Los regalos perdidos de Santa Claus

Cada octubre lo defino como el mes de Halloween. Desde septiembre pienso en cómo celebrarlo, hago dibujos y un peregrinaje por distintos supermercados y bazares para decorar el interior y exterior de mi casa. Planeo menús degustación, me preparo un disfraz, monto una lista de spotify y me anoto en un excel con qué quemaré Netlix en compañía de mis gatos: Jack y Haley. Mi festividad favorita dura únicamente un día. Menos, si contamos con que comienza de noche, por más que lo prolonguemos hasta una pequeña parte del día posterior. Cualquiera podría creer que es por esto que considero injusto por lo que odio la Navidad. Es un factor importante, sí, mas no el único. Ni mucho menos.

Me llamo Natividad, nací el 25 de diciembre, en una fecha muy próxima a la que la mayoría de personas toman como reinicio de un año, aunque para mí eso sucede el 1 de noviembre, por Todos los santos, después de que las ánimas de los fallecidos y de los que vagamos por el mundo terrenal entrelacemos los dedos y quizás los destinos.

Desde que tengo uso de la razón, mis regalos de cumpleaños se alternaban por los propios de estas fiestas. Se ve que mis padres y Papá Noel se ponían de acuerdo para que ellos me obsequiaran con algo en los años pares y ese gordo no tan bonachón en los impares. A mi hermano pequeño, Pascual, le llegaban regalos por ambos eventos cada año. Ese nació de pie en Domingo de Ramos, esa fecha en que hay que estrenar algo y lo hizo con mi familia, con su amor. El muy puñetero me la arrebató. Cuando eres la mayor es normal tener celos al principio y sentirse mal por ello es el pan de cada día. Yo me mentalizaba para adorar al bebé y convertirme en un ejemplo a seguir , pero él hizo que pasásemos de ser nosotros tres a ellos tres. Me desplazó sin saber ni hablar. Ahí es cuando comprendí que mi declive se había acelerado y que lo de los regalos era incluso lo de menos.

Como para él todo eran cariños y atenciones, mientras que a mí me ignoraban como si tuviera alguna enfermedad crónica muy dolorosa y contagiosa, me di cuenta de que solo tenía dos soluciones: matarlo o desaparecer yo. Lo sé, una opción parecía mucho más heavy que la otra y, aun así, me costó tomar una decisión. Al final lo hice durante el momento idóneo para ello. En mi decimosexta celebración de Samaín, maté a mi hermano y, después, me adentré en el bosque. La combinación era la solución.

No recuerdo cómo lo hice para llegar a ese destino incierto que fue mi cobijo. Tengo una laguna que me impide saber qué recorrido o vivencias surgieron ni qué fecha era. Solo sé que terminé en un lugar donde Samaín se celebraba durante una semana, que era un pueblo con la mayor de las ferias con respecto a ese evento y que todos lo adoraban tanto como yo, aunque quizás de un modo diferente. Esa es al menos la sensación que me dio después de trabajar como asistenta interna de la única mujer capaz de repetir disfraz cada edición, la única para la que estaba disponible el rol de bruja, quizás por alguna norma no escrita. A los pocos días de llegar me di cuenta de dos cosas. La primera es que de algún modo ella sabía lo mío, aunque no se lo había contado y mis padres no me estaban buscando porque no había salido en ningún medio de comunicación. Incluso las búsquedas por mi nombre completo en Google dieron cero coincidencias y, si debiera hacer caso al dicho célebre, eso implicaría que no existo. La segunda es que es mejor no hacer preguntas y no porque yo misma tenga algo que ocultar, sino por la razón que me hizo separarme de ese lugar que podría haber sido un paraíso: algo me aterrorizaba, por más que no pudiera explicar qué. Pudiera ser un miedo irracional infundado. Aguanté diez años a las órdenes de mi jefa. Ella era estricta, pero también amable y generosa. Al marcharme, me deseó todo lo mejor.

