CAPÍTULO CINCUENTA Y CUATRO: JEDIK MARCONE
Pese a todo mi orgullo y el enojo, muy en el fondo sabía la verdad. Ella no me debía nada. Si no la hubiera infectado con mi maldición, esa noche nunca habría sucedido. No habríamos terminado teniendo sexo en el auto, no habría existido el desastre que se desató después.
Sabía que me odiaba, y en realidad, yo también lo hacía. O al menos, eso me repetía constantemente. Pero a la vez, estaba enamorado de ella, de su fuerza, su rebeldía, de su maldito orgullo que nunca se doblegaba. Era una contradicción que me quemaba por dentro. La quería y la despreciaba a la vez. En todo caso, fui yo quien decidió por los dos. Cuando esa decisión debía haber sido de ella. Especialmente de ella.
Quise cambiar las reglas del juego sin darme cuenta de que también estaba jugando con su vida. Nunca tomé en cuenta sus sentimientos, lo que estaba sintiendo al verse obligada a cargar con ese segundo embarazo y con todo lo que implicaba. Nunca me detuve a pensar ni una sola vez en lo que le estaba haciendo, forzándola a llevar el peso de algo que, en su mente, no debía existir. Quise controlarlo todo, olvidando que ella también padecía.
Y ahora, después de que esos bebés murieron, intentaba atacarla, como si todo fuera únicamente su culpa. Pero sabía que la verdadera culpa recaía en mí. En mi arrogancia y egoismo, en haberle robado su derecho a decidir sobre su propio cuerpo. Incluso cuando no estaba de acuerdo con su decisión, debería haberla respetado.
Quizás el culpable siempre fui yo. Por haberla presionado, por no haberme contenido aquella noche. Por dejarme llevar. Si me hubiera contenido, nada de esto habría pasado. Si hubiera pensado en ella antes que en mí, tal vez todo habría sido diferente. Pero no lo hice. Y ahora estaba buscando alguien a quien culpar, cuando en realidad, solo podía culparme a mí mismo.
No sabía si lo que estaba haciendo era lo correcto. No sabía si pedirle eso era un acto de desesperación o una búsqueda sincera de redención. En el fondo, ella no me debía nada. La había llevado a esta pesadilla, y ahora, en lugar de ofrecerle una salida, le estaba proponiendo que se convirtiera en lo que yo no podía ser. ¿Era eso justo? ¿Era justo esperar que se hiciera responsable de algo que nunca eligió y jamás elegiría si lo supiera?
Quizá lo que realmente deseaba era llenar ese vacío y esa soledad que me consumía desde que no la tenía cerca. La paternidad debería ser un viaje especial, una etapa única en la vida. Pero para mí, se había convertido en una carga, en una pesadilla, por mis errores y por lo que había perdido. ¿Por qué no podía ser normal? ¿Por qué no podía sentir alegría en lugar de este dolor aplastante?
Quería darle a mis bebés una verdadera familia, una estructura que yo nunca había tenido. Quería que tuvieran una figura maternal y paternal presente, alguien que pudiera cuidarlos y amarlos de la manera que yo no he sabido hacerlo. Pero al mismo tiempo, no podía arrastrarla por segunda vez a esto. No podía imponerle el peso de lo que había hecho a sus espaldas.
Estaba ofreciéndole una oportunidad para hacer algo mejor, para redimirse. Pero ¿qué pasaría si ella se negaba? ¿Qué pasaría si, al final, decidía que lo que yo le ofrecía no era suficiente? Y si decidía que quería seguir su propio camino, sin mí ni mis hijos, ¿sería capaz de soportar la culpa que eso significaría? ¿O tomaría una decisión precipitada, convirtiéndome en un completo monstruo?
Quizá, solo quizás, mi propuesta era una manera de aferrarme a la esperanza, de no enfrentar la verdad de que podía estar solo en esto. Quería que ella fuera parte de mi vida, que se uniera a mí en este viaje.
—¿Una madre para ellos? ¿Qué es ser una madre? ¿Lo sabes tu? ¿Te parece que yo podría serlo? No entiendo nada.
Tenía razón; ¿qué sabía yo sobre ser una madre? Ni siquiera podría considerarme un buen padre. En realidad, lo que estaba sugiriendo era que asumiera un rol que ni siquiera sabía si podía cumplir. Pero, ¿y si pudiera cambiar su perspectiva? Tal vez, si los veía, se ablandaría un poco. Tal vez comprendería que esos pequeños eran más que solo una extensión de nuestra tormenta. Eran inocentes, y merecían una oportunidad.
—Cámbiate de ropa y acompáñame.
Por un momento, dudó, pero finalmente, la curiosidad se apoderó de ella, y asintió. Quizá no era inteligente llevarla a mi nueva casa, ni hacerla estar cerca de mis bebés, pero necesitaba intentarlo. Era una prueba, y necesitaba ver con mis propios ojos si, al estar cerca de ellos, podría sentir algo.
Subimos las escaleras de mi casa en silencio. Eran bastante evidentemente nuestras diferencias. La sala de juegos era un lugar que había preparado con esmero, un espacio lleno de colores, juguetes y risas. La puerta se abrió, y el aroma a talco y dulzura nos recibió.
—Xiomara, déjanos a solas, por favor —le pedí a la niñera, que me miró con curiosidad antes de retirarse, mientras que Irene la siguió con la mirada.
La puerta se cerró detrás de ella, dejándonos a solas en la habitación. Miré a Irene, que parecía desconcertada, sus ojos escudriñando cada rincón, cada pequeño detalle de su alrededor. Y luego, los vimos a ellos. Nuestros pequeños dormidos en la cuna.
—Ahí están. Tienen solo unos meses.
Su expresión cambió lentamente, suavizándose como si estuviera tratando de procesar lo que estaba viendo. No sabía qué esperar de ella.
—No soy una madre—repitió, casi como una advertencia para sí misma.
—Quizá no—respondí—. Pero podrías serlo. Mira cómo duermen, cómo son. Ellos no tienen culpa de lo que pasó entre nosotros.
—¿Dónde está la verdadera madre de estos bebés?
—La tengo justo al frente.
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