CAPÍTULO CINCUENTA Y NUEVE: IRENE MATTHEWS

El dolor en mi cuello me paralizó. Era intenso, ardiente, como si el fuego se esparciera desde donde sus colmillos habían perforado mi piel. Mis pensamientos se desvanecían, todo se volvía confuso. Apenas podía moverme, apenas podía pensar. Mi cuerpo temblaba sin control, y sentía cómo la fuerza, la voluntad de resistir, se escapaban de mí. Todo lo que quedaba era una necesidad... extraña. Mi respiración se aceleró, y una fiebre abrasadora me recorría de pies a cabeza. No entendía qué estaba pasando, solo sabía que no podía detenerlo.

Entonces, un sonido atravesó el aire, eran disparos. Los oí como si vinieran de lejos, pero estaban cerca, muy cerca. Parecía que las balas se estrellaban contra algo duro, metálico. Abraham me soltó de golpe, sus colmillos se retiraron de mi carne, y mi cuerpo perdió todo apoyo. Caí de rodillas al suelo, mis piernas incapaces de sostenerme. La incomodidad entre mis muslos era insoportable, sentía una opresión, una necesidad que no comprendía. Levanté la vista y vi a Jedik.

Estaba parado allí, sosteniendo un arma, con sus ojos completamente negros, excepto por un brillo blanco en el centro, que irradiaba rabia pura. No podía apartar la vista de él, ni siquiera si hubiera querido. Disparó de nuevo, una, dos, tres veces más, pero las balas no le hacían nada, pues se cubría con las alas. Los casquillos caían a sus pies, ninguna bala lo atravesó.

—No vuelvas a acercarte a Irene, o te decapitaré y te convertiré en cenizas.

Abraham lo miró, y por un momento pensé que lo enfrentaría. Pero no. Alzó el vuelo, elevándose en el aire, sus alas negras lo envolvieron y desapareció en la oscuridad de la noche.

El alivio fue instantáneo, pero mi cuerpo aún no respondía. Mis piernas seguían temblando, el calor no se iba, mi mente estaba borrosa. Jedik se acercó y me levantó en sus brazos sin decir una palabra. Me aferré a su cuello, tratando de estabilizarme, pero ni siquiera podía detener las sacudidas en mi cuerpo.

Mi piel ardía, estaba hirviendo, y el temblor no cesaba. Frotaba mis piernas, una y otra vez, tratando de aliviar la incomodidad, el vacío que se había apoderado de mí. No podía dejar de preguntarme sobre qué hubiera pasado si Jedik no hubiera llegado. 

—¿Qué me pasa? —murmuré, incapaz de procesar nada más. Mi cuerpo aún estaba en llamas, y mi mente no podía encontrar respuestas.

¿Qué estaba sintiendo? ¿Por qué?

No podía controlar el temblor en mis piernas. Mis pensamientos estaban enredados. Aún me sentía fuera de control cuando Jedik me llevó hasta su auto, depositándome en el asiento. 

—¿Cómo sabías dónde estaba? —mi voz salió entrecortada, apenas un susurro. No estaba segura de querer una respuesta, pero necesitaba distraerme de lo que acababa de pasar.

No desvió la mirada del camino. Mantenía una mano firme en el volante, la otra apretada contra su muslo.

—Te seguí. Quería asegurarme de que llegaras bien a casa, ya que no quisiste que te llevara. 

El auto se detuvo frente a su casa y, sin decir nada, abrió la puerta y me subió nuevamente a sus brazos. Sentía el peso de su mirada sobre mí, y el calor que aún me consumía parecía intensificarse al rozarme contra la suya. Mi piel ardía, pero la manera en que me sostenía me brindaba una extraña sensación de seguridad. Subió las escaleras conmigo en los brazos y, antes de que pudiera procesarlo, me llevó directamente al baño.

Me depositó con suavidad dentro de la tina vacía. Mi cuerpo se hundió en el frío mármol mientras él abría el grifo. El agua fría comenzó a llenarla, envolviéndome, y el contraste con el calor que quemaba mi piel fue un alivio inmediato, aunque insuficiente.

Sentí su mano acariciando mi mejilla, un toque delicado mientras descendía lentamente hasta las mordidas en mi cuello. Mi cuerpo se estremeció involuntariamente ante su caricia, los lugares donde Abraham me había mordido palpitaban de dolor y un extraño placer. Frunció los labios y su entrecejo se marcó con fuerza, como si odiara lo que veía, lo que sentía. 

