3. Un desierto sin tu voz

¿Qué es el amor, más allá de esas cuatro letras que significan todo cuando lo demuestras, pero nada cuando las recitas?

    Para los griegos, el amor es ese tipo de sentimiento responsable de nuestros estados de ánimo, acciones y decisiones. Por ello, propusieron cuatro clasificaciones de amor para explicar lo que experimentamos cuando «amamos». Estos son: Eros, Storgé, Philia y Agapé.

    A veces pretendemos comprender todo lo que abarcan estas cuatro letras, y ese sentimiento lo simplificamos con un «te quiero», como si en realidad pudiera depreciarse de esa manera. Ignoramos el hecho de que el amor es más fuerte que la muerte.

No sería hasta un par de meses más adelante que entendería el significado de estos tipos de amor y cuán incondicional era uno de ellos.

    Cuando tenía nueve años, mi padre decidió abandonarnos a mi madre y a mí. Sí, el típico cliché de una madre soltera y una hija que, no mucho tiempo después, se encontraría a la deriva. Esa niña pasaría por diferentes estados de ánimos, desde la niñez hasta su adolescencia. Primero, se sentiría pletórica como cualquier infante que desconoce de situaciones adversas, de una vida que no sea ver la sonrisa de sus padres y la de ella misma, de los miedos y las ilusiones; luego, arrastraría consigo el deseo de esa vida donde las risas eran las verdaderas melodías de la felicidad y, por último, entendería que ser feliz no era más que una decisión.

    —¿Adónde vas? —preguntó mi madre con ese dejo de fastidio que siempre estaba presente en sus palabras, mientras expulsaba el humo del cigarrillo por la ventana de la cocina. Ella sabía que odiaba que fumara, solo que no le importaba. Nunca le interesó nada de mí. Ni siquiera pretendió que lo hacía. Ella sí que era un excelente ejemplo de «honestidad».

    —Iré a dar una vuelta. Dejé comida en el microondas. —Fue mi respuesta. No me gustaba tener que darle explicaciones de cada paso que daba a una persona que no le importaba mi vida.

«¿Por qué dar aquello que no recibes? A las personas les gusta exigir lo que no merecen. ¡Cínicos!», me quejé en mi mente mientras tomaba el pomo de la puerta para salir de la prisión en la que me encontraba. Estaba cansada del desinterés de mi madre y el ahogo de sus problemas en vicios dañinos.

    La odiaba.

    —¡Delaila! 

Frené en seco la huida de mi tormento. No era común en ella llamarme por mi nombre, lo hacía solo una vez al año. La miré sorprendida y expectante.

    Se quedó observando sin emitir palabra, como si quisiera contarme un secreto que solo ella sabía. Al final negó con la cabeza y volvió a inhalar el veneno, para luego expulsarlo como la profesional que era. Enfocó la vista en algún punto de la pared de la cocina. Yo cerré los ojos con fuerza y suspiré con un renovado hastío. Con ella era lo mismo cada vez, nunca había un término medio: o hablábamos cuando por razones impensables de la vida decidía dejar el cigarrillo y la bebida por una buena comida y compañía de su hija,  o éramos gritos, amenazas, y luego una completa tumba.

    Giré el pomo de la puerta, la abrí sin más preámbulos y salí de casa sin mirar atrás. Era lo que siempre hacía: desconectaba de ese mundo irrisorio de cuatro paredes, y pretendía vivir en otro una vez cruzaba la frontera que los separaba. Me preguntaba sin descanso por qué no podía tener una adolescencia como la de cualquier otro, por qué era tan difícil tener una madre que al menos aparentaba que le importaba y, por qué tenía tantos porqués sin respuestas.

    El golpeteo de los zapatos en el pavimento, el paso acelerado de los transeúntes de vuelta al trabajo después de un pequeño descanso para comer algo, las voces parlanchinas de las niñas que se quedaron conversando en ese rincón de la calle, charlando sobre miles de cosas y nada a la vez, me ponían los pelos de punta. Esa rutina, el cuchicheo, las risas, los abrazos, las despedidas... ¡todo era tan ruidoso! Así que me coloqué los cascos y decidí silenciar lo que me rodeaba.

