Artu y las reinonas de Camelot
Uther estaba harto de sus descendientes. Había intentado por todos los medios que Morgana fuera una señorita de la que solo se hablara sobre lo delicada que era y lo mucho que le importaba el reino en el que gobernaría quien nació con el apellido de Pendragon sin que tuviera que otorgárselo a posteriori. Ninguno de ellos sabía cumplir con su deber y andaban de fiesta en fiesta. Se les conocía en toda Gran Bretaña por sus visitas a los pubs donde actuaban y se emborrachaban juntos, en compañía de esos amigos a los que Uther metió dentro de su castillo para formarlos como caballeros de la corte o como criados.
Él, que incluso había sido el verdugo del primer marido de la mujer con la que se casó, y que supo ocultar tanto su culpa como el hecho de que la niña con la que llegó a casa era suya y no de la víctima, porque llevaban tiempo siendo amantes a escondidas, no entendía que la carne de su carne fuera tan díscola. Intentó en numerosas ocasiones meterlos en cintura, pero cuantas más noticias llegaban de las giras de «Artu y las reinonas de Camelot», más enfermo se ponía. No entendía a santo de qué se maquillaban así, porqué se ponían esos vestidos, qué era lo que había llevado a esas personas a resultar tan extravagantes e histriónicas y, sobre todo, por qué se habían vuelto tan populares por caminar sobre plataformas, mover el culo y soltar discursos que estaban en las antípodas de aquello que él defendía: los modelos de familia tradicional con la perpetuación de las tareas de cuidados, crianza y limpieza para las mujeres. Creía también en las diferencias entre clases sociales y lugares del mundo en que residieran, de manera que le parecía mal que se gastasen recursos en aquellos a los que consideraba inferiores. Durante unos meses no les permitió la entrada a los suyos y sus amigos en casa y, finalmente, cuando se imaginó que no sólo basaban su espectáculo en el transformismo, sino que los dos Pendragon más jóvenes estaban liados por algunos datos que habían llegado a sus oídos, los desterró, inventándose que habían atentado contra su propia vida, la del monarca, en quien nadie creía y que era una figura obsoleta.
En siglos anteriores, con un mayor desconocimiento de la geografía, hubieran buscado la isla legendaria de Ávalon. Ahora, sabían que su hogar como exiliados se encontraba en Escandinavia. La última noche, antes de partir, Artu y sus camaradas se pillaron una última cogorza. Habían comprado un barco de segunda mano a un viejo marinero retirado y también algunos mapas con rutas marítimas y puntos de referencia para no perderse, ya que en alta mar no funcionaría internet para consultar dónde estaban. Ninguno, salvo Merlín, tenía idea de cómo navegar, o eso aseguraba él, que era un mago del engaño. De alguna manera, tenía permisos que parecían legales para llevar un barco y una tripulación a su cargo que pensaba que hoy en día, muy mal se tendría que dar la cosa como para ser engullidos por el mar y que no se las pudieran arreglar con una embarcación moderna, sólida y llena de botones.
Merlín y el resto de personas a las que guiaría rumbo a una nueva vida, o a un nuevo destino, donde siguieran llevando la misma, pues eran admirados por las masas de todos los rincones del mundo y nadie se había tragado que fueran unos delincuentes, unos traidores a su nación, corrieron hacia su medio de transporte. Artu se quedó atrás echando la pota junto a unos contenedores. Después, en el muelle, en lugar de ir hacia su barco, se despistó y fue en dirección contraria. Algo brillante que estaba clavado sobre lo que parecía una extraña roca le llamó la atención. Tiró con fuerza y hasta le dio la sensación de que esa piedra sangraba según se descubría una espada pulida con una hoja dura, ligera y muy afilada de color azul celeste que tenía unas letras grabadas en un bañado de oro en las que se podía leer «Excálibur». Artu se lo tomó como que era el nombre de esa arma que no tenía intención de usar, sino que guardaría con cariño porque siempre le habían atraído y esa era particularmente bonita, desde su punto de vista.
En la cubierta del barco fardó un poco de su nuevo tesoro y después se echó a dormir. Para cuando se despertó, Gawain, el más serio e inteligente del grupo ya había estado aprendiendo cosas acerca de cómo manejar el barco por si tenía que cubrir o asistir a Merlín. Pércival, que estaba locamente enamorado de él, no se le había separado ni un momento. Morgana había comprobado y hecho inventario de los alimentos y barriles de alcohol de la despensa para ver si todo se correspondía con lo que habían comprado y calculado antes de partir y que tuvieran más que de sobra para todo el recorrido, contando con que eran una pandilla de borrachos y glotones. Lancelot había estado muy ocupado contándole chistes malos a Ginebra, su prometida y ex-novia de Artu, que abrazaba la soltería desde el momento en que ella le dejó por diferencias insalvables. Y tanto Tristán como Isolda estaban desaparecidos, seguramente haciendo el amor sin parar en su camarote, como cada vez que iban a un sitio nuevo. El día en que Artu les contó a todos que fluía entre los géneros, la pareja le contestó que para fluidos los que ellos dejaban en cada nueva cama donde tenían el placer de acostarse.