Sin decir una palabra, se metió conmigo en la tina, aún con toda la ropa puesta, el agua fría empapándolo mientras arrojaba su arma al suelo. Me atrajo hacia él, haciendo que mi cabeza descansara sobre su pecho. La presión de su cuerpo estaba contra el mío, mientras el latido de su corazón resonaba cerca de mi oído. Su ritmo era frenético, como si su corazón estuviera librando una batalla, una carrera de caballos desbocados dentro de su pecho.

Intenté concentrarme en ese sonido, en lugar de la confusión que reinaba en mi mente. Su respiración era irregular, y lo sentí echar mi cabello hacia atrás, detrás de mi oreja. Su dedo índice descendió con lentitud, acariciando suavemente desde mi oreja hasta mi hombro. El simple contacto me arrancó un gemido bajo que no pude contener. Mi cuerpo reaccionaba por su cuenta, traicionándome con cada toque.

El calor en mi cuerpo no cedía, y el agua fría no era suficiente para sofocar la fiebre que me consumía por dentro. El roce de sus dedos parecía encender una chispa en mí, y no entendía por qué. 

—¿Qué me está pasando? —murmuré contra su pecho, sin siquiera saber si esperaba una respuesta o si él la tenía. Mi mente estaba agotada, pero mi cuerpo seguía exigiendo contacto físico. 

—Pronto todo pasará y te sentirás mejor. 

El frío del agua seguía rodeándome, pero la calidez que sentía al estar tan cerca de él era agradable. Cerré los ojos por un momento, dejándome llevar por la extraña tranquilidad que encontraba en su cercanía, a pesar de lo caótico de la situación.

—Gracias.

Esa palabra salió antes de que pudiera detenerla, y en cuanto lo hice, supe que era algo que jamás pensé decir en voz alta. Sentí que él se tensaba por un segundo, como si tampoco pudiera creer lo que acababa de oír. 

—Definitivamente tienes fiebre—dijo mientras tocaba mi frente con su mano, evaluando la temperatura. Aunque en su tono había una ligera broma, sabía que algo en su interior se había movido, no era difícil notarlo. 

Me quedé callada, todavía procesando lo que acababa de decir, y él no dijo nada más. Me sujetó con firmeza, pero sentía que, a su manera, estaba esperando algo, una confirmación. Cuando vuelva a la normalidad, seguramente querrá que se lo repita. 

Mis pensamientos volaron a la conversación que tuve conmigo misma en el parque, a lo que me había negado aceptar. La incomodidad seguía presente, mis colmillos me molestaban en las encías, pulsando de una forma que me incomodaba. Levanté la cabeza lentamente, sintiendo mi corazón acelerarse con cada centímetro que me acercaba a su rostro. 

Él me miró sorprendido, no esperándose ese gesto de mí. Dejé que mi frente descansara suavemente sobre la suya, nuestras respiraciones y aliento mezclándose en el aire frío que se disipaba sobre el agua de la tina. Podía ver la sorpresa en sus ojos, como si estuviera intentando procesar lo que estaba pasando entre nosotros en ese momento.

Mi corazón dio otro salto. Lo sentí bajo mi piel, un latido irregular. Supe en ese instante lo que más temía, lo que había tratado de enterrar todo este tiempo, pero que ahora se hacía innegablemente real.

Me gusta este hombre… su mirada, sus caricias, sus besos, su cuerpo, todo… 

Era una verdad que me golpeaba con la misma intensidad con la que él parecía afectado por mi proximidad. Bajé la mirada a sus labios, sintiendo el impulso de morder los míos ligeramente, como si mi cuerpo quisiera saborear el momento antes de que me atreviera a hablar. Las palabras se escaparon de mi boca sin que pudiera detenerlas.

—Me gustas… mucho.

Vi cómo su mirada se oscurecía por un segundo. Desvió la vista, apretando los labios y tragando saliva con dificultad. 

—Es cruel que digas eso ahora—murmuró—, después de haber estado bajo los efectos de otro hombre. Seguramente ni siquiera sabes quién soy.

Sentí un golpe en el pecho ante sus palabras. No me iba a echar atrás ahora. Llevé una mano temblorosa hacia su mejilla, sintiendo la suavidad de su piel bajo mis dedos. Lo obligué a mirarme, sosteniéndolo con fuerza, dejando que mi verdad lo atravesara.

—Eres Jedik—susurré—, mi pequeño y prepotente bastardo… mi hombre.

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