes de dar con ella. La vivienda era pequeña, pero acogedora. Era apenas más grande que el apartamento donde Andrea vivía en Montevideo con sus padres y estaba rodeada de cosas viejas y chatarras.
No había nadie cuando llegaron y él contó, sin que ella le hubiese dicho nada, que su padre trabajaba todo el día y su madre ya no vivía en el pueblo, sino que se había ido a vivir con su pareja y su medio hermano a la ciudad vecina. Andrea se preguntó cómo él podía hablar de aquello como si nada cuando ella apenas lograba aceptar que su padre quería verla poco y nada.
Rodearon la casa, llegando hasta el patio trasero donde habían más cosas, incluyendo una camioneta vieja y destartalada que estaba izada sobre un gato de un lado y le faltaba la llanta. Él seguía hablando casi sin pausas, contando que su padre había rescatado el vehículo y estaba reparándolo para usarlo en el trabajo. Abrió la hoja de la ventana que daba al fondo, tiró su mochila dentro y le indicó que hiciera lo mismo. Dudando, Andrea obedeció solo para no estar cargada por si tenía que correr.
—Y la bici también me la consiguió mi viejo —continuó diciendo Francisco, mientras la sacaba de entre la camioneta y la pared colindante del vecino—, era de un compañero de trabajo que se compró una nuevita esas todoterreno y se la regaló.
Francisco volvió al frente de la casa con la bicicleta a cuentas y se subió a ella ni bien llegó a la vereda. Estiró el brazo para hacerle señas a la muchacha, pero ella lo miró sin entender.
—¿Qué?
—Dale, mijita, sube.
Andrea tragó en seco, frotándose los brazos.
—Pensé que íbamos a ir caminando.
Él rodó los ojos, con una media sonrisa.
—El cementerio está al otro lado del pueblo. Sube o vamos a estar siglos caminando, y no quiero que tu madre me mate por llevarte tarde a tu casa. Va a pensar cualquier cosa.
—¡Francisco! —soltó ella, sintiendo que se le ponía la cara roja, avergonzada y molesta.
—Sube, dale —rió él, volviendo a hacerle señas.
Se acercó y se sentó en el cuadro de la bicicleta, sujetándose con fuerza del manubrio. Presa de los nervios, sintió los brazos tensos, ya que nunca se había subido con alguien más. En realidad, nunca había ido a ningún lado con algún muchacho, solía evitarlos para que no pensaran que era rara mientras esquivaba cosas al azar mientras caminaba. Al menos Francisco sabía que había un motivo para aquello.
Era la primer persona viva con la que podía hablar de fantasmas y eso supuso un alivio enorme a su carga.
—Agarrate bien que salgo.
Francisco arrancó, pedaleando y tambaleando, pero en seguida se estabilizó y tomó velocidad.
—Y dime Pancho nomás, no me gusta Francisco.
—¿Por qué? —preguntó Andrea riendo, aliviando un poco los brazos agarrotados.
—Me llamo igual que mi viejo, no me gusta.
Ella frunció el ceño mientras atravesaban la avenida esquivando un par de motocicletas. Él saludó un par de personas que caminaban por la otra vereda, llamándolos por el nombre y sonriéndoles con amabilidad. LE pareció bastante incómodo, porque en Palmar Chico todos se conocían, como una enorme familia en la que ella se sentía la oveja negra.
—Pero Pancho no me gusta, me hace acordar a los panchos —refunfuñó, refiriéndose a los hot-dogs. Él soltó una carcajada—. ¿Puedo decirte Fran?
—Obvio, che, si te queda mejor.
Hicieron dos cuadras en silencio, acompañados por el sonido del tránsito, la gente y los perros que les ladraban al pasar.
—¿Y qué vamos a buscar? —Francisco ya tenía la respiración agitada. Ella dio los hombros—. ¿Cómo que no sabes, che? Yo digo que podemos buscar al don Terra, debe tener un panteón llamativo, supongo, era uno de los más importantes de Palma.
Palma era el nombre cariñoso por el cual los lugareños se referían al pueblo. Andrea volvió a alzar los hombros, arrugando los labios.
Fueron casi quince minutos en bicicleta hasta llegar a una zona donde las casas se volvían más sencillas, las calles se volvían de tierra y los niños abundaban jugando en las calles. Había una plazoleta donde varios jóvenes estaban sentados en una esquina, debajo de un montón de árboles, enfrascados en sus teléfonos. Al final de la calle, una amplia zona con una parada de ómnibus y varias macetas con árboles pelados por el invierno les dio la bienvenida.
Francisco se detuvo, apoyando un pie sobre la vereda, frente al cementerio. No había cartel, solo la entrada con un arco blanco y rodeado por paredes altas y blancas. Andrea sintió el escalofrío de inmediato incluso antes de ver nada.
