7. Te extraño

Solo puedes ser herido por una persona cuando tienes expectativas.

No esperaba nada de las personas, menos de mi madre, tenía claro que no daba un penique por mí, entonces ¿por qué me dolía cuando no estaba a mi lado? ¿Por qué su ausencia era tan palpable en una calle concurrida? ¿Por qué su silencio me atormentaba tanto?

Aquella mañana, cuando le comenté sobre la universidad que me había gustado y había elegido como institución para iniciar mi aún no decidida carrera, ella solo asintió escueta, me miró por un par de segundos y se colocó las gafas de lectura para seguir leyendo un documento de trabajo que había llevado a casa. Apreté los puños, me puse de pie de un salto y fui a mi habitación para gritar y sacar todas mis frustraciones sobre una almohada. Ella fue testigo de muchas decepciones, era mi compañera nocturna cuando necesitaba derramar gotas de dolor. Me tumbé en posición fetal abrazando el cojín como si este fuera a escapar, y una lágrima tocó el edredón.

Me odiaba por desear que me quisiera y me preguntaba por qué no podía dejar ir esa necesidad.

—Hija, ¿estás despierta?

No quise responderle, pero hacía mucho que no me hablaba y, yo era un desierto en busca de un manantial.

—Sí. ¿Qué quieres? —respondí molesta por ser tan débil.

—Mañana... saldré temprano del trabajo. Puedo cocinar cuando llegue. ¿Te apetece... cenar conmigo?

—Está bien —intenté sonar desganada, como si no me interesara en lo más mínimo, pero no creo que lo haya logrado.

—Bien, bien.

Decidió alejarse para seguir con su trabajo, supuse. Al menos eso era lo que siempre hacía cuando estaba en casa y no tomaba, fumaba, o hacía ambas cosas al mismo tiempo.

Observé el reloj de pared. Aún quedaba mucho para encontrarme con Abrazos Gratis. No sabía qué hacer mientras esperaba a que el reloj marcara las seis de la tarde. No me sentía con ánimos para escuchar música, tampoco tenía amigos con quién hablar, mi madre era muda y yo era la mayoría del tiempo apática, pero ese día quería hacer algo. Estaba aburrida, y me apetecía salir de mi letargo.

«¿Qué hago? ¿Con qué me distraía antes?», pensé mientras miraba la habitación. Me fijé en el ordenador de mesa, y me dirigí hacia allí. «Puedo pasar el rato viendo videos de Animal Planet, o tal vez buscar algún documental de animales», resolví, y empecé a buscar recomendaciones en internet. No me fijé mucho en las estrellas o en el puntaje que le colocaban a las películas para definir su calidad artística, porque en el pasado algunas me habían agradado, y eso que ni siquiera llegaban a la mitad de las cinco estrellas. O tal vez me gustaban las películas malas.

Es un misterio por resolver.

Dos horas después, era un mar de lágrimas. Siempre me pasaba cuando veía cualquier tipo de filmación del mundo animal que tuviera ese toque un tanto triste. Era extraño, porque no lloraba con «películas de humanos». Había llegado a ver solo unas cuantas —porque no soy muy amante del cine—, que son consideradas las películas más tristes de todos los tiempos, y nada, ni una sola lágrima se había deslizado por mi rostro. «¿Qué significará eso?», me pregunté.

Mi cara parecía un tomate de lo roja que estaba, además de hinchada. Menos mal que aún me quedaba bastante tiempo para alistarme, porque no podía salir con esas fachas. Fui al baño y me soné la nariz, me lavé la cara y de inmediato me dirigí a la cocina a buscar hielo para colocarme en el rostro y bajar la hinchazón. Se me ponía como si una abeja gigante me hubiera picado.

Después de varias sesiones faciales y una bolsa de nachos, me alisté con un atuendo de «varias ocasiones». Había decidido darle ese nombre a todo tipo de vestuario que fuera entre informal y formal, porque con Abrazos Gratis y sus sorpresas nunca se sabía. Salí de casa a nuestro lugar de encuentro. Sonaba extraño cuando lo pensaba de esa manera, «nuestro lugar de encuentro», como si fuera algo privado, un secreto que solo él y yo compartíamos.

