11. Amistades como dos gotas de agua
Mi mundo se redujo solo a dos personas: él y yo. Solo éramos él y yo, y no quería nada más que eso. ¿Cuándo había pasado de la monotonía, a las risas y a los hoyuelos incorregibles? ¿En qué momento había cambiado todo? Ni siquiera me lo tenía que preguntar dos veces. Todas las respuestas me dirigían a él, solo a él. Qué fácil y grato sería que la vida también fuera así, un solo camino por recorrer con un destino a la vista donde solo te puede esperar la felicidad.
Aún era joven para entender cómo se sentía el primer amor, el primer beso, la primera caricia... Todavía era joven para entender muchas cosas, pero estaba segura de que era lo suficientemente adulta como para reconocer aquello que no quieres dejar ir. Nunca. Por lo que correrías cuando esa persona quisiera huir, lo alcanzarías sin importar qué, lo amarías aunque tu corazón se rompiera en mil pedazos.
—¿Conoces la historia del rock? —preguntó, pero no con la intención de que yo contestara—. Pues, en el rock se mezclan diversos géneros de música popular, descendientes más o menos del Rock n' Roll original nacido en los Estados Unidos en la década de los 50. 1950 —recalcó, en caso de que yo estuviese pensando en la prehistoria—, como fruto de una fusión entre la música country y el rhythm and blues.
Era gracioso porque sabía que solo quería presumir de sus conocimientos en un área que no era de su total interés. Ya sabía todo eso. Quiero decir, ¿hola?, ¡amaba el rock! Pero dejaría que hablara todo lo que él quisiera porque quería seguir escuchando su voz. Ya me había calmado lo suficiente, y lo único que quería que hiciera era lo que estaba haciendo: distrayéndome y calmándome.
—Y en los años 60 le siguió el Reino Unido, cuya base sería la explotación de otras variantes del rock. En los 70, se dio tal novedad cuando bandas como Black Sabbath, Led Zeppelin o Queen, incluyeron la ópera o el soul para dar nacimientos a distintos estilos del rock como melódicos y artísticos o veloces y ruidosos. Reino Unido destacó a finales de la década por el punk rock, orientado a un contenido político, con artistas como Ramones y David Bowie.
No podía lograr entender qué era lo que tenía el timbre de su voz que lograba que me sintiera tan a gusto y entrara en un estado de eterna tranquilidad. Fácilmente podía ser un narrador de cuentos infantiles. Ese sí que sería un trabajo bien remunerado y Abrazos Gratis sería excelente haciéndolo.
Sentí que me miraba, tal vez para comprobar que lo estaba escuchando a pesar de tener los párpados cerrados. Asentí para hacerle saber que estaba atenta.
—¿Y tú cómo sabes todo eso? —pregunté mientras ajustaba mejor mi brazo bajo el suyo.
—Sé muchas cosas, más si se tratan de ti.
No sabía cómo sentirme. Todo estaba desarrollándose con tanta rapidez, como si nos conociéramos de hace tanto. Eso me preocupaba. Estaba entre sentirme pletórica porque ahora estaba allí, conmigo, pero a la vez confusa por lo fuerte que eran mis emociones y por lo extraño que era todo aquello. Me sentía como si estuviera en un cuerpo diferente, como si estuviera viviendo la historia de alguien más, no la de Delaila, esa chica cuyo interés por cualquier cosa era nulo, sobre todo por las personas.
Carraspeé para deshacer el cúmulo de emociones que tenía en la garganta. Era un terreno inexplorado para mí y no quería adentrarme y entenderlo en ese preciso momento. Muchas cosas estaban pasando y no estaba ni por asomo preparada para afrontarlas. Así que hice lo que últimamente —segundos antes, específicamente— se me daba de maravilla: cambiar el curso del tema.
—¿Ujum? Entonces, cuéntame, ¿qué pasó en los años 80?
Hubo un momento de silencio en el que estuve segura al cien por ciento de que me estaba mirando de manera inquisitiva, como si estuviera decidiendo si debía darme esa concesión o no. Al final, me dio tregua y continuó como si no le hubiese dado esquinazo:
—En los años 80...
Nuevamente su voz me transportó a universos paralelos y, yo, encantada, viajé por todos ellos. Surqué mares de aguas cristalinas bajo el liderazgo de la luna estrellada, navegué paraísos de hermosas sabanas ricas en colores y el aire más puro. Lo primero era como la antesala de la felicidad y lo segundo, el final del trayecto, solo si yo lo permitía.
