17. Primer paso
El saber que lo que haces está mal, pero que te niegas a dejar de hacerlo porque sientes que si te detienes, si afrontas eso que tanto evitas, todo se irá aún más a la mierda. Y continúas, porque sabes que es mejor aliviar la herida con sal, que sanarla con un bálsamo.
La cicatriz es más dolorosa.
—¿Alba? ¿Qué haces aquí? —pregunté con asombro y curiosidad.
Ella no pertenecía a ese tipo de ambiente. Alba era reservada, tímida, solitaria, y verla en un atuendo que desentonaba por completo con su aspecto aniñado, me provocó cierta incomodidad. Ella no era ella.
—¿Y tú?, ¿qué haces aquí? —replicó. Se cruzó de brazos y me miró con evidente molestia.
No supe si fue por mi tono de voz al hacerle la pregunta, o por la sorpresa que mostré en el rostro al verla en aquel entorno.
Estaba por contestar que no era mi primera vez en ese lugar, pero me detuve, porque recordé que yo también estuve en sus zapatos no hace mucho. «Oh, claro, tal vez todos pensaron lo mismo que yo cuando me vieron por aquí por primera vez aquí», pensé. «Tal vez dijeron que este ambiente no encajaba conmigo».
—No importa, ven, vamos a tomar algo —la cogí del brazo.
Al parecer eso hizo que bajara su guardia. Me siguió sin protestar.
Nos serví un vaso de cerveza. No sabía qué era lo que le gustaba, pero todo el mundo tomaba cerveza así que no creí que lo rechazaría.
Lo hizo, sin embargo.
—No gracias, no me gusta la cerveza —emitió con una mueca de desagrado.
Eso me hizo reír. Era de suponer que a nadie le gustaba la cerveza, pero se tomaba porque era básicamente una regla general. Tomabas cerveza porque era lo que se hacía, porque querías pertenecer a un grupo, porque querías sentir esa sensación de mareo tan agradable que te invitaba a ingerir más alcohol.
Sabía que la cerveza tenía un sabor horrible, pero no dejabas de tomarla solo por eso.
—Vale, pues dime, ¿qué tomas? —Señalé las bebidas que se estaban encima de la mesa de la cocina—. Hay ron, tequila, vodka, pisco...
—No quiero nada.
—¿Entonces qué haces aquí? —Pregunté con voz cansada. Intentaba ser amable con ella, pero me lo ponía difícil.
—¿Por qué? ¿Tengo que tomar algo para poder estar aquí? —su nivel de molestia iba en crescendo.
A mí ya no me apetecía seguir conversando.
—Mira, ¿sabes qué? Me parece genial que no tomes nada. Intentaba ser amable. No necesito esta mierda. Adiós. —Pasé por su lado con la esperanza de no volver a verla en lo que quedaba de noche, o madrugada, si íbamos al caso.
No fue así. Era lo que tenía el no poder controlar todo. Las cosas no sucedían como querías.
—¿Por qué eres así conmigo? —Sonó herida y me pregunté por qué le importaba tanto el cómo yo era con ella. Ni siquiera éramos amigas.
Suspiré y giré sobre mis pasos. Aquello me estaba dando un dolor de cabeza. Esa noche solo quería estar tranquila y Alba no estaba colaborando en nada. Toqué la base de mi nariz y cerré los párpados. Al cabo de unos segundos, la miré a los ojos.
—No somos amigas, Alba. ¿Qué demonios quieres de mí? ¿Por qué te importa cómo te trate? Es más, ¿por qué incluso me hablas si no te gusta la forma en la que te trato?
Una chica pasó corriendo por nuestro lado yendo directo al cubo de basura. Se podía escuchar con claridad la cantidad de vómito que depositaba. Asqueroso.
—Porque eres un ser humano, Delaila, y se supone que debes tener aunque sea un mínimo de empatía por aquellos que te rodean. No porque te agraden, sino porque ese es el deber ser. Nunca sabes por lo que una persona está pasando. Deberías tomar eso en cuenta.
—Aburrido. Todo lo que dices me aburre. Joder, que no estoy en ningún grupo de superación o alguna mierda por el estilo. Tampoco necesito que me sermonees con tus palabras bonitas —me acerqué hasta que ya no hubo espacio entre nosotras—. ¡Eres tú la que no sabe una mierda! ¡Así que olvídate de mí y desaparece de una jodida vez!
—Estás sufriendo, Delaila, lo puedo ver —dijo con una voz tan suave que me hizo recordar a esa psicóloga a la que asistí después de que mi padre nos hubiera abandonado a mi madre y a mí.
Sentí que la sangre me hervía al ver que Alba me miraba como si sintiera pena por mi. Con condescendía. Quería que se esfumara de una vez por todas.
