6. Cuando me miras

¿En qué momento dejamos de sonreír? ¿Será cuando algo que consideramos negativo se presenta en nuestro camino? O, ¿quizás en situaciones en las que pensamos que debemos ser alguien más porque nadie desea a la persona que está frente a ellos? Es posible que ambas. Incluiría una tercera: cuando crecemos. Porque entendemos que todo tiene un precio. La vida siempre se encarga de quitarte algo. Es como si ella se tomara el trabajo de mantener el balance en el mundo.

¿Por qué solo sufren quienes menos se lo merecen?

«Salgamos», me dijo dos días después de nuestra quedada a la feria. Siempre me sorprendía; era otra de las razones por las que no podía estar sin él. Ya lo saben, no era una chica de aventuras o risas; era más como una adolescente deprimida que otra cosa, por decir algo. Yo me catalogaría más como una chica que no sabía cuál era su lugar en el mundo, que se sentía sola, desamparada, pero que intentaba por todos los medios mostrarse fuerte. Llevaba una coraza que era imposible traspasar, pero con una sonrisa, puedo decir en este momento que amé que fuera él quien me viera como realmente era, y me mostrase cómo reír como hacía antaño.

    Esa mañana soleada, decidí visitar algunas universidades; dos, para ser más exacta. Era jornada de puertas abiertas. Habían chicos de todas las edades, algunos con evidentes pruebas en su cara de que recién comenzaban la pubertad; jugaban y reían de bromas entre ellos mientras eran guiados por las instalaciones. Las chicas eran más reservadas; sus ojos iban de aquí para allá buscando no sé qué cosa, pero diré que les gustaba observar su entorno y detallar a otras chicas para ver quién estaba mejor. Lo típico. Yo solo ponía los ojos en blanco e ignoraba a todos los que me rodeaban.

Estaba allí por una razón: escoger entre estudiar algo que hiciera de mí una buena ciudadana que se integre en la sociedad, o pasar por completo de todo y darle a mi madre un fuerte dolor de cabeza que le duraría años. No se mostraba interesada en mi vida, pero sé que no iba a tolerar por mucho más tiempo mantener a una persona con dos piernas, dos brazos y un cerebro.

    El folleto de presentación que tenía a mano explicaba el propósito de la universidad, su historia, el número de estudiantes, las especializaciones, los premios que le habían sido otorgados, y demás. No estaba interesada en nada de eso, solo quería ver con mis propios ojos su estructura, cómo estaba ambientada, y los comedores. Para mí, eso era lo más importante, porque si el alumnado no se sentía cómodo en su entorno, ¿cómo se suponía que iba a estar en su mejor forma para estudiar y aprobar las asignaturas? La tranquilidad y la paz mental era lo primordial. Con eso en mente, hice como que escuchaba al hombre encargado de guiarnos en el tour y asentía de vez en cuando, por si acaso.

    La primera universidad cuya construcción era de un estilo neomedieval, tenía un hermoso campus que abrazaba todo lo verde, con espacios abiertos y facultades próximas pero separadas de manera estratégica. Me gustó. Todo. Desde la fachada caracterizada por cornisas en la parte superior y torres en los laterales, hasta la galería con columnas que rodeaba el jardín interior.

De vuelta al autobús que nos llevaría a la próxima universidad, sostenía una pequeña bolsa que contenía folletos de presentación, un pin y un bolígrafo de regalo. Nos los habían dado como recuerdo y recordatorio de que no encontraríamos otra universidad mejor que esa. «¡Bah, como si me fueran a comprar con esto!», pensé.