De inmediato sentí tranquilidad. La música me recorrió el cuerpo, dejando rastros de su melodía cuando escuchaba tocar la batería y el bajo a un ritmo sincronizado. No existía nada mejor que eso. Con tan solo escuchar un ritmo musical que atrapara mis sentidos, borraba todo lo demás y me perdía en ese flujo sonoro.

    Guié mis pasos hacia la estación de trenes. No llevaba prisa, sabía que contaba con tiempo suficiente para pensar un poco sobre lo que podría decir antes de encontrarme cara a cara con mi padre. O al menos eso era lo que esperaba que sucediera. No era como si hubiésemos hecho planes o algo parecido, pero yo no era una persona que se diera por vencida, no sin antes intentarlo todo.

Frente a mí, se alzaba la estación de tren de Provenza, cuya estructura se componía de un cuerpo central de hierro y vidrio, que se elevaba sobre dos cuerpos laterales de piedra. La estación de tren de Provenza, era emblemática. Conjugaba tintes modernistas con características de arquitectura industrial del siglo XIX, dotada de detalles eclécticos y mudéjares de ladrillos. Atravesé el gran espacio rodeado de áreas comerciales cuyo fin era entretener a los viajeros en esos tiempos muertos.

No era un día muy concurrente. Los miércoles, por alguna razón, no estaba atestado de personas. Saqué la tarjeta de viaje desde dentro de la funda del móvil y la metí en la máquina para que hiciera la lectura. El par de pequeñas puertas se movieron. Una hacia la izquierda y la otra a la derecha, dándome acceso al andén.

Me senté en una de las sillas de espera, con la vista hacia los rieles y el sonido lejano de las ruedas que se deslizaban sobre ellas. La fricción, ese rechinar molesto. Vi pasar varios trenes. Algunos se detuvieron para absorber a sus pasajeros dentro, otros, ni se molestaban en frenar porque llevaban consigo algún tipo de carga que debían llevar a un lugar en específico.

Me preguntaba qué se sentiría ir a tope, mantener pulsado el acelerador a sabiendas de que no debes hacer una parada en tu trayecto, que sabes cuál es el final del camino y no te preocupas por saber qué hay en ese recorrido que atraviesas. Es práctico. Es seguro.

A los pocos minutos, me subí al tren con dirección Entares. Retorcía las manos y movía el pie derecho de arriba hacia abajo sin parar. Pronto lo vería. Aún no podía creer que realmente lo había encontrado. Aún no salía del asombro, quiero decir, ¿qué probabilidades hay de que encuentres a la persona que buscas de entre treinta millones que viven en el país. Pensé que aquello debía significar algo. Por lo que me asegure de que esa vez, le hablaría. Quizás así me reconocería. Quizás entonces las cosas mejorarían.

Cuando lo vi, mi cuerpo se relajó del todo.

—¿Este asiento está ocupado?

«¿Por qué pregunta lo mismo siempre? ¿Qué sentido tiene?».

—No, está libre. —Hice una seña para que se sentara.

Así lo hizo. Entonces me miró para darme una sonrisa. De inmediato, arrugó el entrecejo, pero sin dejar de lado la sonrisa.

Por alguna razón, eso me molestó.

—¡Oh, eres la chica del otro día!

—Sí, esa misma.

—¡Qué cosas! —emitió con alegría.

—¿Toma este tren con regularidad? —pregunté, dudosa de si respondería.

La pregunta fue abrupta.

—Cada día. Hay mucho trabajo en Entares. Se dice que de aquí a diez años, quizás se convierta en una de las regiones más ricas de todo el país.

—¿Ah, si?

—Sí, de hecho... Bueno, no sé si los jóvenes de hoy en día leéis sobre lo que sucede en el mundo, pero...

—Los jóvenes de hoy en día siguen leyendo las noticias —dije de inmediato.

—Es bueno saberlo —sonrió complacido, como si le hubiera alegrado el día.

Continuamos charlando de trivialidades hasta que cada quién siguió su camino. Yo me bajé una parada antes de la última, y cuando lo hice, dentro de mí se formó una sensación extraña que hizo que mis labios se curvaran hacia arriba. Mi corazón latía con rapidez y mis pies daban pequeños saltos mientras me dirigía a la salida.