Habían varios fantasmas merodeando frente a la entrada y un par de manchas en el muro.
—Fran —susurró, tirando de la campera del muchacho. Miró al cielo, cargado de nubes anunciando que se acercaba otra lluvia pronto, luego al suelo de gravilla y por último al muchacho. Quería evitar el contacto visual con cualquier entidad—. No importa lo que pase o lo que haga, siempre tiene que parecer que no sé que existen o que puedo verlos. Sino me van a seguir y joder para que los ayude a trascender o lo que sea. Y a veces son muy molestos o violentos.
Él miró hacia la fachada, con los ojos muy abiertos.
—¿Viste alguno ya? —murmuró, acercándose a ella para que pudiera oírlo. Ella se movió incómoda por la cercanía.
—Varios... —Tomó aire—. Y un par de manchas. Quedate conmigo, ¿ta?
Francisco le hizo señas en silencio para que bajara para así dejar la bicicleta apoyada sobre la parte posterior de la parada de ómnibus. No se molestó en atarla ni nada, a lo que Andrea se preocupó que pudieran robarla, pero él pareció no darle importancia a aquello.
Le tendió el codo.
—Vamo'. Yo 'toy contigo.
Ella aceptó el brazo agradecida, temblando por dentro. Caminaron la pequeña distancia que los separaba de la entrada y cruzaron el umbral. El guardia que estaba sentado dentro de un pequeño cubículo a un costado los saludó con un grave "Oh". Francisco fue el que respondió mientras se internaban en el cementerio.
El silencio sepulcral los acogió con frío e incomodidad. Caminaron en silencio por los panteones, con las respiraciones haciendo vaho y Andrea aferrándose cada vez más a la única cosa que la mantenía firme en aquel lugar. Francisco le acarició con la otra mano los dedos helados para darle ánimos al sentirla tan tensa y asustada. Ella dio traspiés, al parecer esquivando algo, y él la sostuvo y la alejó. Miró hacia todos lados, pero no podía discernir nada de lo que le llenaba de pánico a Andrea.
—Hace siglos que no veía —dijo él intentando aligerar el ambiente—. Fue cuando murió mi abuela. El tata estuvo serio todo el rato, yo lloraba a moco tendido.
—¿Cuántos años tenías?
—Siete u ocho creo. Siempre me pregunté si a él no le dolía, pero de grande supe que sí, solo que a la iaia no le gustaría verlo mal.
Andrea esbozó una leve sonrisa de comprensión, una que él devolvió. Se detuvo en seco cuando dos fantasmas cruzaron frente a ellos, casi tan trasparentes como la vida que olvidaron. Pronto se volverían manchas, aferradas a sus tumbas junto a sus recuerdos abandonados. Con un temblor, miró el panteón a su derecha. No conocía ningún nombre.
—Mi iaia está acá —señaló él cuando retomaron la marcha.
Dieron un par de pasos y él se detuvo, mirando un arco de piedra con varias flores, estantes y placas de mármol. Habían muchos nombres y fechas que variaban dentro del 1900. Él le mostró una que tenía inscripto el nombre de Nibia Pintos cuya fecha de deceso había sido en el 2010.
—Está limpia —dijo ella soltando el aire e inclinando la cabeza.
—Gracias.
Francisco entendió de inmediato que ella se refería a que no tenía fantasmas o manchas. Él se quedó quieto, con la mirada fija y Andrea supuso que le decía algo a su abuela, por lo que esperó con paciencia a que él terminara.
Sin soltarle el brazo, miró alrededor buscando algo que la ayudara. En realidad, no sabía qué debía buscar y los fantasmas que merodeaban el lugar la dejaban muy nerviosa. Oteó los panteones que estaban cerca buscando algún nombre, pero nada le llamaba la atención.
—Vamo'.
Al fondo del cementerio había una pared con un panteón común, donde la gente podía dejar flores y oraciones a quienes habían partido pero no estaban enterrados allí. Era la zona con más manchas, así que Andrea tiró disimuladamente de Francisco para evitar aquel lugar.
Dieron la vuelta, caminando por el lado opuesto al que habían entrado para así ver un poco más mientras se rendían y decidían irse.
—No hay ningún Eusebio, nada —suspiró Andrea en voz baja. Pancho apretó los labio y asintió.
—Pobre Eusebio, pobre gurí.
La muchacha se detuvo en seco, con los vellos de la nuca erizados. Francisco también paró al sentirla tan tensa.
—¿Qué pachó?
Ella se giró despacio, con la mirada cargada de terror. Sus ojos dieron con un panteón grande, cuyo letrero central rezaba:
Baltazar Terra
Gran servidor de la comunidad
1880 – 1953
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top