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Andrea le teme a los fantasmas tanto como a los espacios reducidos. Ambos miedos vinieron en el momento en que quedó más de nueve horas atrapada en un viejo pozo en la casa de sus abuelos. Desde esa experiencia cercana a la muerte, comenzó a ver espectros en todas partes, entes que se habían olvidado de sus vidas, otros hostiles buscando venganza y algunos poseídos por tal maldad que se aferraban a los objetos o las personas y las consumía. A esos les tenía tanto miedo que muchas noches se quedaba sin dormir temiendo que alguno se aprovechara de su vulnerabilidad.

Y aunque sabía que quizá aquella maldición no tendría fin, trataba de vivir ignorando o disimulando. Temía los momentos en los cuales descubrían que podía verlos y la hostigaban hasta que lograba bloquearlos o desviarlos. Y lo hacía casi sin querer y después de momentos de mucha angustia y terror.

Por eso tampoco le agradaba la idea de volver a Palmar Chico, la pequeña ciudad donde había nacido y vivido sus primeros años de vida. Recordaba los cuentos de su abuelo sobre la luz mala en los campos, de espíritus errantes y sobre las casas más añejas de la localidad. También era volver a recordar el día en que cayó al pozo, ocho años atrás.

Por desgracia, su madre se había hecho con una oferta irresistible de una vivienda muy antigua. Andrea se había negado efusivamente, pidiendo casi de rodillas que la dejara vivir en Maldonado con su padre. Sin embargo él se excusó diciendo que tenía demasiado trabajo y que no iba a poder darle la atención que merecía, ya que al parecer el divorcio le había consumido mucho de sus ahorros.

Resignada y con el corazón apretujado en la garganta, apoyó la frente en el vidrio del auto mientras su madre ingresaba a Palmar Chico por la ruta principal. Las gotas golpeaban la ventana con suavidad, en esa llovizna fina y molesta, borroneando el contorno del arco de entrada que anunciaba el nombre del pueblo.

—Tus primos van a venir a visitarnos mañana —dijo su madre intentando sonar alegre para levantarle los ánimos, pero Andrea la ignoraba desde que habían salido de Montevideo, más de trescientos kilómetros atrás.

El fantasma de una mujer junto al arco hizo que se girara bruscamente hacia su madre, conteniendo el aliento. Frunció el ceño mientras repasaba en su cabeza lo que le acababa de decir.

—¿Qué primos? —indagó, confundida. El arco quedó atrás junto al espectro.

Eleonora soltó una risita.

—¿Cómo que qué primos? Emiliano y Julieta, los hijos de tu tía Eliana.

Andrea soltó una exclamación casi sin interés. Cierto, sus primos del campo. Con suerte los tenía agregado en facebook y solo se hablaban para saludarse de cumpleaños.

Un trueno hizo temblar los vidrios del auto y su madre miró hacia el cielo. Se quejó que justo ese día tenía que llover, pero Andrea no dijo nada más, volviendo la mirada hacia la calle. Por fortuna, no volvió a ver más fantasmas hasta que su madre se metió por los barrios y llegó a destino.

El frío fue el primero en recibirla así que bajó del auto, después fue la lluvia finísima que pinchaba. Frente a ellas, erguida sobre un terreno amplio cerca de las afueras de la ciudad, se erguía una casa de dos plantas. Tenía el techo cubierto de tejas viejas y gastadas, a tono con las paredes ajadas y llenas de enredaderas que se fundían con los ladrillos. Había un jardín lleno de maleza en el frente y un árbol desnudo se alzaba sobre la verja de madera como los dedos huesudos de una bruja.

Andrea soltó una grosería que su madre reprendió.

—Dejá de quejarte y andá a elegirte un cuarto. —Eleonora le abrió la puerta, la cual soltó el chirrido infaltable digno de una película de terror.

El olor a polvo y humedad las recibió con un golpe. Su madre tanteó la pared hasta dar con el interruptor que encendió una lámpara de araña cuya luz tintineó con pereza. El living se componía por un sofá viejo, paredes gastadas y una chimenea olvidada en un rincón. Sobre la izquierda, había una escalera de madera que tenía un par de escalones partidos.

—Me encanta —ironizó Andrea.

El ruido de la lluvia se oía amortiguado, como un llanto lejano. La muchacha suspiró y entró, apenas oyendo a su madre que le decía que iba por las valijas.