    Voces y más voces se alzaban sobre la música relajante que el conductor había puesto para acompañarnos en el viaje de treinta minutos. ¡Era insoportable! ¡Esos niños no se quedaban quietos! «¿Por qué los adolescentes son tan escandalosos?», me preguntaba con irritación. «Mis pequeños amigos se comportan mejor que estas bestias», los recordé con una media sonrisa mientras observaba la carretera. A Arán, pronto lo visitaría el Ratoncito Pérez. Estaba super contento con la noticia de que su diente de leche se iría lejos. No paraba de mostrarlo y empujarlo con la lengua para que supiéramos que decía la verdad. Sonreí al pensar en él. De niña eso siempre me asustó; pensaba que, mientras dormía, el diente se caería, entraría en mi garganta y me cortaría la respiración.

    Un stop y la vista de un extravagante complejo me indicaron que habíamos llegado a nuestro destino. Supe que no me iba a agradar esa universidad, y así fue. La estructura era muy... exquisita, por así decirlo, y eso para mí era un «no» rotundo. Creía que darle mucha atención a lo exterior significaba que algo fallaba en el interior. Se respiraba pomposidad, pero la calidad no superaba el diseño. Lo descarté de inmediato.

«Me quedo con el pin y el boli».

    De vuelta a casa, me di una ducha rápida, me puse ropa cómoda, busqué en la nevera una pasta con carne molida que venían ya preparados y los metí en el microondas para comer algo antes de salir al parque. Abrazos gratis estaría dando un concierto recién salido de las profundidades del infierno, atacando a todo ser que se atreviera a escuchar su horroroso canto. Sí, debía presenciar aquello, así que una vez el timbre del microondas sonó, sostuve un bol de vidrio y coloqué allí la pasta. Fui de nuevo hasta la nevera y sostuve mi bebida favorita, un tenedor, y listo. Llevé todo a la mesa y me senté a comer. Tenía la manía de hacer sonar los espaguetis. Era asqueroso, lo sé, pero me encantaba y disfrutaba comer de esa manera.

    Una vez me lavé los dientes, me peiné el flequillo con los dedos y salí de casa con los cascos puestos. A veces, aunque no pusiera una playlist, por la costumbre igual me colocaba los auriculares, era algo automático.

    Tenía una bicicleta que pronto estaría cubierta de telarañas. Mi madre me reprendía porque no la usaba, pero yo prefería caminar. No era nada nuevo, y ella lo sabía, pero como le gustaba ignorar mis deseos había decidido comprarme una bici sin siquiera preguntarme si prefería algún color. La bici era color rosa. «¡Qué joya!  Que no se queje si no quiero usarla».

El dolor en mis oídos me hizo saber que ya estaba cerca del parque, cerca del árbol, cerca de él. ¡Dios!, ¡su canto era horrible!

    Sonrió al verme y sus dedos dejaron de tocar las cuerdas.

    —¿Cómo te fue? —preguntó mientras colocaba la guitarra a un lado.

    —Una me gustó, así que no es necesario que vaya a más universidades. Mi madre estará aliviada, pero tendrá que esperar un poco más porque aún no sé lo que voy a estudiar. —Me encogí de hombros y me senté a su lado—. Hasta hace nada ni siquiera tenía ganas de pisar terreno estudiantil. Es obvio que me tomará un tiempo decidirme por una carrera.

    —Te gusta mucho la música. ¿Por qué no estudias eso?

    —Ya lo pensé, y sí, me gusta, pero no estoy como para gastar años de mi vida en algo que no me apasiona. No sé, supongo que en algún momento por obra y gracia divina vendrá a mi mente lo que haré en los próximos años.

    —¿Y si mientras piensas lo que quieres estudiar, trabajas con tu madre? —Sacó una barra energética de su bolsillo, la abrió y la partió por la mitad. Empezamos a masticar en silencio.

    —Nah, ni loca. He escuchado que trata mal a sus empleados —dije en broma, cuando ya no me quedaban migas en la boca.

Todos en la empresa sabían que era una alcohólica, y aunque la mayoría de ellos la respetaban, había unos cuantos desgraciados que hablaban a sus espaldas.

