16. Deseos que no se cumplen
Sus palabras no tenían sentido para mi. Las repasaba una y otra vez en mi cabeza pero aún así seguía sin comprenderlas. Estaba segura de que él podía ver la confusión escrita por todo mi rostro, pero no se molestó en rectificar lo que había dicho. Se mantuvo estoico en el sitio mientras me sujetaba como si en cualquier momento me fuera a derrumbar. Su mirada atenta no quería apartarse de mí.
—Delaila, ¿estás bien?
Salí de mi estupor tan rápido que me sentí mareada. Mi cabeza era un mar de confusión, inmensas olas me golpeaban con miles de preguntas que no querían ser contestadas. De pronto la sensación de que mi cuerpo entraba en combustión por la repentina rabia, me inundó.
Lo miré con una mueca en el rostro.
—¿Que si yo estoy bien? Joder, Ricardo, mi pregunta es si tú lo estás. ¡¿Qué demonios con lo de «qué haría si fuera la última vez que te viera»?! —lo aparté. Su cercanía de pronto se sentía demasiado dolorosa.
—Estoy enfermo, Delaila. Muy enfermo. En cualquier momento podría morir. Sé que es difícil de procesar pero...
—¿Y tú? ¿Lo has procesado? ¡Qué coño, Ricardo! ¡Me estás diciendo que te vas a morir! ¡¿Cuan jodido es eso?!
—Delaila...
¿Cómo podía hablar con tanta calma? No podía entender cómo a pesar de su semblante enfermo, sus palabras podían sonar tan serenas. ¿Era aceptación? ¿Ya había llegado a un acuerdo con el final que le esperaba? ¿O solo quería mostrarse fuerte y tranquilo cuando realmente estaba tan trastornado e indefenso como yo me sentía en ese momento?
—Delaila, ¿me estás escuchando?
—Ahórratelo, no quiero escucharlo.
—Delaila, tienes que...
—¡Para! ¡Es que no entiendes que no quiero escucharte hablar de otra cosa que no sea sobre..! —suspiré, de pronto cansada—. Necesito pensar.
Y así, sin más, me alejé de esa figura alta y delgada, con ojos hundidos y labios agrietados. De repente, muchas cosas ahora tenían sentido para mí. Como la primera vez que lo conocí.
Me alejé y no miré hacia atrás, tampoco cogieron mi mano en un intento de frenar mi huida. EL corazón lo sentía pesado y las lágrimas caían como si me hubiesen roto el corazón.
Batimos las alas para volar. ¿Qué pasa cuando no podemos alzar el vuelo?
Iba a una fiesta con los gemelos.
Volví a observarme en el espejo para asegurarme de que todo estuviera en orden. Deslicé mis manos sudorosas en la parte delantera de la falda y respiré de nuevo para calmar el latir de mi corazón. No sabía qué demonios me pasaba. No era como si fuera la primera vez que tenía contacto con otras personas más allá de mi madre o amigos, pero, por alguna razón, estaba aterrada.
Cogí el móvil y las llaves de casa. No podía perder más tiempo, Bea y Edu me esperaban.
Toqué dos veces la puerta de la entrada de la casa de mis amigos antes de que se abriera por completo. La mirada de aprobación en el rostro de Bea me dijo que había acertado con el maquillaje y la vestimenta. Alzó ambas cejas y se lamió los dientes superiores, luego asintió y se movió a un lado para permitirme la entrada. Eduardo estaba en el salón, concentrado, viendo una grabación de algún torneo del equipo de natación. No quise distraerle, así que fui directo a la habitación de Bea. Ella lideraba el camino mientras hacíamos el recorrido sin emitir palabra.
—¡Estoy tan emocionada! —Exclamó en cuanto entró a la habitación. Tomó mis manos y las apretó, a la vez que sonreía y se mecía de un lado para otro, como con ganas de empezar a hacer algún tipo de baile que solo ella conocía.
La guié hasta la cama para sentarnos en el borde de esta.
—¿Cómo será? —pregunto.
—¿Qué cosa?
—La fiesta.
—Pues como todas las fiestas, supongo. Música, baile, ligues, bebida... —Se levantó de la cama para ir hasta la cómoda y comenzar a aplicarse un labial de color marrón.
—¿Será hasta tarde?
—Cariño, todas las fiestas son hasta tarde. Todas. Y, por supuesto que así debe ser —volvió la vista y continuó con la tarea de lanzar besos al espejo. Me preguntaba por qué lo hacía—. Sino, no sería una fiesta. Básicamente esa es la esencia de una fiesta: divertirte hasta que tu cerebro de vueltas y no pueda más.
—Pues no suena tan divertido para mí.
—Ya verás que te gustará.
—¿Los conoces? A los que irán a la fiesta, me refiero.
—A algunos. Estudian conmigo, pero son conocidos-desconocidos. No sé si me entiendes —negué con la cabeza—. Digamos que los veo cada día en clase, los saludo, me saludan, formamos equipos de trabajo, tomamos algo de vez en cuando, salimos de fiesta, ligamos, pero eso es todo. No existe una conexión real entre nosotros.
