Envidias y ambiciones

En Vilaperdoa se percibía a Teodosio como a alguien muy trabajador. Siempre se esforzaba tanto que se le reflejaba el cansancio en un rostro sin brillo y con unas ojeras con las que parecía un panda, animal por el que no tenía especial simpatía. No solía socializar demasiado con los vecinos a pesar de que tenía don de gentes y eclipsaba con dos palabras. Hablaba lo justo con ellos si coincidía en algún lugar y, sin embargo, lo admiraban. Su elocuencia era el pasatiempo predilecto de quienes tenían la fortuna de compartir con él los trayectos en autobús hasta Andín, el pueblo más próximo, donde estaba el laboratorio en el que trabajaba.

Teodosio tenía la certeza de que siempre sería una sombra. La de Brisa en concreto. Ella fue quien lo desbancó como el primero de la clase y la que dijo ver su talento y sus ganas de comerse el mundo cuando ambos se licenciaron de la universidad. Le resultaría imposible olvidar que, si no le expulsaron, fue por ella.

Aquel día tenían un examen de física. Teodosio pensó que la única manera de superar a su compañera era copiando, así que se preparó una chuleta con todas las fórmulas y la escasa teoría que entraba en ese primer parcial. En un papel que podía cubrir con su mano sin problemas se había impreso en letra diminuta todo y lo había plastificado para que no se borrase la tinta. Si hubiera sido más cuidadoso, no habría entrado en pánico cuando repartieron las hojas y no tenía ese pedacito de sabiduría en el que confiaba más que en su memoria. Al finalizar esa prueba, cuando se encontró con Brisa, esta le extendió lo que había perdido en la mano.

—Deberías tener más cuidado con estas cosas. Se te había caído. Menos mal que lo he recogido yo que no soy vegana y no voy a asustarme por una chuleta —le dijo entre risas.

Su chiste era horrible y aun así forzó una mueca para mostrar una sonrisa de agradecimiento. No podría haber sentido más humillación. Fue descubierto y salvado por aquella a la que quería vencer a toda costa.

A través de ella consiguió ese curro como su ayudante, para que juntos lograran llegar a lugares inalcanzables, para que, a través de su ciencia, hicieran mucho más que probar qué maquillajes y geles de ducha eran aptos para humanos. Ella deseaba dar con curas, a él le parecía exagerado y que se les iría de las manos sin un gran equipo que se dedicase a eso. «Una actividad como esa no puede ser un hobbie». Le expresó, sin darse cuenta de que se estaba quedando fuera. Consideró que era una fanfarronada y no la tomó en serio.

Llevaba toda la vida odiándola en secreto, desde el mismo instante en que, a mitad de instituto, ella y su familia se mudaron al pueblo. En cuanto la conoció, vio que era alegre, dicharachera y muy inteligente. Estaba bendecida por un nombre que evocaba un airecillo agradable, incluso refinado. En mitad de él, incluso, se encontraba la risa, una cualidad inseparable de su persona.

Al conocerla, le llamó la atención no solo por venir de fuera, cuando normalmente eran los de su pueblo quienes emigraban, sino por su desparpajo y porque daba la sensación de que destacaba en cualquier disciplina, deporte o actividad sin esfuerzo. Perdió la corona de ese reino que le había pertenecido a él hasta su llegada, por eso decidió fingir que sería su mejor amigo. Si no iba a ser el primero de la clase, ni de ningún otro lugar donde hubiera cualquier tipo de competición donde también asistiera Brisa, la observaría sin cesar. Se tomó tan en serio que debía ganarse su confianza para meterle una puñalada trapera, que todos creían que eran grandes amigos. Los mejores del mundo. Parecían inseparables. Cada vez que había que formar parejas, la suya lo estaba de antemano. Él jugaba un papel y todo era por interés. Se negaba que fuera cierto que hubiera sentimientos buenos hacia ella, porque dentro de sí habitaba el monstruo de la envidia. Quizás un germen, pero uno que la había ayudado en varias ocasiones tan solo para que su golpe fuera mayor al caer. Entonces él brillaría como la estrella que era. Lejana y desconocida ahora, pero admirada cuando fuera descubierta.

Para Teodosio, que se tiró tres décadas al lado de la persona a la que más detestaba, viéndola más que a cualquier otra, resultó agotador. Que entre medias de todo ese tiempo creyera haber conocido al amor de su vida y que, según él, le fuera arrebatado por la mayor maestra de aikido, no hacía más que echarle vinagre a las heridas de su alma. Por supuesto, él no era un persona normal y, cualquiera en su situación se habría dado cuenta de que, en realidad, lo que le sucedió fue que no era capaz de ver que nunca fue mutuo con la chica que le gustaba. Si no hubiera existido Brisa, se habría ido con otra persona o estaría sola, tan feliz. Jamás lo hubiera escogido a él más que para sus chistes. Su humor era extraño y frecuente, así como sus meteduras de pata, de las que él no era tan consciente como los demás, por la valoración en que se tenía.