—¡¿Puedes dejarme en paz?! Entiende una cosa, Alba. Cuando alguien te ignora, te levanta la voz y coloca una expresión de hastío en su rostro, es porque no le agradas. ¡¿Lo pillas?! ¿O debo explicártelo con manzanas?
Ni siquiera sabía porqué seguía allí, de pie frente a ella, gritándola y diciéndole cosas que sé que le molestarían e incluso que la harían sentir mal. Me sentía tan derrotada, tan desesperada y rota que me oponía a aceptar lo que estaba pasando en mi vida. Solo quería llorar, pero las lágrimas se negaban a salir. Era tan extraño.
—Antes éramos amigas —dijo con mucha calma, como si retomara una conversación pacífica—. Recuerdo el primer día de clases en primaria. No conocía a nadie y todos los niños se reían de mí por mi forma de vestir, de hablar e incluso de reír. ¿Pero sabes quién fue la única persona que se acercó y preguntó mi nombre? Tú, Delaila. No te importó lo que los demás dijeran y te convertiste en la única amiga de la niña huérfana.
La música seguía sonando sin parar, pero podía escuchar a Alba con tal claridad que me pregunté si realmente estábamos en el centro de esa casa atestada de luces y sonidos estridentes.
»Éramos las mejores amigas. Tú solías ser divertida, atenta, cariñosa... ¿Qué te sucedió, Delaila?
Ni yo misma lo sabía. Estaba conmocionada en ese momento porque vi cómo se proyectaban imágenes en mi cabeza, una por una, mostrándome escenas divertidas con Alba, incluso las más tristes. Como cuando en una noche de abril, me contó que su madre no murió en un accidente de coche como le había dicho a todos los demás; sino junto a ella, desangrada con las venas abiertas. Me dijo con una voz suave: «yo quería a mi madre, pero ella a mí no». Fui yo la que lloré y ella la que en silencio me abrazó, acarició mi cabeza y me meció como una madre haría con su hijo, susurrando palabras de comprensión.
«¿Cuándo cambió todo?», pensé. «No logro recordarlo». Solo sé que de un momento a otro mi vida no fue la misma. Yo no fui la misma. Mi entorno se desdibujó y todo lo veía en blanco y negro. Los días se me hacían largos, las personas me generaban un dolor inconcebible, y las sonrisas que mostraban cada uno de ellos, se convertían en una flecha que disparaban directo a mi corazón.
—No eres la única que tiene problemas y mucho menos la única que sufre —continuó diciendo—. Así que levántate y vuelve a ser esa chica que le sonreía a la vida. Eres fuerte, Delaila, siempre lo has sido.
Lo primero que hice fue observarla. Lo siguiente que hice, fue caminar en dirección a sus brazos. Ella no dudó. Me abrazó, acarició mi cabeza y comenzó a susurrar aquellas palabras que no comprendía pero que me hacían sentir muy bien: protegida. No entendía qué sucedía conmigo, el porqué de mi comportamiento, pero en ese instante, al menos por esa noche, quise dejarme llevar por lo que el dolor me dijera. Tal vez incluso, las ganas de compartir algo y ser escuchada.
Al cabo de un rato, fuimos al jardín. No dijimos nada. Nos sentamos en el césped y observamos por no sé cuánto tiempo, las coloridas plantas.
—Hermosas, ¿cierto? –dije, aún admirando la gama de colores frente a mí—. Nunca había visto un jardín tan hermoso como este. No. Diría más bien, imponente. Siento que se alza sobre mí, aún cuando soy yo la que se encuentra por encima de él. Curioso, ¿no crees? —dije con un suspiro, al mismo tiempo que negaba con la cabeza, sonriente.
Cuanto más tiempo pasaba, más lograba recordar lo que ambas habíamos compartido de niñas. Cuanto más tiempo pasaba, me preguntaba qué había hecho para romper nuestra amistad. Ni siquiera lo recordaba.
—¿Sabes? Yo te seguía a todas partes. Supongo que eso no ha cambiado todavía —emitió una risa poco alegre. Como si le entristeciera su comportamiento. O quizás el mío—. En ese entonces no paraba de hablarte de mil y una cosa. Y tú te sentabas a mi lado, como ahora, escuchando todo lo que quería decir. Supongo que eso tampoco ha cambiado.
—No, no lo ha hecho —estuve de acuerdo, aunque realmente no sabía si eso había cambiado o no. Mis recuerdos junto a ella eran como humo en el viento.