Desde que cometí lo que tildarían de atrocidad a cambio de mi libertad, mi vida pegó un giro de 180 grados. Tras la década de trabajo bien remunerado, con manutención y techo, tenía bastante dinero ahorrado, así que, me establezco en un pueblo pequeño y tranquilo con las prestaciones mínimas para ser feliz: cafetería, supermercado, farmacia y centro sanitario. La morada me sale casi gratis y, para el resto de gastos, sé que puedo apañarme por un tiempo, aunque enseguida encuentro trabajo como limpiadora de una empresa que trabaja para el turismo rural de este y otros pueblos cercanos. Ponen a mi disponibilidad vehículo propio. No he conducido en mi vida, pero eso no tienen por qué saberlo. Tengo un carnet que certifica que estoy capacitada para ello, cómo lo conseguí, no importa. Digamos que hay hombres muy simples a los que engatusar para obtener objetivos de forma acelerada.

Estamos a mediados de noviembre, demasiado próximos a la Navidad según los anuncios y las calles. Cuantas más luces encuentro, más apagada me siento. Los árboles, las decoraciones variadas, me traen recuerdos que no logro borrar ni con unas cuantas copas. Lo sé porque insisto. Soy borracha ocasional. Alcohólica estacional. Los whiskies vuelven a mí por estas fechas, como el anuncio del turrón. Llamémoslo x, sin escribir mass después, por favor.

Hoy, todavía no me ha pegado la bajona y en lugar de estar en el bar o vaciando alguna nueva botella en mi casa, estoy en la cafetería, apoltronada en la barra. Estoy atenta a un programa de televisión en el que están hablando de pueblos preciosos y nevados.

—Ah, yo soy de allí —dice alguien en voz alta con un acento encantador.

Se ve que me giro de un modo demasiado precipitado y que ella estaba más cerca de lo que pensaba, que le tiro todo el café encima.

—Ostras, lo siento. ¿Estás bien? —Cojo un par de servilletas de la encimera y se las cedo para que se limpie la camisa, que encima es blanca, como esos paisajes que estaba viendo proyectados. Ella se frota un poco y yo, nerviosa, le digo que le pago la tintorería o una camisa nueva.

Se va al baño un momento y vuelve con una chaqueta cerrada e imagino que, de algún modo, ha hecho una bola con su camisa y la ha metido en el bolso.

—Soy Noel —se presenta, ofreciéndome una mano.

—Yo Natividad.

—Lo sé -—me quedo contrariada y sigue hablando—. Sé que ambos nombres tienen el mismo significado. Es una bonita casualidad, ¿no crees? Las dos representamos la Navidad.

—A decir verdad, no es así en mi caso, por eso, ya que no he tenido suerte, he llamado a mis gatos de un modo más apropiado con aquello por lo que late mi corazón.

Esa mujer de unos treinta años, menuda y de rasgos únicos siente curiosidad y me la llevo a casa. Allí la invito a tomar unos tallarines con nata y conoce a quienes son mi única familia. Hablamos de las dos festividades que nos han traído hasta aquí, limpio su camisa y ella mis impurezas con sus labios. Desde esa invitación, no vuelve a salir de mi techo, que ahora es también suyo. Ha sido todo tan precipitado que no lo entiendo, más instantáneo que las imágenes impresas de una polaroid. Por primera vez, desde que la conozco, no me incomodan esas fechas que se aproximan e incluso reconozco que estoy ilusionada en cierta medida. A una semana del día de Nochebuena me hace una proposición.

—¿Me acompañarías a mi pueblo? ¿Vendrías hasta Finlandia?

—Por supuesto, cuando quieras.

—Debe ser cuanto antes. me debo a los demás y tengo que hacer mi trabajo. No será por mucho tiempo.

—¿Eres funcionaria?

—Algo así. Ya lo verás.