Estaba harto por pequeños detalles que había ido anotando y releyendo de vez en cuando para alimentar su rencor. Eran chorradas sin importancia que cualquiera hubiera obviado, porque jamás había maldad ni intencionalidad en las palabras o acciones de Brisa, pero él no lo percibía de ese modo. Su listado mental por el que intentar fastidiar a lo grande a esa compañera no dejaba de aumentar. Eran ambos brillantes, pero siempre estaba un escalón por debajo, mirándola desde ahí. Se sentía inferior y no había psicólogo que pudiera haberle hecho modificar su parecer si hubiera acudido a uno, porque él no estaba dispuesto a cambiar, a curarse de su desequilibrio, de ese complejo que dirigía todas sus maniobras.

La única vez que se atrevió a acercarse al dojo con Brisa, para una sesión de prueba, cometió tal ridículo se le quitaron para siempre las ganas de practicar artes marciales o probar cosa alguna que sonase a oriental. La moda del sushi, o de tantas otras cosas que cada vez calaban más, no hacían más recordarle cómo él fue su mayor enemigo. Al poco de comenzar la clase, se le desabrochó el cinturón, se le cayeron los pantalones, los pisó cuando pretendía emular un movimiento del sensei y besó el tatami mientras mostraba al resto de compañeros sus calzoncillos largos de felpa. Todos se rieron por la manera de caer, como en cámara lenta, junto con lo estúpida que fue la situación. El culmen fue su nulo sentido del gusto para la ropa interior. Sin embargo, el episodio quedó en algo anecdótico de lo que apenas se habló, aunque se quedó grabado a fuego en la mente de Teodosio, sobre todo por las palabras de Brisa mientras se partía: «me recuerda a los de mi bisabuelo».

Aunque era científico, creía en cosas sin evidencia alguna. Opinaba que la superstición no era más que ciencia aún no demostrada, que la religión eran historias para las que había que investigar hasta dar con ese elemento que nadie pudiera negar. Se trataba de una cuestión de tiempo, de realizar más experimentos con los que sustentar aquello que él mismo y tantas otras personas en el mundo sostenían con el miedo o la fe. Por eso, estaba convencido de que su maldición estaba unida a su nombre y que, tarde o temprano, le pasaría factura y tendría que vivir esa maldita condena de ser un don nadie.

Si en lugar de Teodosio, con ese dos ahí en el centro, escondiéndose en mitad del camino con un chaleco amarillo fosforito, se hubiera llamado Bruno, todo hubiera sido diferente. Dicen que los últimos serán los primeros y, aunque sea mentira, están tan acostumbrados a pertenecer al fondo que modifican posiciones continuamente y no creen que merezcan más. Se conforman con lo que siempre han tenido a su alcance. Los del montón son mayoría, por eso se les llama así, pero él podría haber sido la elite de no tener esa especie de hechizo vinculado a su persona a través de un apelativo que, por mucho que se cambiase, había quedado impregnado en su ser. Su futuro desde su nacimiento estaba delimitado por una mala decisión de sus padres.

Teodosio luchaba internamente por aquello que quería alcanzar y lo restringido que se veía por ser siempre el segundo en todo. Sus ambiciones se verían frustradas por su imposibilidad de ganar. Los vítores y grandes recompensas, las oportunidades y el ascenso sin límites son para el primero. Ser el segundo es un recordatorio constante de todo lo que podías haber agarrado con tus manos y nunca será tuyo. Quedar el tercero ya tenía que suponer motivo de suicidio, aunque opinaba que era un número más redondo por toda la representación a su alrededor tanto en cuestiones científicas (leyes de la termodinámica, de la robótica, estados de la materia...) como por creencias más espirituales como los tres monos, los tres deseos, los Reyes Magos o las parcas; además su objeto preferido, como el de la sirenita, era el tenedor y se lo imaginaba como si fueran tridentes en miniatura. Pero el dos, ese segundo puesto, el suyo, consideraba que era un eterno perdedor, aquel al que llaman cuando al primero le pilla mal. Un sustituto, reemplazo o asistente, nunca la estrella que más brilla, solo la aledaña.

Estaba harto de que su nombre no fuera en los encabezados, de que nadie se acordase de él en su cumpleaños, de que nadie quisiera celebrar los pequeños logros a los que llega a tener acceso. Todo pequeño, diminuto por no ser la figura destacada, por ser un segundón.

