CAPÍTULO SESENTA Y TRES: LEAH ROSWELL
LEAH ROSWELL
Me había dado la vuelta, lista para irme, cuando escuché una voz. Era suave, pero lo suficientemente clara como para detenerme en seco. “Ayúdame, Leah... sácame de aquí." Era la voz de Beatrice. Mi corazón dio un vuelco. Esto no podía ser real. Estaba perdiendo la cabeza. Cerré los ojos y respiré hondo. Extrañarla me está haciendo alucinar.
Pero entonces, la volví a escuchar, más fuerte esta vez. "No me dejes... Por favor, libérame." Mi sangre se heló, y el sudor frío me recorrió la espalda.
Abrí los ojos y me giré lentamente hacia el cristal. Su cuerpo seguía allí, inmóvil, congelado, como siempre. Pero había algo... algo en su rostro que me hizo dudar. ¿Sus labios se habían movido?
"Leah", su voz volvió a sonar, más nítida, más insistente, como un grito desesperado dentro de mi cabeza. Esto no puede estar pasando. Pero sí lo estaba. Quizá... quizás aún podía salvarla. No podía dejarla ahí. No. No podía abandonarla como todos lo hicieron. Si había una oportunidad, aunque mínima, debía tomarla.
Corrí hacia el cristal sin pensar, el ruido de mi propio jadeo era lo único que escuchaba. La idea de verla ahí, atrapada, me estaba volviendo loca. Si había algo que pudiese hacer para que despertara, lo haría sin dudar.
Sin pensar en las consecuencias, mi puño estalló contra el cristal, quebrándolo al instante. Un sonido agudo y chirriante llenó el cuarto mientras el vidrio se rompía en mil pedazos. La alarma comenzó a sonar, pero no me importó. Nada más importaba. Me corté las manos, la sangre goteaba por mis dedos, pero no sentía dolor alguno.
Finalmente la liberaría. Finalmente estaría conmigo. Me arrodillé frente a su cuerpo, acariciando su piel fría, esperando ver esos hermosos ojos abrirse de nuevo, escuchar más de cerca esa voz que tanto añoraba.
—Beatrice... estoy aquí—susurré—. Te voy a sacar de aquí... todo va a estar bien.
Su cuerpo estaba helado y rígido, pero aun así, la cargué en mis brazos como si fuera lo más frágil que existiera en este mundo. Parecía hecha de vidrio, quebradiza y etérea. Pero yo sabía que seguía viva. La había escuchado, me había llamado. No era solo un capricho o mi mente rota intentando aferrarse a lo imposible. Ella me necesitaba, y yo la sacaría de aquí, cueste lo que cueste.
Los guardias y el doctor entraron en pánico al ver lo que había hecho. Me rodearon, bloqueando mi salida, con una mirada de preocupación más que de autoridad. Pobres idiotas. Creían que podían detenerme.
—Leah, por favor, bájala—dijo el doctor, dando un paso hacia mí, levantando las manos como si estuviera enfrentándose a una loca.
¿Cómo se atrevía a tratarme como si no supiera lo que hacía? Como si no entendiera que ella seguía aquí, conmigo…
—No intentes detenerme—le advertí, con los músculos tensos, apretando más fuerte el cuerpo frío de Beatrice.
—Leah, tienes que entender que Beatrice ya no está. Ella está muerta. Solo te estás haciendo daño al aferrarte a algo que no puede ser.
¿Cómo no podía verlo? ¿Cómo no podía escucharla, como yo lo hacía?
—Ella está viva. Me está llamando. Me está pidiendo que la saque de este lugar y así lo haré. Yo soy lo único que tiene.
Los guardias dieron un paso adelante, claramente incómodos con la tensión. El doctor también parecía inquieto, pero no podía dejar que su ignorancia me detuviera. No, no cuando estaba tan cerca.
—Leah—insistió, con ese tono condescendiente—, sé que estás afectada por lo que pasó, pero tienes que aceptar que Beatrice ya no está. Tienes que dejarla ir.
¿Dejarla ir? ¿Dejarla aquí, en este lugar helado, abandonada y sola? Jamás.
Di un paso adelante, enfrentándolos a todos.
—A la buena o a la mala; usted elige, doctor.
Los guardias vacilaron, mirándose entre ellos, pero ninguno se atrevió a moverse. Sabían que iba en serio. Sabían que, si me forzaban, lo lamentarían.
El doctor dio un paso atrás, rindiéndose. Pasé entre los guardias con ella en brazos, caminando rápidamente hacia la salida.
—Lo siento, Leah, pero no puedo hacerme el de la vista larga. Mi deber es informarle esto a Jedik.
—Está muy entretenido ahora follándose a esa perra. Que no te sorprenda cuando aparezca de nuevo llena de lombrices retorciéndose en su estómago—solté, sin importarme cómo sonaba—. Su madre nunca le importó genuinamente. La prefirió a ella antes que a la mujer que lo dio a luz—resoplé—. Ese ingrato pagará las consecuencias, pero no por mis manos. No necesito mancharme por alguien tan miserable. Él mismo va a destruirse y pagará por la mala elección que hizo.
Salí de la clínica con Beatrice en mis brazos, la llevé a mi auto y con todo el cuidado del mundo, la acosté en el asiento trasero, su cuerpo aún rígido y frío, como si fuera de cristal. Tomé mi saco y lo coloqué sobre ella, intentando cubrirla lo mejor posible. Encendí la calefacción al máximo, esperando que el calor ayudara a devolverle la vida, a calentar su cuerpo.
Cuando me acerqué de nuevo, vi el agujero en su frente. Ese maldito agujero que me recordaba lo que su propio hijo le había hecho. Pero… algo había cambiado. Se veía más pequeño, como si su carne estuviera regenerándose, muy lentamente, como si cada segundo contara para traerla de vuelta. Eso me dio un rayo de esperanza que no había sentido en mucho tiempo.
Conduje hasta la casa de seguridad, sin apartar los ojos de la carretera, pero con la mente llena de su voz. Había escuchado su voz, lo sabía. Ella me había llamado, me había pedido ayuda. Eso no podía haber sido un sueño.
Una vez allí, la cargué otra vez y la llevé directamente al baño, donde llené la tina con agua templada. El vapor subió alrededor de nosotras mientras la sumergía con cuidado en el agua. Sus labios seguían azules.
—Háblame otra vez—le dije, arrodillándome junto a la bañera, casi suplicando. Necesitaba escuchar su voz de nuevo. Esa misma voz que me había salvado tantas veces antes, que había hecho latir mi corazón por tanto tiempo.
Me acerqué más, casi tocando su frente con la mía, el calor del agua envolviéndonos.
—Beatrice... háblame como lo hiciste antes. No me dejes ahora.
Me aferré a esa pequeña esperanza, creyendo que en cualquier momento volvería a oírla, a sentir que todo este sacrificio no había sido en vano.
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