Arreglo los asuntos de mi trabajo y me sorprende lo fácil que es renunciar a él para cuando finalicen las vacaciones que había solicitado durante esas fiestas en las que mi celebración, de no haber conocido a mi novia, iba a haber consistido en encerrarme en casa y fingir que estamos en el último día de octubre una jornada tras otra.

En Laponia nos recibe alguien a quien no entiendo cuando habla. Es un hombre bastante bajito, quizás sufre de enanismo que no sé hasta qué altura abarca, y lo noto exaltado. Después de que él y Noel intercambien unas cuantas palabras, nos monta en un coche todoterreno con grandes cadenas y nos lleva hasta una casa en mitad de la nada. Entramos por un lateral en lugar de utilizar la puerta principal veo que tienen varios renos a los Noel saluda y da chuches uno por uno.

Al llegar al salón, nos sentamos frente a la chimenea y me ofrece un chocolate caliente. Cuando vuelve con él, me dice:

—Supongo que ya te has dado cuenta.

No tengo ni idea de lo que habla. Me señala unos sacos enormes repletos de cartas y me dice: —Tengo que leer todo eso y seleccionar como mínimo el regalo que sepa que más anhela cada uno de los que me han escrito. Suelen ser niños, los adultos pierden la ilusión y aseguran que no existo. Olvidan que fueron felices con mis obsequios, que desearía que mi magia fuera más fuerte y poder ayudarles por siempre, pero no soy una diosa.

—¿Estás insinuando que...?

—No es una insinuación. Soy Noel Claus. Sabes cómo me conocen fuera...

—Pero si deberías ser un señor gordo barbudo. El puñetero Papá Noel que se acordaba de mí solo de vez en cuando. Si lo tuviera delante iba a ver ese...

—Me tienes delante. ¿Cumples ahora tu amenaza?

-No, no. Me creo que te llames así, que vivas en Laponia, tengas renos y hasta un montón de correo acumulado fuera de tu bandeja de entrada electrónica, pero tú no puedes ser Papá Noel.

—Soy Mamá Noel. La publicidad y el machismo han creado esa distorsión. Nunca hubo un hombre en mi labor, fui siempre yo. Por eso soy Santa Claus.

—¿No es por San Nicolás? ¿El Claus no viene de ahí?

—Es mi apellido. Se me nombró Santa hace siglos y, por alguna razón, se extendió unido a él en lugar de usar el nombre.

Me explica que la tradición ha sido la de utilizan San para hombres y Santa para mujer, que la suya era la única excepción y que eso dotaba de más fuerza el cuento que propagan los poderosos, aquellos que no merecen ni el carbón que dicen que es propio para los niños que se portan mal.

—No hay niño genuinamente malvado, Natividad. Tú tampoco lo eras cuando huiste. Yo te ayudé. Creé una visión para que lo hicieras sin llegar a sobrepasar ese límite que te habría cambiado. Hice un pacto con tu cuidadora y mentora, fue algo especial. No ha sido ni será la única colaboración entre seres mágicos. Hoy por ti y mañana por mí, siempre que no interceda en los planes y objetivos que tenemos.

Es así como descubro que siempre me ha cuidado, que nunca me dejó de lado en estas fiestas en las que todos dicen que es más necesario que nunca sentirse arropado y querido. Ahora lo hago, soy la novia de Noel Claus y, aunque su poder es finito, es lo bastante grande como para tener el don de la juventud eterna y tomar la apariencia que desee mientras cumpla ese trabajo que tanto adora. Con su magia, durante una noche, es capaz de hacer un poco más felices a quienes creen en ella. Para que no haya usurpadores de sus obsequios poniéndose medallitas, crearemos juntas un sistema secreto por el que todos los niños puedan saber la procedencia del regalo y no tengan idea de cómo les ha llegado esa información. Creo que nací para eso, para formar parte del milagro de la Navidad.

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