Ninguna de las dos emitió sonido por un largo tiempo. Callamos y observamos. Luego escuchamos y aceptamos. En tan poco tiempo, sentí que una conexión guiada por la compresión, se consolidaba de tal manera que temí. Mi cabeza giró para observarla de perfil, a esa chica menuda que llevaba un vestido de colores vivos y labios rojos. «¿Quién eres?», quise preguntarle, pero se me hizo de lo más tonto emitir esa interrogante.
Allí estaba ella, contemplando la vida pasar, y yo, quise correr a un centro comercial y comprarle un vestido rosa con bordado en tonos blancos y verdes. «Es su preferido», recordé.
—Solo espero que no ignores mis palabras. Antes te gustaba escucharme hablar, decías que siempre emitía las palabras correctas en los momentos oportunos. Realmente no lo creía, pero me gustaba escucharte decirme cosas lindas. Espero que esta vez, haya podido hacerlo.
Un temblor en la garganta hizo que dirigiera la mirada a otro lado. La noche estaba a punto de dormir para dar paso a la luz del día. El cielo estaba bañado en rojo. Las estrellas más brillantes que nunca. Solo un panorama así pudo recibir a una mariposa de rayas negras y verdes que aterrizó en una flor blanca como la inocencia. Batió sus alas con lentitud, como probando la fuerza en ellas.
—No tengo claro el día exacto en que mi padre nos abandonó —le hablé al espacio que había entre un tulipán y yo—. Fue algo tan insospechado que al principio ni me di cuenta. Creo que habían pasado un par de semanas para cuando me enteré. Así de distante era conmigo. No es que tuviera una mala relación con mi padre, es solo que no hablábamos de muchas cosas, ¿sabes? Llegaba a casa después del colegio y lo encontraba ya sea en la cocina con una taza de café, en la sala leyendo algún periódico o tomando alguna cerveza viendo un partido de fútbol. Él me diría: «¿qué tal la escuela?», y yo le respondería: «bien». Entonces yo iría al dormitorio, sacaría el material de estudio y me pondría a hacer deberes hasta que fuera la hora de la cena y escuchara gritar a mi padre que ya era hora de comer. En algún momento él me preguntaría si necesitaba dinero, o qué quería para mi cumpleaños. Ese era el tipo de relación que teníamos.
Hice una pausa y desvié la mirada hacia donde se encontraba Alba. No sabía si realmente me estaba escuchando, el silencio que nos rodeaba me hizo sentir insegura. No entendía por qué le estaba contando esto. Nunca le había dicho nada a nadie sobre mi padre. Pero allí estaba Alba, abrazando sus piernas con los brazos y la cabeza apoyada en las rodillas. Su mirada estaba enfocada en mí.
Tragué saliva y descansé la vista en el tulipán.
—Mi madre siempre que despertaba, me sentaba en la silla frente al espejo del tocador de mi habitación y con sumo cuidado pasaba las cerdas del cepillo sobre mi cabello. En su rostro se mostraba una sonrisa que no descansaba y con voz cantarina me decía que ella era la pirata más poderosa de todos los mares porque tenía en su poder el mayor tesoro. Un día, le dije que yo era como Rapunzel, pero ella negó con la cabeza y dijo: «No, cariño, tú eres libre y amada». En ese momento no entendí su significado, pero sonreí, porque estaba segura de que todo lo que ella me decía, era cierto.
»Un veintiuno de febrero, llegué a casa más temprano de lo normal. No recuerdo con exactitud la razón, pero sé que le quería mostrar a mi madre algo que habíamos hecho en el colegio y, nada más cruzar el umbral de la puerta principal, una sensación de inquietud me invadió. El aire estaba cargado, viciado, y un montón de ropa, papeles desperdigados por doquier, cuadros rotos y jarrones destrozados; rodeaban a mi madre en el centro del salón. A su lado, tres botellas Jack Daniel's, Dalmore y Macallan.
»Ellos serían sus mejores amigos a partir de ese momento, y la seguridad de que yo era su mayor tesoro, se esfumó con el pasar del tiempo.
»Es extraño como una persona puede cambiar de un instante a otro. O quizás no cambian, solo muestran lo que son cuando están en su peor momento.
Aquel día hablé sobre muchas cosas. Fue como si un río hubiese desembocado. Sentí que por primera vez yo era la parlanchina y ella la que escuchaba. Y cuando los primeros rayos del sol tocaron nuestros rostros con su luz incesante, prometimos ir a tomar un café después de que regresara de viaje con su tía.
No la volví a ver.
Todavía me pregunto si Alba llegó a notar que en ese entonces yo no recordaba tantos momentos junto an ella. Debí habérselo dicho. Me entristece saber que vio a través de mi, pero aún así no emitió palabra o incluso reconocimiento, porque así era ella: increíble.
Espero que en algún momento me haya perdonado.
Un par de días después, decidí visitar a unos amigos. Sabía que les debía una disculpa.
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