CAPÍTULO NOVENTA Y OCHO: JEDIK MARCONE

Jedik Marcone

Irene no se contuvo cuando vio alejarse a mi hijo de mí. 

—¿Qué estabas hablando con él? 

—Cosas… entre padre e hijo. 

—Espero que esas “cosas” no tengan nada que ver con reproducirse.

Olvidaba lo bien que me conocía, o tal vez fui demasiado evidente.

—No, ¿cómo crees que haría algo así? 

—Todavía es demasiado joven para traer más gremlins como él al mundo. 

—Te recuerdo que, aunque luzca tan joven, no es un niño. Ha llegado a la etapa de la adultez, por lo que no veo nada de malo en que experimente cada fase. Además, los dos sabemos que no habrá manera de frenarlo. Todo ha salido mejor de lo que creí. 

—Alegas que ves al doctor como un padre, ¿no has pensado siquiera en no darle más cargas? Es él quien responde por todos nosotros. Ha trabajado día y noche sin descanso para ayudarnos con nuestros problemas. ¿Has pensado en qué pasará si algún día falta? De él dependemos.

—No puede ser… mi fierecilla tomando en consideración el bienestar y la vida de alguien más…

—Iré con los niños. 

—No huyas. No es de mi tierna golosa hacerlo. 

—¿Tierna golosa? ¿Qué tipo de apodo mediocre es ese? 

—Uno que encaja a la perfección con esa carita tan chula y garganta profunda. 

—Eres un fastidio.

—Pero como te encanta este fastidioso. Y eso… mi reina, te fastidia más de lo que te fastidio. 

—Lo que digas. 

Subimos las escaleras hacia la habitación de los niños. Habíamos estado con ellos no hacía más de media hora, asegurándonos de que estuvieran cómodos y dormidos después de una madrugada particularmente inquieta en la que ninguno de los tres parecía querer cerrar los ojos. Ahora, el silencio en el cuarto era absoluto. No era normal que los tres permanecieran dormidos, siempre había uno que despertaba para levantar a los demás. 

Abrí la puerta, e Irene avanzó rápidamente hasta la cuna, donde estaban Kael, Naia, y Rhea, dormidos bajo las sábanas blancas que les habíamos puesto. La reacción de Irene me alertó de que algo estaba ocurriendo. Me acerqué y entonces lo vi, sus pieles estaban pálidas, casi de un color morado, sin movimiento en sus pechos, sin ninguna señal de respiración. Era como si… como si estuvieran muertos.

—¿Kael? —murmuró Irene, su voz casi un susurro tembloroso mientras sus manos iban de un pequeño cuerpo al otro, tocándolos, tratando de percibir algún signo de vida—. ¡Naia! ¡Rhea! ¡Despierten! —su voz fue subiendo de tono, desesperada.

La vi intentando hacerlos reaccionar, sacudiéndolos con delicadeza primero, luego con algo más de fuerza, como si con cada segundo que pasaba perdiera el control. Yo también intenté estimularlos, tocando sus frentes, sus pequeños brazos, tratando de hallar cualquier indicio de vida. Pero no respondían. Ninguno de los tres. Mi mente se nubló de pánico. No podía procesar lo que estaba sucediendo.

—¡No, no, no! —Irene gritaba, su voz rota mientras trataba de reanimarlos, acariciando sus mejillas y sosteniendo sus pequeñas manos con desesperación—. ¡Tienen que reaccionar! ¡Vamos, vamos!

Fue entonces cuando, al levantar la sábana, noté algo extraño en ella, pequeños puntos negros que se movían como hormigas. Mi corazón dio un vuelco al percatarme que tenían patas, eran arañas diminutas, idénticas a las que Beatrice escupía.  

—Beatrice… —se adelantó Irene. 

Las arañas se movían en un enjambre entre las sábanas, y al levantar a los niños para sacarlos de la cuna, noté que tenían el cuerpo cubierto de diminutas picaduras, sobre todo en sus espaldas. Aquellas malditas arañas habían dejado sus marcas en su piel, y eso me enfureció de una manera indescriptible.

Sin dudarlo, aplasté varias de ellas con mis manos, sin importarme nada más que el alivio de verlas desaparecer. Irene hizo lo mismo, con una expresión que nunca había visto en su rostro, una mezcla de rabia, horror y desesperación que la hacía parecer irreconocible.

—Vamos, tenemos que llevarlos con el doctor, ahora mismo.