    Me enojaba que no se enterara de que murmuraban cuando ella no estaba cerca. Pero lo que me enojaba aún más era que a veces estuviera segura de que mi madre sabía que sus trabajadores cuchicheaban y chismeaban a su costa, pero a ella no le importaba. En ocasiones sentía que mi madre era consciente de lo que pasaba a su alrededor, pero escogía ignorarlo, y me preguntaba por qué.

    —Vale, entonces deberíamos hacer un dúo y ganarnos la vida como cantantes callejeros.

«El mundo se inundaría si eso pasara, caería un diluvio», pensé divertida.

Él me observó con atención y tal vez con algo de sorpresa.

    —Es la primera vez que escucho tu risa. Me gusta.   

    —Eh, sí... —dije cohibida. De pronto sentí que el ambiente cambió, y no tenía ni idea de qué hacer. La situación era incómoda—. A mí también me gusta mi risa.

    Pasaron segundos, luego minutos, así que decidí mirarlo a la cara. Y allí estaba él de nuevo, observando con detenimiento. Últimamente hacía eso, y era incómodo, muy incómodo. Como no quería perder una batalla de miradas, también me quedé casi sin parpadear para examinar sus ojos color miel. Eran muy claros, y pensé: «¡qué bonitos son!».

    —Salgamos —dijo con una seguridad que no le había escuchado hasta ese momento.

    —Bien, ¿a dónde quieres ir?

    Él rió por lo bajo mientras negaba con la cabeza.

    —¿Sabes?, creo que eres muy inteligente para muchas cosas, pero para otras...

    —No te entiendo, ¿de qué hablas?

    —Te digo que  sal-ga-mos —se señaló el pecho con el dedo, después a mí y luego a ambos—. ¿Qué me dices?

    —No.

    —¿Qué te parece esto? —continuó diciendo como si no le hubiese respondido—. Seamos amigos, aunque ya sé que lo somos; pero tal vez podemos ser... ¿amigos con derecho? —No sabía qué cara había puesto, solo sé que me miró, y empezó a reír como loco—. Vale, vale —dijo entre pausas mientras sostenía su estómago que, al parecer, le dolía por haber reído tanto. Ese día, yo era un payaso, por lo visto. Se secó una lágrima y puso las manos en alto—. Sin derecho de ningún tipo hasta que tú quieras, por supuesto —añadió con un guiño.

Puse los ojos en blanco y de inmediato pensé en que esa era su forma de ser, de decir las cosas, así, de forma directa. Recordé que al siguiente día de conocernos él me había dicho que no le importaba ni tenía miedo de expresar lo que sentía.

—Sí me escuchaste decir que no, ¿cierto?

—Eso es justamente lo que escuché. Que lo pensarás.

    —Por supuesto —dije resignada.

    Aplaudió al aire, elevó la vista al cielo y extendió sus brazos como si lo estuviera alabando. «¿Por qué es tan extraño?, me pregunté divertida.

    —Entonces, como ya hemos llegado a un acuerdo, ¿qué te parece encontrarnos mañana a las seis de la tarde en nuestro lugar?

    —¿Quieres decir aquí, justo donde estamos en este momento?

    —Shh, no estropees el ambiente, un poco de misterio no está mal.

    —Estás loco. —Reí.

    —Te gustaré así, lo sé.

    Puse los ojos en blanco.

    —¿Adónde iremos esta vez? —pregunté expectante.

    —Ya verás —respondió en un tono misterioso.

No era nada nuevo, me estaba acostumbrando a ello, pero quería saber más de él, al menos un poco más de lo que ya sabía, que era básicamente... nada. Siempre estaba solo, no hablaba de sí mismo ni de alguien más... Era como si quisiera escucharme y nada más. No reprochaba que fuera reservado, yo también lo era, pero tenía el deseo de al menos conocer cuál era su nombre. Aunque no se lo preguntaría en aquel momento, me negaba a solicitar esa respuesta porque creía que me vería muy interesada. Así que fui a lo seguro:

    —¿Cómo va el negocio de los abrazos gratis?

    Su risa retumbó por todo el lugar.

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