CAPÍTULO CINCUENTA Y DOS: JEDIK MARCONE

Jedik Marcone

Semanas habían pasado desde aquel día en que todo se vino abajo, y, sin embargo, el dolor no cedía. Se sentía como si todo a mi alrededor se hubiera distorsionado; el mundo continuaba su curso, pero para mí, todo era distante y asfixiante.

Las cicatrices eran muchas, visibles e invisibles, pero había tres pequeñas razones que me mantenían en pie. Mis hijos. Ellos me necesitaban más que nunca, y aunque cada día me recordaban lo que había perdido, también eran mi única esperanza de cambiar. No podía permitirme ser un padre ausente, no podía repetir el ciclo de abandono que me había marcado desde niño. Por ellos, debía encontrar estabilidad. Pero eso también implicaba sacrificios. Y el mayor de ellos estaba por delante.

Mis errores habían sido muchos, errores que pagaba cada día con el peso de las consecuencias. Confié en quien no debía, amé a quien nunca debí amar. Irene. Sus ojos me perseguían, su voz, su piel. Y, sin embargo, sus acciones despiadadas seguían latiendo como una herida infectada. No había un solo lugar en el mundo donde ella pudiera esconderse. No de mí. Ella misma, a través de sus pasos y sus pensamientos, me guiaba directo a su paradero, sin saberlo.

Cada vez que cerraba los ojos, veía el rostro de mis bebés, sentía sus corazones apagarse uno a uno, succionados por aquella máquina infernal que los arrancó de mí. Las imágenes se repetían cada noche, una pesadilla recurrente que devoraba lo poco que quedaba de mi cordura. Era como si me arrancaran las entrañas una y otra vez, pero el dolor nunca desaparecía.

Y ahí estaba ella, a través de la ventana. Su cuerpo, el mismo que había aprendido a conocer en todas sus formas, cubierto con una sábana. Dormía tranquila, como si nada la atormentara, como si lo que había hecho no pesara sobre su conciencia. ¿Acaso era yo el único afectado por esta pérdida? ¿El único que cargaba con el dolor, como si una parte de mí mismo hubiera sido destruida?

Estaba dispuesto a convertirme en su peor pesadilla, a hacerla recordar hasta su último aliento lo que le hizo a nuestros hijos. 

La ventana cedió sin hacer el más mínimo ruido. Entré en la habitación, con pasos ligeros y suaves. Podría acabar con esto rápido. Hacer que cada segundo de su miserable vida fuera un infierno. Podría abrirle sus entrañas y hacerla tragar sus propios intestinos, tal como ella destrozó lo que quedaba de ellos. Podría hacer muchas cosas, tantas que mi mente apenas podía contener el torrente de ideas que se arremolinaban en mi cabeza.

Pero ninguna sería suficiente para lo que merece.

Me acerqué a la cama, con el arma pesando en mi cintura. Irene saltó de la cama con la velocidad de una bala, sosteniendo un cuchillo en alto. Mi cuerpo actuó antes que mi mente. En un solo movimiento, me abalancé sobre ella, empujando mi peso contra su cuerpo, aplastándola contra el colchón. Forcejeó con toda su fuerza, su muñeca luchando por mantener el cuchillo en alto, pero mis manos fueron más rápidas. Las envolví alrededor de su muñeca, empujándola hacia abajo, mientras el filo temblaba a solo centímetros de mi rostro.

—Que buen recibimiento, digno de una despiadada asesina como tú—la ataqué, mientras lograba arrancarle el cuchillo de las manos. Pero antes de que pudiera apartarme, su puño se estampó en mi boca. Sentí el ardor en el labio y el sabor metálico de la sangre llenándome la boca. Me limpié con el dorso de la mano, mirándola con desdén.

—¿Qué sentido tiene tu vida ahora? Tu único propósito fue arrebatado... por el hombre que más desprecias. 

Ella tensó la mandíbula, pero no dijo nada.

—La oportunidad de vengarte, de encontrar la paz que tanto buscabas… —sonrió ladeado—, se te ha escapado de las manos.

—¿De qué estás hablando, bastardo?

—¿Qué se siente que todo se derrumbe y al final, no quede nada? 

—Estás delirando. 

—Mi madre está muerta. Yo mismo lo hice. 

—Tú… no pudiste hacer eso. 

—¿Por qué no? —la interrumpí, sin rastro de compasión—. ¿Acaso no era inevitable? ¿Qué sentido tenía esperar? Sabía que la ibas a matar, que no ibas a parar hasta hacerlo. Pero esa satisfacción no iba a ser tuya, fierecilla. No después de todo lo que has hecho. 

Vi cómo su respiración se aceleraba, cómo sus labios temblaban, incapaces de formar una respuesta coherente. 

—Morirás con ese cargo de conciencia. Tu único propósito, al igual que todos tus planes, fue un maldito e inútil fracaso. Es más, deberías hacerte un favor y no prolongar tu miserable existencia. 

Le arrojé mi arma sobre la cama, sin apartar los ojos de ella, viendo cómo la idea de lo que le acababa de decir se filtraba en su mente.

—Tu hermanito… Debe estar revolcándose en su tumba de la decepción. ¿Qué habría pensado al ver en la inútil y patética mujer que te has convertido? 

La vi temblar al oír esas palabras, los recuerdos seguramente inundando su mente.

—Eres débil. Siempre lo fuiste. Mírate. Eres nada. Fuiste nada para los que te abusaron, para los que te controlaron, y ahora eres menos que nada para mí. ¿Qué esperabas? ¿Un final feliz? No existe tal cosa para alguien como tú. 

Por primera vez desde que la conocí, vi sus ojos cristalizarse. Me di cuenta en ese instante de lo que había hecho, de lo bajo que había caído. Sentí que había alcanzado mi objetivo, sí, la había hecho sufrir, la había quebrado de la misma forma que yo estaba roto por dentro, pero no me llenó de orgullo. Ni siquiera de alivio.

Había usado todos sus traumas a conveniencia, hurgado en sus heridas más profundas solo para verla caer. Y lo había logrado. Pero, al verla así, sentí una punzada en el pecho que me hizo temblar. Mi corazón se agrietaba más y más, como si la grieta en su alma se reflejara en la mía. 

Me sentí como una completa mierda. Quizás el único patético en esta habitación era yo, al haberme comportado como un cobarde, arrojándole sus peores miedos, dolores y angustias solo porque no sabía cómo manejar las mías. 

Tomó el arma que había lanzado sobre la cama. Por un segundo, pensé que iba a hacer lo impensable, pero en lugar de eso, la giró en sus manos, y con una calma desgarradora, me la extendió. 

—Para esto has venido, ¿no? Házlo tu.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top