»Aunque, ¡eso es lo mejor de todo! Porque no tienes la responsabilidad de preocuparte por quien no te entiende. Supongo que es un acuerdo tácito entre todos los adolescentes. Las verdaderas amistades se crean cuando eres adulto.
—¿Y amigas? ¿Tienes amigas?
—¿Además de ti? —Asentí, aliviada—. ¡Por supuesto que las tengo! Aunque, no creo que deba llamarles amigas. No es del todo correcto.
—Oh, ¿y estarán en la fiesta?
—Nop. Estarán en otro lugar, eso es seguro.
—¿Dónde? —Pregunté completamente perdida.
—En algún lugar del mundo. Aquí y allá —se encogió de hombros y comenzó a jugar con su cabello. Lo colocaba hacia un lado, luego todo hacia adelante para repetir un par de veces el proceso.
—¿Qué significa que están aquí y allá?
—Digamos que es una «amistad» a distancia.
Quería tirar la toalla. Era muy difícil seguirle el hilo.
—Te explico, cari —giró el taburete y me miró de frente—. La mejor «amistad» que puede existir entre chicas, se forman y se mantienen en la lejanía. ¿Sabes por qué? Porque todo cambia cuando están cara a cara, cuando le das rostro a esa persona que crees que es alegre, divertida... y cuando eso sucede, se desarrollan los celos, la envidia.
—¿Qué pasa conmigo, entonces?
—Tú eres diferente.
«Diferente como?», pensé. Pero no quise hacer esa pregunta. Temía la respuesta.
Eduardo entró sin avisar a la habitación, cosa que irritó a Bea. Se ganó un regaño por no haber tocado la puerta primero. Después de varios: «lo siento, no lo volveré a hacer», fue perdonado. Se sentó en la cama, a mi lado, e hizo lo mismo que yo: observar a Bea terminar de maquillarse. Hubo silencio hasta que ella lo interrumpió:
—Y... ¿quién era el chico del otro día?
Por el rabillo del ojo vi que Eduardo se pasó una mano por la mandíbula.
No estaba segura de querer revelar esa información. Mis labios se mostraban reacios a proporcionar detalles.
—Un amigo.
Retorcí las manos y me moví de un lado a otro. Comencé a morder el labio inferior y a sentir que poco a poco un bulto se formaba en mi garganta. Los ojos comenzaron a picarme.
—¡Oh, lo siento, Delaila, no era mi intención! Lo siento, no debí preguntar. Disculpa, no pensé que te incomodaría la pregunta. —Bea se acercó con evidente preocupación en su rostro. Tenía el ceño fruncido y parecía como si en cualquier momento se pondría a llorar.
Era increíble cómo hace un rato era la chica inteligente, cool, y segura; y de un momento a otro, era una chica vulnerable que al parecer no se preocupaba por esconder tal debilidad.
Eduardo ya se encontraba entre nosotras. Colocó una mano en mi espalda y acercó su rostro para preguntarme si estaba bien. Tenía a los hermanos rodeándome como si fueran un muro impenetrable que me protegería de todo. Me gustaba esa sensación.
Pensé en mi madre. A esa hora ya debería de estar en casa, compartiendo su tiempo de la mejor manera, junto a sus tres botellas. Era posible que llegara tarde a casa, o tal vez ni eso. Era posible que mi madre tuviera problemas para conciliar el sueño...
«Joder. Qué demonios», pensé. Sabía que tenía que dejar de pensar.
Bea y Eduardo seguían con la mirada fija en mí.
Mierda.
Estiré el cuello, respiré profundo, exhale y decidí que era suficiente. Lo que sea que estuviera sintiendo, debía parar.
—Estoy bien —dije.
—¿Segura? —preguntó Eduardo.
—Estoy bien —me levanté de la cama como un resorte—. Entonces, ¿nos vamos o qué? Ya deberíamos estar allí —apunté con la cabeza al reloj de pared que se encontraba justo sobre la cómoda de Bea.
Los hermanos me dieron una mirada dudosa y, quizás, preocupada. No tenía ganas de que me hicieran más preguntas sobre mi estado de ánimo. Esperaba que ellos tampoco. Los ojos de Bea se achicaron, como si aún le faltaran respuestas a sus interrogantes, pero al parecer decidió dejarme ir porque sonrió y dijo:
—Cariño, aún es pronto para llegar. Si alguna vez te dicen que una fiesta comienza a medianoche, es porque realmente comienza a las dos de la mañana. No lo olvides —me guiñó un ojo y miró a su hermano—. ¿Tenemos suficiente material? —Eduardo dejó de observarme y asintió a Bea—. ¿Seguro? No quiero que pase como la última vez y nos quedemos sin nada.
—Que sí. Yo creo que seis cajas son más que suficientes —Eduardo puso los ojos en blanco.