Cuando llegué, él no estaba. Me preocupé, porque aunque solo habíamos quedado un par de veces, creía que era una persona que cumplía su palabra, que no te dejaba tirada sin siquiera avisarte. Me negaba a pensar que era un patán y que se había cansado de jugar al amigo y guía turística de una chica que no conocía el mundo.

Por mi mente pasaron miles de pensamientos. Primero, me preocupé; ¿y si no se encontraba bien? Esperaba que no le hubiese pasado nada porque a cada minuto sucedían accidentes de todo tipo. Corrí alrededor del parque, mirando por doquier, a ver si lo atisbaba. Luego merodeé las calles más próximas y, al no hallarlo, corrí aún más lejos.

Nada.

Con la respiración acelerada, me agaché y descansé hasta que volví a respirar con normalidad. Estaba empapada de sudor, la ropa se me adhería al cuerpo y mis piernas flaqueaban por la maratón. Saqué el móvil del bolsillo derecho de la chaqueta y lo desbloqueé para marcar su número, pero me quedé helada al reparar en que no lo tenía. ¿Cómo era posible que no hubiésemos intercambiado números y que ni siquiera se me hubiera ocurrido pedírselo? ¿Tan egocéntrica era como para no haber pensado en él y solo hablar de mí desde que nos conocímos?

Molesta conmigo misma, regresé al punto de encuentro, por si se le había hecho muy tarde y me estaba esperando.

No había rastros de él.

Respiré profundo, porque no era normal que pensara que algo había pasado solo porque me había dejado plantada. «¿Qué demonios te pasa, Delaila? ¿Por qué sigues pensando que el mundo gira en torno a ti?», volví a regañarme, y pensé que simplemente me había dejado tirada. No era nada del otro mundo, esas cosas pasaban, a todas las personas en la historia de la vida las habían dejado plantadas al menos una vez, y que a mí me hubiese pasado no debería haberme importado. Pero así fue. Me sentí decepcionada, herida.

Una lágrima me resbaló por la mejilla, luego otra, y otra más. Lloré como una niña.

Ese día, el cielo se nubló y las nubes oscurecieron. Me pregunté si ellas también habían sido heridas.

La lluvia no cesó hasta el tercer día.

«¡Dramática!», me dije. ¿Cómo pudiste caer tan bajo, Delaila?!». Pataleé y hundí el rostro sobre la almohada. Al mismo tiempo, mi mente se negaba a dejar de recordar lo desquiciada que había parecido hace solo unos días al correr de un lado a otro buscando a un fantasma. Porque lo era. Había recorrido un millón de veces el parque y él seguía desaparecido.

De eso hacía ya una semana.

Sentía que me encontraba en un eterno bucle. Eso ya lo había vivido, que él se esfumara y yo lo buscara. Era la segunda vez que sucedía. «¿La tercera es la vencida?». Reí con ironía.

Tampoco había visto a los niños en toda esa semana. Se me hizo extraño.

—Últimamente todo parece volverse extraño en mi vida —mascullé molesta.

Suspiré y me levanté de la cama con parsimonia, estirando los brazos y las piernas. Ojeé la estancia que siempre me acompañaba. Estaba aburrida. Eso me estaba sucediendo cada vez con más frecuencia. Caminé hasta el ordenador y googleé: «¿qué carrera puedo estudiar?».

Mi historial de búsqueda estaba ordenado de la siguiente manera:

«¿Qué fue primero, el huevo o la gallina?»

«Animal Planet».

«¿Cómo hacer gárgara con agua y sal sin tragártelo?»

«¿Qué es Avengers?»

«Thor».

«Thor sin camisa».

«Thor sin camisa, playa».

Y otras tantas que pueden o no pueden tener relación con el actor que interpretaba a Thor.

Aparecieron varios resultados de mi búsqueda, pero di clic a lo primero que salió. No estaba interesada en ponerme a investigar minuciosamente aquello que ni siquiera sabía que quería encontrar. Ni siquiera me gustaba estudiar, y el que diga que le gusta estudiar es un mentiroso perturbador. «Aunque si me voy a pasar cuatro o cinco años estudiando algo que no me atrae en lo más mínimo, lo llevo mal», analicé. Las cosas no estaban yendo como yo quería, y lo que quería era pasar el resto de mi vida durmiendo y comiendo.