Pasó una semana en la que ninguno tenía idea de cuándo llegarían ni si estaban en el rumbo correcto. Lo que hacían, más que tratar de preocuparse en si surgirían problemas, era vivir la vida a tope, dentro de las limitaciones del barco. Practicaban de vez en cuando para cuando volvieran al espectáculo, pero sobre todo a lo que se dedicaban era a encadenar melopeas y andar dando tumbos sobre ese suelo que se movía de verdad, hecho que les hizo mucha gracia, acostumbrados como estaban a decirlo en tierra firme. Descontaban el momento de llegar. Según los cálculos de los tres que iban junto al timón, aún les faltaría un buen trecho, aunque ni ellos estaban seguros de dónde estaban, ni cuánto se tardaría en llegar a Oslo al ritmo al que se movían. En mitad de una de esas exploraciones en búsqueda de algo que les guiara antes de que fuera de noche y pudieran hacerlo a través de las estrellas para reconducir sus pasos si habían sido erróneos, Sir Pércival divisó algo desde el catalejo que confundió con un islote al que todos se dirigieron para tratar de reabastecerse y coger fuerzas durante al menos dos o tres días.
Cuando estuvieron casi posándose encima, el falso islote se levantó y observó el barco con dos ojos enormes de color carmesí, extendió uno de sus tentáculos y se dirigió a la tripulación.
—Soy Kraken, alguien me hirió y gracias a un héroe desconocido hoy me encuentro con vida. Cuando por fin mi preciosa cabeza hubo cicatrizado —comentó señalándosela con un tentáculo—, seguí el olor de mi propia sangre a nado hasta dar con este barco. Busco al portador de la espada que se utilizó contra mí.
—Artu, hermano, creo que hablan de ti —espetó Morgana que estaba asomada junto al resto de sus colegas.
—¿Que yo hice qué? —Preguntó Artu, convencido hasta ese momento de que su Excálibur había venido de una roca, no de un pulpo gigante.
—Salvarme. Ya lo he dicho. Yo había viajado desde los mares del norte, cerca de Suecia, hasta un lugar próximo a aquel donde me encontraste. La Dama del Lago quiso cortarme en rodajas y hacer sashimi con mi carne. Aseguró que estaría delicioso. Por fortuna pude escapar y nadar hasta aquel muelle. La herida era profunda y pensé que moriría con esa espada mágica que emponzoñaba cada vez más mi organismo. Soy difícil de matar y solo puede hacerlo algo dotado de un hechizo o que pertenezca al reino mágico.
Nadie daba crédito a la historia, pero al mismo tiempo una parte de ellos les instaba a creerla. Quien se la contaba era una criatura colosal que, para empezar, no debería existir. Lancelot fue el primero que se dejó llevar por lo que consideró una alucinación provocada por el consumo exacerbado de alcohol y habló con ese cefalópodo.
—¿Dices que mi prima Nimue te ha hecho daño? Sé que es tremenda, pero no sé yo cómo se las va a haber apañado para todo eso de la magia.
—Existe, pero pocos creen en ella. La Dama del Lago lo hizo y por eso Excálibur se apareció frente a ella. La espada estaba oculta, yo mismo la había escondido entre dimensiones.
—Oye, Ken, ¿fuiste a por lana y saliste trasquilado? ¿Por qué deberíamos creerte? ¿Y qué quieres? ¿Venganza?
Fue Artu quien le formuló todas esas preguntas de seguido y quien apodó como Ken al Kraken. Tenía más dudas todavía, pero por el momento paró ahí para que el bicho marino se tomara su tiempo respondiendo.
—Yo soy quien rescata a los marineros, quien trasporta a lugares seguros los barcos que están destinados a hundirse. Llevo siglos haciéndolo en secreto. Muy a mi pesar, hace siglos se decía de mí que era una bestia que engullía las almas de quienes se separaban de su tierra, a no ser que llevasen un tarro con una parte de ella, pero no es cierto, lo único que hacía era no intervenir para salvar las vidas de quienes no lo mereciesen.
—Bueno, vale, lo que quieras, Ken, pero eso no responde a ninguna de mis preguntas. De nada por salvarte.
—Soy necesario para el mundo. Sé cosas sobre cualquier persona que haya tocado o navegado por cualquier río, mar o lago. Por eso sé que la Dama del Lago y vosotros soy una anacronía de la línea temporal. He de devolverla a ella y a la espada a su tiempo. A vosotros, como trato de favor, os permito elegir en qué época preferís pasar el resto de vuestros días. En la actual o en el siglo V.
Según pronunció esas palabras, Excálibur flotó en el aire, la engulló y de su boca salió un destello dorado. A continuación, formó un remolino y transportó a todos como si nada, barco incluido, a ese lago que daba a parar al mar. Ese lago donde, como siempre, estaba Nimue y de la que todos se despidieron antes de que se evaporara.
El grupo de drag-queens más popular del planeta formó un círculo para ponerse de acuerdo sobre qué hacer ahora que no les quedaban dudas sobre la veracidad de aquello que Kraken les había relatado. Llegaron al acuerdo de que preferían continuar con su vida, en lugar de irse a una época remota que les aterraba. Así, aquel al que Artu había bautizado como Ken, se acercó hasta las inmediaciones de Camelot, en el río bajo el castillo desde donde estaba Uther y lo absorbió para trasladarlo a una isla desierta y desconocida por el resto del mundo, donde no le faltarían víveres, pero de donde no podría regresar.
«Artu y las reinonas de Camelot» continuó arrasando con sus espectáculos. A través de estos artistas la tolerancia se expandió por todos los rincones del mundo como nunca antes lo había hecho. La igualdad había llegado para quedarse, gracias a que la criatura cumplió con su deseo y no los trasladó a un tiempo en que no hubieran podido concienciar a las suficientes personas por la falta de tecnología que ampliase su discurso, que abarcase cada rincón del mundo con sus actuaciones con esos mensajes tan claros.
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