Él, amante de los refranes, por mucho que se contradigan entre sí, opinaba que las venganzas se sirven en plato frío. Pese a que para que existiera dicha vendetta debería haberse dado intencionalidad por parte de la persona de la que desquitarse, Teodosio estuvo durante años recreando diversos escenarios en su mente, barajando y descartando ideas.

En el momento en que al trabajo normal se unió la investigación adicional que Brisa llevaba de manera paralela y por la que se quedaba horas extras en el laboratorio, pensó que tenía que sabotearla como fuera.

Cuando Teodosio vio que el comportamiento de su «amiga» era diferente, le preguntó a qué se debía ese tiempo adicional que pasaba entre probetas y cálculos en solitario. «Como no querías que hiciéramos cositas extras juntos, ya lo verás y alucinarás», fue la respuesta de ella. Ese misterio que se traía le provocó varios episodios de insomnio y también de ansiedad. Buscó durante semanas papeles y cuadernos con pistas sobre qué era lo que Brisa se traía entre manos, pero ella se llevaba sus anotaciones cada día de vuelta.

Un día, Jaspe, el hámster que ambos cuidaban y al que el resto del equipo siempre había considerado como un ratón experimental más, murió de manera repentina. Al final, sirvió para lo que todos aquellos habían deseado. Se experimentó con él una vez su corazón se detuvo. Brisa apareció con una jeringuilla y le inoculó un líquido de color blanco, bastante espeso. El efecto de ese brebaje misterioso fue el motivo por el que todos creyeron, por unos instantes, que estaban soñando, bajo el efecto de las drogas o hechizados. Las explicaciones sobre qué ocurrió estaban tan llenas de incredulidad como de entusiasmo. Los trabajadores del laboratorio salieron aquel día comentando que la mascota de sus jefes había vuelto a la vida tras cruzar la línea que separa a vivos de muertos.

Hicieron falta semanas de observación para comprobar que, en apariencia, Jaspe era el de siempre. A excepción de que estaba menos activo y pasaba más tiempo durmiendo. En ocasiones también se quedaba mirando un punto fijo, paralizado. Por lo demás, era totalmente normal y no tenía ninguna dolencia, incluso le había vuelto a salir un incisivo que perdió por morder un barrote un día que no tenía comida y que nadie hacía caso a sus chillidos. Lo ignoraron al pensar que se trataba de uno de tantos momentos en que quería llamar la atención para recibir mimos en la barriga o que le rascasen la espalda con el canuto de un bolígrafo de plástico de los más baratos del mercado.

Tras el éxito con la mascota oficial de los líderes de ese laboratorio, el siguiente paso fue el de realizar la prueba con otros ratones que morían o a los que habían sacrificado para hacer experimentos con ellos extrayendo sus tejidos. El resultado fue igual de satisfactorio. Todos ellos tenían una regeneración total y volvían a la vida intactos. La única diferencia era la misma que con Jaspe: aumento de las horas de sueño y algún que otro episodio de congelamiento mirando un punto fijo.

A partir de ese momento, Brisa acudió a varios domicilios como resurrectora de mascotas. Lo hizo con ayuda de Teodosio que le echaba un cable a la hora de escoger los desplazamientos mediante entrevistas fugaces con los interesados. En todos los lugares la recibieron con gran esperanza y se despidieron de ella colmándola de elogios, sonrisas, regalos y buenos deseos. Los efectos secundarios con perros, gatos, hurones, pájaros e incluso con animales de granja, que se libraron del sacrificio por miedo a posibles efectos adversos si llegaran a consumirse, eran los mismos que con los ratones. Mirada perdida ocasional y un incremento del reposo para recargar las baterías. Detalles sin importancia. Parecía todo demasiado bueno para ser real.

—Tenemos que dejarnos de caridad y sacar tajada de esto. Podríamos abandonar para siempre el otro trabajo —expresó Teodosio con un vaso de café entre sus manos, sentado en una silla del laboratorio.

—Si el Estado nos apoyara y tuviéramos una red detrás que valorara cada caso del mismo modo que hacemos nosotros ahora, me parecería bien. A la escala actual sería como engañar a nuestros vecinos.

—¿Qué? Pero si es gracias a la nigromancia que sus animales van a ser tan eternos como lo decidan. Es el futuro.

—Es algo aún experimental y se han prestado sabiendo que podría haber consecuencias. Desconocemos qué podría suceder a más largo plazo con los reanimados. Igual que nunca hemos actuado demorándonos más de un día desde el fallecimiento ni hemos repetido el procedimiento con ningún sujeto —explicó Brisa.

Ambos sabían que en algún momento serían tan populares que les llegarían llamadas de desconocidos mucho más allá del área que controlaban. También que en algún momento se encontrarían en la tesitura de tener que actuar en un humano. Teodosio estaba deseándolo; Brisa lo temía.