Lástima que solo se nos da aquello que no deseamos.

Contaduría pública. Ingeniería Industrial. Derecho. Educación Física. Nutrición... Esas eran las recomendaciones de posibles estudios. Bufé y leí el título del artículo que decía: «Cinco carreras universitarias que te harán querer volver a la universidad».

—¡Já! ¡Esto es hilarante! ¡Hilarante, señoras y señores! —vociferé a la nada—. ¿Quién en su sano juicio querría estudiar esto? ¿Contador? No, gracias, no estoy dispuesta a dejar mi culo pegado a una silla. ¿Ingeniería? ¡Por Dios! ¿Derecho? ¡Peor! Quiero disfrutar de mi juventud lo más que pueda. ¿Educación física? Me gusta comer. Mucho. ¿Nutrición? Lo mismo que lo anterior. Oh, y por si no fuera suficiente, ¡ahora hablo conmigo misma! ¡Genial! Esto se pone cada vez mejor. Vale, ahora para hablar...

Cerré la pestaña de internet dando click al botón del ratón más fuerte de lo esperado. ¿Cómo se atrevían a sugerirme semejantes carreras?

Decidí que ese no era el mejor día para sumergirme en ese tema tan... delicado. Quisiera haber vivido en el mundo de las cavernas, donde no tenían este tipo de responsabilidades sociales. Aunque, en ese tiempo, la lucha era por la supervivencia. Pero tampoco es que difiera mucho del mundo actual... ¡Qué asco de mundo en el que vivo!

Me fui de nuevo a la cama a quejarme de la existencia humana.

Es cierto que dicen que el tiempo pasa volando, porque solo cerré los ojos por un momento, y al segundo, ya el sol se había escondido y las estrellas estaban haciendo acto de presencia en el firmamento oscuro. Era una escena irreal, como si los lamentos y temores del día fueran borrados y pronosticaran que un nuevo día sin tanto dolor estaba por comenzar y que las cosas mejorarían un poco. Eso era lo que pensaba del panorama que en ese momento observaba y que solo tal imagen se proyectaba cuando los astros del universo creían necesario hacerlo. Me preguntaba qué hacía salir a las estrellas de su escondite y asomarse para ver el mundo.

La soledad, quizás.

El sonido de cosas que parecían ser tiradas al suelo y por doquier, me indicó que mi madre estaba en casa, borracha como una tuba. Los días en los que me preocupaba por el estado en el que llegaba habían pasado. Aquellos momentos en los que salía apresurada del cuarto para bajar las escaleras y ayudarla a ir al baño a darse una ducha fría habían quedado atrás. También el limpiar el desastre que dejaba en la casa, como el vómito, los jarrones rotos, los cristales de los floreros esparcidos por el suelo.

Dejé que se las arreglara sola. Siempre era lo mismo: al día siguiente de haber montado una escena, lloraba, se disculpaba por ser una mala madre y me prometía que cambiaría, que dejaría la bebida y que estaría más en casa.

Todos los mentirosos prometen cosas.

Busqué en la mesita de noche los auriculares junto con el iPad, y coloqué a todo volumen cualquier álbum de la biblioteca. No me importaba lo que sonara, solo quería acallar el ruido. Me acurruqué en la cama con la almohada entre mis brazos y cerré con fuerza los párpados, como si de alguna forma eso hiciera desaparecer el mundo que me rodeaba.

No pasó. Cuando abrí los ojos, seguía en el mismo cuarto oscuro y solitario.

De pronto pensé en él, y quise que estuviera allí, conmigo, para que me diera un abrazo gratis, de esos que curan.

—¿Adónde has ido y por qué te extraño si recién te conozco?

No sabía que solo un encuentro con alguien especial podía cambiarte la vida.

No sabía que la vida era envidiosa si mostrabas un resquicio de felicidad.

No sabía que lo bueno era pasajero.

No sabía nada, porque recién estaba empezando a sentir y vivir.

Pero la vida se encargaría de darme una lección por mi ignorancia y mi cobardía.

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