El último día de clases pasó sin prisa. Era consciente de que muchos estarían emocionados por terminar una etapa para comenzar otra. Estaba atento a aquellos que no estudiaron lo necesario porque decidieron pasarla bien en vez de pasar las asignaturas; y contento de dejar atrás a adolescentes hormonales que a la hora del patio se escondían en los baños a hacer guarrerias con los populares del instituto, para luego amanecer al día siguiente y arrepentirse de haber estado con un o una idiota.
El último día de clases, no me extrañaría a mí. Nunca estuve en su radar porque prefería caminar por los laterales de la acera que en el medio de ella. Yo era la chica diligente, pero no la más inteligente. Estaba entre ese primer y último escalón. No me esforzaba mucho, pero tampoco me atrasaba en mis asignaciones. Siempre aprobaba, pero siempre en ese punto medio.
No tenía amigos, al menos no de los convencionales, pero siempre contaba con Jack, Dalmore y Mallacan para hacernos compañía sin falta a mi madre y a mí cada lunes, miércoles y viernes.
No habría fiesta de graduación, no para mí. Pasaba de todo aquello, principalmente porque tenía cero amigos y el baile no era lo mío. Tampoco habrían tontos escritos en mi polo con marcador de diversos colores deseando unas buenas vacaciones, que tuviera el viaje de mis sueños, que entrara en la mejor universidad o que me extrañarían mucho.
Nada de eso me importaba.
Caminé por el pasillo del instituto que dirigía hacia la oficina del director. Más allá, estaban las aulas, o las cárceles, como les escuchaba decir a menudo a algunos de mis compañeros. No sabía si estaba de acuerdo con ellos. Era cierto que a veces no quería ni pisar ese lugar y podría afirmar que el instituto era un espacio donde podías pretender, al menos por unas horas, que eras una persona normal con una vida normal.
Me dirigí a la salida, y, cuando llegué a la puerta principal del instituto, sentí una punzada en el pecho. Era extraño, no debería haber sentido nostalgia o algo que se le acercara, pero al parecer mis emociones no estaban del todo coordinadas en ese momento. En mi corazón, se mezclaron dos tonos diferentes de color azul y rojo. Quería estar frente a los ojos vacíos de mi madre porque era el único momento en el que deseaba ser notada.
Me soplé el flequillo a la vez que cerraba fuerte los ojos. «Ojalá no sintiera nada», pensé. «Ojalá la odiara».
Los pasos me alejaron del bullicio y no miré atrás para corroborar si extrañaría las paredes lisas de color blanco y dorado que revestían las aulas, o el bloque de casilleros con los nombres escritos en un perfecto rectángulo.
Fijé mi rumbo hacia lo que sea que encontrara en el camino, porque era el único momento en donde realmente podía acallar la soledad.
Quién diría que, dos días después, encontraría a un chico de lo más extraño cerca de lo que se convertiría en mi lugar favorito.
Mi vida siempre fue un término medio hasta que llegó él.
Lo conocí a principios de otoño y finales de verano. Cuando lo vi, no sé qué fue lo que sentí. No eran mariposas revoloteando en el estómago, tampoco fue amor a primera vista. Creo que fue curiosidad.
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