    Quería compartir toda esa experiencia con alguien. Pensé de nuevo en él. Habían transcurrido cuatro días y seguía sin saber qué había pasado para que Abrazos Gratis se esfumara de esa manera. Me hacía gracia que aquellos días, cuando ni siquiera deseaba encontrarme con alguien, lo había conocido sin esperarlo, y que en ese otro momento cuando solo quería alejarme de todo, hubiera vuelto a encontrarlo en el mismo lugar, que al parecer frecuentaba para mostrar sus dotes para nada sorprendentes. Y ahora, que quería hacerle saber de mi gran hallazgo, no lo veía por ningún lado, por más que recorriera el parque entero y sus alrededores.

    Gracioso, ¿cierto? Cuando buscamos algo con desespero, no lo hallamos.

«¿Adónde has ido, Abrazos Gratis?», preguntaba molesta en mis pensamientos.

A la semana, ya echaba humo por las orejas. «¿En dónde diablos te has metido? ¡No ha llovido en siete días por falta de tu presencia, y se supone que estamos en época de lluvia! ¿Cómo no va a caer aún más un torrente con tu desafinada voz?», disparaba mi mente mientras me agachaba para esconderme detrás de un banco y observar el frondoso árbol del otro lado del parque, a ver si por arte de magia aparecía el protagonista de mi acoso.

    Necesitaba hacer bien mi trabajo.

    A los diez días, ya tenía secuaces indeseados a mi merced. Niños de diferentes edades se ponían en cuclillas, imitándome, y se hacían señas unos a otros con sus diminutos dedos sobre sus labios para indicar que era momento de hacer silencio porque había que observar de manera indefinida el «bonito árbol».

    «¡Dios, qué molestos son!», pensé mientras apartaba con cuidado una pequeña hormiga que subía por la mejilla de uno de ellos.

    Lo peor de todo, era que las madres estaban aún más locas de lo que parecían. Dejaban a sus niños con una demente al asecho y mostraban sonrisas conspiradoras entre ellas mientras observaban cómo sus hijos jugaban a los espías con su nueva «amiguita». Ponía los ojos en blanco con hastío, porque no podía creer que todas hubieran perdido la maldita cabeza. Una vez los niños me rodeaban, ellas se sentaban en la lejanía a charlar, mientras los mocosos «jugaban».

    Genial, simplemente genial. Ahora también era niñera, y ni siquiera recibía un sueldo por ello. ¡Magnífico!

    Resoplé y proseguí con mi encomienda. Pensaba irme y no volver más a este maldito lugar si Abrazos Gratis no aparecía en una hora.

    —¡Chilenso ! —espetó Arán, el más pequeño de todos, cuando uno de ellos preguntó algo.

    —Tengo pipi —dijo apresurado Miguelito.

    —Sostenlo, ya queda poco —replicó Alejo, y negó con la cabeza. Él era al que todos escuchaban. Entonces desvió la mirada hacia mí, esa que siempre daba cuando preguntaba en silencio si lo había hecho bien.

    No sabía en qué me había metido. Ni siquiera entendía cómo es que me sabía sus nombres.

    Los observaba intercambiar susurros para mantener la fachada y no advertir de nuestra presencia al objetivo, en los arbustos del parque. «¡Dios! ¿Cómo llegué a esta situación?», era lo único que podía repetir en mi cabeza. En ese momento, me pregunté qué era aquello que diferenciaba tanto a los niños de los adultos, además del hecho de no temerle a nada. «¿Qué nos hace merecedores de su confianza?»

    Desvié la mirada hacia Alejo, que seguía en espera de mi respuesta, de saber si lo había hecho bien o no. No lograba comprender qué fue lo que había visto en mí como para que siempre buscara de una forma u otra, mi aprobación. ¡Demonios, solo habían pasado tres días desde que me había conocido! No podía entender su comportamiento. Pero allí, con ojos expectantes y un ligero toque de nerviosismo, estaba ese pequeño niño, aguardando.

    Suspiré derrotada y, en un movimiento rápido, le revolví el cabello a la vez que le guiñaba un ojo. Su réplica fue poner en su rostro una sonrisa gigante.

Sentí que mi corazón se derretía.

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