Ella asintió, todavía temblando, mientras sostenía a Kael y Rhea, una en cada brazo, con un cuidado y una urgencia que me partieron el alma. Yo tomé a Naia, asegurándome de que nada más estuviera sobre su piel. Cada uno de sus pequeños cuerpos parecía frágil, vulnerable, como si cualquier movimiento brusco pudiera romperlos.

Esa cosa que estaba haciendo y deshaciendo con el cuerpo de mi madre, nos encontró. Ha venido por nuestros hijos, especialmente por Cassian. 

Con los tres en brazos, Irene y yo apenas alcanzamos a dar un paso fuera de la habitación cuando el doctor apareció en el pasillo, alertado por nuestros gritos. La desesperación y la urgencia estaban grabadas en nuestras miradas, y él lo captó de inmediato, sin hacer ninguna pregunta.

—¿Qué sucedió?

—¡Arañas! —exclamé, sintiendo la palabra quemar en mi boca—. ¡Están cubiertos de picaduras!

Sin perder tiempo, el doctor se acercó y comenzó a examinar rápidamente a Naia, a quien llevaba en mis brazos, mientras Irene intentaba sostener el peso de Kael y Rhea sin soltar a ninguno. 

En ese momento, Cassian y Melanie aparecieron en la entrada de la habitación, alarmados por el griterío. Cassian se quedó en shock al ver la escena, sin poder moverse, mientras que Melanie se llevó una mano a la boca, horrorizada. 

—Mis hermanos… ¿Están… están muertos? —preguntó Cassian en un susurro, mirando a Irene con un rostro pálido.

—No, aún no sabemos nada —respondió el doctor, con su tono más calmado, aunque pude notar la seriedad en sus ojos—. Ayúdenme a llevarlos a al despacho, rápido.

De inmediato, Irene y yo seguimos sus instrucciones, depositando a los bebés en una superficie plana para que el doctor pudiera hacer un examen más minucioso. Cassian, que parecía haber salido de su asombro, se acercó lentamente, con la mirada fija en sus hermanos, mientras Melanie observaba todo desde la puerta del despacho, incapaz de acercarse más.

—¿De dónde salieron esas arañas? 

—No lo sé, pero estoy seguro que detrás de ella está Beatrice. Son las mismas arañas que vomitó aquella vez, pero en miniatura. 

Irene se mantenía al borde, sin despegar los ojos de cada movimiento que el doctor hacía, sus manos temblaban ligeramente mientras cubría su boca para ahogar cualquier sonido que intentara escapar de su garganta. 

Observamos cómo los auscultaba el pecho, deslizando el estetoscopio con cuidado, pero la expresión en su rostro se fue tornando cada vez más sombría. Cada segundo que pasaba sin una señal de vida era un puñal clavándose en el pecho. Apreté los puños hasta que los nudillos se me pusieron blancos.

—Tú… el que para todo tiene soluciones —susurró Irene—. Dime que se pondrán bien.

Él tardó en responder, cada segundo era una tortura. Luego, con voz áspera y contenida, finalmente levantó la vista hacia nosotros.

—No hay signos… No escucho absolutamente nada.

Mi mente se negó a procesar sus palabras; un zumbido ensordecedor llenó mis oídos, y por un instante, sentí que el suelo desaparecía bajo mis pies. Irene dio un paso atrás, y una pequeña exhalación de angustia se escapó de sus labios.

—No… —sonaba como si se estuviera ahogando—. No, no… ¡No puede ser!

Intenté buscar algo que decir, algo que contradijera esas palabras. Me acerqué a sus pequeños cuerpos inertes, tomándoles la mano como si al hacerlo pudiera devolverles el calor que habían perdido. 

—Están muertos… —agregó, su voz apenas audible, como si temiera que al decirlo en voz alta fuera a hacer que todo se volviera real e irreversible.

Irene cayó de rodillas al suelo, el rostro pálido y desencajado. Me arrodillé junto a ella, sintiendo un vacío abrasador en el pecho.

—M-mis h-hermanos n-no… n-no pueden estar muertos… —Cassian se desmoronó, lágrimas se deslizaban por su pálida mejilla.

El doctor miró a Cassian, atrapando su mano por la muñeca.

—Muerdelos—la orden del doctor a Cassian nos dejó desconcertados—. Los inyectare con tu sangre también. Por todos los medios intentaremos reanimarlos. Eres nuestra única esperanza. 

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