Él quería arrebatarle los méritos. Estaba convencido de que funcionaría, que serían una especie de dioses, con perdón de los que dirigen desde arriba, pero no se le ocurría una palabra mejor para unos creadores de vida. Se aprovecharía de su conocimiento hasta tener la fórmula, haría que desapareciera para siempre y daría una comparecencia lamentándose en público por la pérdida de su amiga. Comentaría que la había puesto al frente de aquello para lo que ambos habían estado trabajando tan duro porque es mejor tener una cara visible que dos.

Para desprenderse de ella tenía que esperar una señal. No quería arder en el infierno por toda la eternidad. Entendería como el permiso y perdón de Dios algo que le indicase que podía proceder. Se echó el tarot a sí mismo y le salió la carta de la muerte. Su significado estaba claro: Brisa sobraba.

Al no existir un telesicarios ni formar él parte de ninguna mafia, le tocaría mancharse las manos de sangre. Por una parte, lo prefería. Se aseguraría de ello sin que le birlasen el dinero y adiós muy buenas. Por otra, sería su primer crimen y no sabía si estaba preparado para cometerlo. Una cosa era imaginarlo y otra muy distinta atreverse a ello.

Finalmente, un día que sabía que Brisa estaría de Rodríguez, se coló en su casa a hurtadillas con un cuchillo grande de chef entre sus manos. Se la encontró de espaldas, en la cocina, con unos grandes auriculares bailando de lado a lado frente a los fogones. Se lanzó a apuñalarla con tan mala suerte que ella justo se agachó de golpe para revisar el bizcocho que tenía en el horno cuando él se tropezó con su cuerpo. De algún modo se las ingenió para clavarse a sí mismo el cuchillo en una pierna a la vez que estampaba su cara sobre una sartén en la que había un salteado de verduras que le abrasó el rostro. Brisa, asustada, y sin saber que se trataba de él, fue corriendo al sotáno para llamar a la policía. Creyó que allí estaría a salvo hasta que llegaran, cosa que no sucedería porque no había cobertura. Para no alertar de su posición a quien se había colado en su casa ni siquiera encendió la luz. Los días eran tan cortos en esa época del año, que no se veía nada pese a no ser ni las ocho de la tarde. Ella controlaba dónde situarse y dónde estaba todo debido a su costumbre de pasar tiempo en ese lugar relajada con sus frascos y sus libros. Muchas veces incluso se quedaba dormida en una cómoda butaca reclinable que utilizaba para relajarse o buscar respuestas. Por eso, cuando él llegó cojeando con la pierna malherida y la cara achicharrada, no supo que se trataba de Teodosio. Su vista no se había acostumbrado a esa oscuridad. Detectó una sombra y la atacó haciendo uso de sus movimientos de aikido, para aprovechar la diferencia de tamaño, peso y, probablemente, fuerza contra ese hombre al que derribó con facilidad. Después, cuando comprobó que no se movía, accionó el interruptor y descubrió a quién había dejado fuera de combate y prácticamente muerto. Quería preguntarle muchas cosas y no sabía si resistiría hasta que acudiera ayuda. Ella no era una experta en primeros auxilios. Así, decidió inyectarle ese mismo producto aún en periodo de pruebas que consideraba que estaba verde todavía para ser testado en humanos. No hacía mucho que había comenzado a usarlo en animales con enfermedades crónicas o casos graves de accidentes de mascotas. Todo casos irreversibles de sujetos destinados a morir. Es decir, su experimento era un éxito incluso para quienes no habían fallecido. Si por ejemplo el hígado estaba destrozado, se reconstruía lo suficiente como para funcionar; si les faltaba una pata, volvía a crecer sana. Era un producto milagroso. Estaba desesperada. En animales todo había ido como la seda y un humano no dejaba de serlo también. ¿Qué tenía que perder?

Pasaron los cinco minutos que tardaron en despertar o recuperarse los anteriores sujetos. En Teodosio no se apreciaron cambios. Brisa, sentada en el suelo, a algo más de un metro de distancia, siguió observando inquieta. Poco antes de que se cumplieran las dos horas, las heridas ya se habían cerrado, trataba de levantarse y soltó un rugido.

Siempre había querido ser el primero en algo desde que ella llegó. Fue el único caso de un humano reanimado con ese brebaje. Un gran fracaso. La ironía siempre estuvo del lado de Teodosio. Él siempre quiso ser especial y convertirse en el número uno. Finalmente, fue el paciente cero. El inicio de la invasión zombi que asoló el mundo entero y dio paso a su destrucción y a un nuevo renacer. Quizás, ahí podría ser el número uno.

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