—¿Qué material?
—Alcohol —respondieron a la vez.
«Oh, así que se trataba de eso», pensé, y me pregunté por qué fue que acepté ir a esa maldita fiesta.
No tardamos en llegar a la casa del que ideó toda la juerga. El lugar era propiedad privada y aunque Eduardo pudo aparcar sin problemas, habían muchos coches en la zona. No podía llegar a imaginar cuántas personas se encontraban en la fiesta. ¿Treinta? ¿Cuarenta, quizás? No tenía ni idea.
Bea, Eduardo y yo salimos del coche con dos cajas de alcohol cada uno. Pesaba.
Cruzamos un camino que nos lideraba hacia la entrada de la casa. A los lados y cubriendo la mayor parte del frente, se encontraba el jardín más hermoso que había visto en mi vida. Un arcoíris de flores, vitales y radiantes, se exponían al ojo público sin un ápice de vergüenza. ¿Y cómo? Fue una de las cosas más increíbles que vi. Estaba tan embelesada por la cantidad de colores y hasta un aroma a... limpio (no podría describir mejor el olor que emanaba) que casi tropiezo contra Eduardo si este no me hubiera advertido de que estuviera atenta.
La música resonaba a través de las ventanas abiertas y el intercambio de palabras, gritos y risas, la acompañaban.
«Ruidoso».
Entramos sin más. La puerta estaba abierta y un aluvión de olores me inundó el olfato. Alcohol, cigarrillos, hierba y un olor dulzón como de cereza.
Miré a la izquierda. Roce de cuerpos, besos, respiraciones irregulares, jadeos...
Volteé a la derecha. Ojos nublados, traspiés, miradas penetrantes, sonrisas a media luna.
«Seductor».
De un momento a otro, me encontré a solas en medio de todo.
Recuerdo haber mandado todo a la mierda y tomar esos vasos de tequila que al inicio me negué a beber. Bea y Eduardo, dejaron de existir una vez el alcohol entró en mi sistema. No recuerdo sus miradas, pero sí el desaparecer de sus sonrisas.
Una infinidad de decisiones y ninguna correcta.
Era extraño. Nadie en esa casa se conocía, no realmente, pero cuando interactuaban unos con otros, parecía como si hubiesen vivido todo un milenio juntos: compartían secretos, dolor y risas. Me gustó esa simbiosis. Quise probarla. «Tal vez así todo se sienta mejor», pensé.
Caminé y no me detuve. Giraba, el mundo giraba y yo con él. Luces blancas y azules. Parpadeaban. Lento. Muy lento. Los veía y luego no, a esos rostros alegres. Cerré los ojos. Extendí los brazos hacia el cielo y curvé la comisura de mis labios hacia arriba. Moví el cuerpo de un lado a otro dejándome llevar por la música. Alguien se acercó por detrás, entrelazó nuestras manos y danzó a mi ritmo.
Se sentía bien lo desconocido.
Seguiría la marea. Iría con ella sin rechistar. Era lo que quería.
Y quise más. Mucho más.
Un día a la semana se convirtió en tres, y luego en cuatro.
No podía parar. No cuando había encontrado aquello que hacía nublar mis preocupaciones, pero sobre todo, mis miedos.
Un tirón en el brazo me hizo despertar. Bea me miraba con una expresión en el rostro que no supe definir. Sentía la garganta seca y no podía recordar cuándo me había quedado dormida ni en dónde estaba. Un rápido vistazo a mi alrededor me dijo que estaba en la habitación de Bea.
Mi cuello dolía y mi cabeza palpitaba con fuerza. Masajee ese punto medio justo sobre la clavícula con la esperanza de que al menos uno de mis pesares disminuyese.
—¿Qué hora es? —Me di cuenta que hablar reforzaba la resaca.
—¿Cuánto tiempo vas a seguir así, Delaila? Te desconozco.
No tenía pensando volver a emitir palabra, pero algo de lo que dijo Bea, tocó una fibra.
—¡Já!, como si alguien supiera algo de mí. ¡No me conoces, joder! ¡No sabes nada de mí!
Bea tenía una expresión de dolor en el rostro. Podría decir que lamenté mis palabras, pero no lo hacía. Me encontraba en un momento en donde toda la rabia, la decepción y el dolor se mezclaban en una gran y monstruosa bola que cubría todo mi pecho.
—¿Qué coño te sucede? —rugió Eduardo cogiéndome del brazo.
—¡Suéltame joder! —Me deshice de su agarre, mirándolos a ambos con impotencia.
—¡Delaila, para! ¿No ves que...
—¡No actuéis como si os importara! ¡Vosotros también os iréis! —dije al borde las lágrimas—. Eso es lo que todos hacen —las palabras salían entre pequeños hipidos y con la respiración entrecortada—. ¿Por qué me pasa esto a mi? ¿Por qué, Bea? Yo solo quiero que todos se queden. Pero, ¿por qué siempre me abandonan?
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top