Entonces sintió el escalofrío, ese que le indicaba el frío típico de un fantasma cercano. Clavó los dedos en sus brazos cruzados en un intento involuntario de protección, mientras que por su cabeza pasaron mil y una situaciones escalofriantes. Tomó aire y subió haciendo mucho ruido con los pies para alejar el miedo, sin embargo así que llegó al rellano lo vio.

Desvió la mirada de inmediato, metiéndose en la primer habitación que estaba a la derecha. La presencia se movió junto con ella, metiéndose también pasando por encima de su cabeza. Andrea tembló mientras sujetaba el pomo de la puerta, áspero y frío al tacto.

El fantasma tendría más o menos su edad, no más de dieciocho, y flotaba con pereza casi pegado al techo, mirándola con interés y curiosidad. Eran raras las veces que se cruzaba con entes tan jóvenes ya que no solían tener asuntos pendientes, sin embargo los que había visto la llenaban de congoja por las penas que cargaban. Aterrada porque no sabía si podía ser maligno, o incluso uno de esos que podían tocar el plano material, entró a la habitación.

La ventana estaba parcialmente tapiada, pero la luz tenue del invierno se colaba con timidez revelando un dormitorio enorme y vacío, con el empapelado añejo ajado y sucio. Había un cuadro con la imagen de la Virgen María y el niño Jesús sobre la cabecera de la cama vieja de metal. Dejó la mochila en el suelo, que al golpearse levantó polvillo.

—Eh, mija, es bonito y la cosa, pero es el que suelo usar para pensar en la nada.

Andrea dio un respingo. No esperaba que fuera hablar, y la voz burlona y juvenil se coló por sus oídos así como el miedo por su piel. Se dio cuenta de su error con rapidez y se pasó las manos por los brazos fingiendo tener frío.

—No. Está helado —murmuró para sí, dando media vuelta y volviendo a tomar la mochila por un asa y arrastrándola hacia la habitación que estaba en frente. Abrió la puerta con un tirón y se encontró con otro dormitorio en similares condiciones que el anterior. Soltó un suspiro.

—Aquí practico tirar libros al suelo o mover cosas.

Le estaba costando ignorarlo, más por el tono de su voz que por la insistencia en seguirla. Tenía ganas de salir corriendo, pero si lo hacía él descubriría que podía verlo. Y no podía permitírselo, debía seguir como si él no existiera.

Arrastró su mochila hasta la habitación que estaba al lado. La voz de su madre, apagada desde el piso inferior, le preguntó si había encontrado algo interesante, a lo que ella respondió de forma negativa.

La tercer habitación era más pequeña y tenía un viejo cuadro sobre una de las paredes. Era una pintura de esa misma casa en un día de otoño, con un paisaje hermoso de hojas amarillentas y rojas que caían en el pequeño jardín frontal. Andrea se quedó mirándolo hasta que el rostro del fantasma atravesándolo la hizo soltar una maldición.

Entonces él se quedó quieto, flotando en el aire entre ella y el cuadro mirándola con los ojos marrones abiertos de par en par y la quijada caída del asombro. Andrea se tapó la boca con las manos.

—Me estás viendo —dijo él, con la voz ahogada echa un hilo. Alzó una mano y le tocó la punta de la nariz, a lo que la muchacha retrocedió sintiendo el hielo de su dedo—. ¡Por la Virgen Santísima, que me estás viendo!

Andrea respondió al fin al pedido de sus piernas de salir corriendo y lo hizo. Bajó las escaleras de dos en dos y se cruzó con su madre en el living, ignorándola cuando le preguntó si se sentía bien. Salió al exterior y la humedad de la lluvia que se había detenido la recibió en una neblina helada. El árbol de dedos de bruja la asustó, ciñéndose sobre ella muy distinto al del cuadro. La maleza, quemada por el invierno, le tapó los pies.

Tomó una bocanada de aire, jadeando aterrada.

—¡Ven acá, mijita! ¿Puedes verme? Dímelo.

Andrea, intentando conciliar la respiración y el pánico, sacudió una mano en el aire.

—Perdón, nunca he hablao con los vivos —soltó él. La muchacha podía sentirlo dando vueltas a su alrededor, con su movimiento que helaba aún más el aire frío del exterior—. Te entiendo si también es tu primera vez viendo un fantasma. Hasta yo me asusté.

Soltó una risita nerviosa que no la tranquilizó en absoluto. Tenía una sensación horrible en el pecho y sentía que se ahogaba, pero la necesidad de responder ante aquella efusiva ola de palabras emocionadas la ganó. Era la primera vez que veía un fantasma que se sentía feliz, curioso y emocionado a la vez.

—No —dijo ella al fin, apretando las manos en puños sobre el pecho. A decir verdad, también era la primera vez que hablaba con cualquier fantasma que se hubiera cruzado alguna vez—. Hace un tiempo ya que los veo.

Se irguió, con el temblor en el cuerpo y las náuseas en la garganta. Apretó los labios y se quedó mirándolo más de la cuenta, mientras él se quedaba a la espera, ansioso. Llevaba un pantalón corto con tiradores y una camisa manga larga, pero no tenía zapatos. El cabello, lleno de rulos, flotaba sobre su cabeza como miles de brazos de una medusa, y sus pómulos estaban cargados de pecas, como si estuvieran salpicados de tinta.

—¿Por qué te haces el burro choto? —indagó él frunciendo el ceño confundido, haciendo un mohín con los labios.

—¡Andrea! —Eleonora se asomó por la puerta con la expresión preocupada, a sabiendas que a su hija habían cosas que la hacían ponerse ansiosa desde el incidente con el pozo—. ¿Estás bien, hija?

La muchacha asintió con la cabeza, evitando titubear. La mujer la miró durante unos segundos antes de volver a la casa, diciéndole que no se quedara mucho tiempo afuera porque se iba a resfriar. El fantasma, flotando a su lado como la misma niebla, se quedó esperando sin molestarse con la interrupción.

Andrea tomó aire, cerró los ojos en un intento por tranquilizarse, y aflojó los dedos y el cuerpo. Cuadró los hombros y volvió a entrar ignorando al fantasma. Regresó al dormitorio con un suspiro y se sentó en el suelo, con la espalda contra la pared y la mochila en los pies. Se pasó las manos por la cara y cuando volvió abrir los ojos tenía al muchacho trasparente parado en la esquina opuesta del dormitorio, con los brazos cruzados y e inexpresivo. No dijo nada, simplemente se quedó allí aguardando, pero Andrea no sabía qué esperaba. Estaba acostumbrada a ignorar, así que eso hizo.

Agarró el celular del bolsillo de su mochila y se quedó tonteando hasta que los minutos de silencio se volvieron se volvieron insoportables.

—¿Qué tanto le ven a esas cosas?

Andrea siquiera levantó la mirada de la pantalla.

—¿Qué cosas?

—Esas, que llevan en las manos ahora. —Él señaló su teléfono apenas alzando un dedo entre los brazos cruzados—. La gente pasa por acá siempre con la cara metida n'eso.

—Es un celular —dijo ella con obviedad, levantando la cabeza y sacudiendo el aparato. El sacudió los hombros dando a entender que no tenía idea.

Entonces Andrea volvió a observarlo y él tomó aquello como una señal para acercarse. Se deslizó hacia ella y se sentó a su lado titubeando.

—¿No existían cuando moriste? —preguntó con verdadera curiosidad. El teléfono era su vida, su refugio. No lograba concebir una vida sin él.

El fantasma negó y sus rulos acompañaron el movimiento. Miró hacia adelante, con los ojos vagando en la nada.

—Hace tanto ya que toy aquí, que no me acuerdo qué era de mi antes de esto.

Pudo sentir el dolor en aquellas palabras y Andrea, por primera vez, se permitió sentir compasión por un muerto. Si iban a compartir la casa —la habitación mejor dicho—, debían al menos llevarse bien. Él no daba realmente miedo, y parecía no tener intenciones de ser hostil. Esperaba no equivocarse.

—¿Cómo te llamás? ¿Te acordás?

Él hizo una mueca y la miró divertido.

—Eusebio, ¿y tú?

—Andrea. —Intentó darle un empujón amistoso con el hombro, pero casi se cae al atravesarlo. Él soltó una carcajada que llenó la habitación y la hizo sentir abochornada.

—Mijita —le dijo él, con su acento del interior muy marcado—. Se nota que nunca le has prestao atención a los fantasmas.

Se tapó la cara, dejando el celular en el regazo y conteniendo una sonrisa cargada de vergüenza.

—Me dan miedo.

—Debería darte más miedo morir y convertirte en uno. Esto de estar medio vivo, medio muerto es horrible.

La sonrisa se borró de la cara de Andrea y el temblor del pánico volvió a apoderarse de su cuerpo. Habían terrores peores que a los fantasmas y a los espacios reducidos, y ella no quería siquiera pensar en ello. 

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