Abrí los ojos y observé las estrellas sobre el cielo azul que siempre me encontraba cuando despertaba. Justo arriba, el el techo de mi habitación. Recuerdo haberlas dibujado mientras mi padre me sostenía para no caer y mi madre nos vigilaba de cerca con una gran sonrisa. Aquel día le dije a mis padres: «pintaré más cuando crezca». Ambos rieron, tal vez porque pensaron que dibujaría una estrella por cada año que viviéramos allí, o tal vez solo lo hicieron porque era su hija y todo lo que decía lo tomaban como si les iluminara aún más el día. Lo que no sabían era que quise decir que pintaría más estrellas mientras quisiera a más personas como los quería a ellos. Ahora seguían las mismas de aquella vez, solo dos esperando ser acompañadas.
Me apreté más a su lado, porque aunque mi cama era lo suficientemente grande, se sentía de alguna forma muy pequeña. El cómo nos encontramos allí, abrazados y casi enredados de pies a cabeza, es un misterio que pronto se resolverá.
—¿Me dirás tu nombre? No puedo llamarte Abrazos Gratis por siempre, ¿cierto? —Levanté la cabeza y lo observé en detalle.
—¿Me llamas Abrazos Gratis?
—emitió con un tono de incredulidad y diversión a la vez. Entonces sonrió, pero no como siempre lo hacía, o al menos no como estaba acostumbrada. Esa era una sonrisa débil, triste... Acorté aún más el espacio que nos separaba. No conocía su historia, y quería hacerlo. Estaba deseosa por conocerlo, verlo a él como realmente era. Quería que me dejara entrar, que confiara en mí.
Suspiró, me besó la frente y me susurró al oído:
—Ricardo.
La forma en que su voz se transformaba cuando bajaba el tono y susurraba era lo más sensual que había experimentado en mi vida. Quería que me susurrara más.
—Yo Delaila —dije sin más. Las palabras ya no existían para mí.
Él hizo un sonido como si estuviera pensando.
—Me gusta. Es como tú: hermosa, seria y agresiva, pero dulce a la vez; como si nada le importara, pero es solo una coraza. Sí, Delaila va contigo —aseguró sin dejar de acariciarme el cabello.
No sabía qué le hacía pensar todo eso de mí, pero lo dejaría estar solo porque no estaba en el mood de contradecir nada. Y, por supuesto, también lo dejaría pasar porque se comportó muy bien cuando casi lo asesiné con la mirada en nuestro primer encuentro después de tanto tiempo. Bea y Eduardo se sorprendieron por nuestro enfrentamiento. Supongo que no era del todo común que lo primero que le dijeras a una persona, tuviera que ver con su corte de cabello, y no un: «¡Hola! ¿Qué tal estás? ¡Cuánto tiempo!».
También les incomodó estar en medio de nosotros, pero supieron cómo arreglárselas: se despidieron con cordialidad, me desearon un buen día y siguieron su camino. Me despedí de ellos con un ligero asentimiento de cabeza. Toda mi atención estaba en una sola persona. En mi diana. Mi objetivo. No se salvaría esa vez. No tenía a dónde ir, conocía esta calle y las siguientes como la palma de mi mano; además, estaba en buena forma: había hecho mi ritual de caminatas como una posesa desde que se había marchado. Ni siquiera ese kilo que me sobraba en la cintura podría impedirme alcanzarlo con facilidad. No, señores, estaba en mi mejor momento; y parecía que él también lo sabía, porque suspiró y se cruzó de brazos, esperando la batalla que pronto enfrentaría.
Primero hubo una guerra de miradas. Fue intenso, por no decir otra palabra, así que tuve que emplear otra táctica amenazadora porque las cosas no estaban saliendo como esperaba. Se suponía que estaría enojada e indignada, no deseosa de apretarlo contra mi pecho y mantenerlo encerrado para siempre. ¿O era que el tiempo en verdad se había encargado de que lo extrañara tanto? Tal vez ambas cosas.
Volví a elevar la cabeza para decirle algo, lo que sea, con tal de volver al plan original. No sucedió de esa manera. Parecía ser otra de las tantas cosas que estaban cambiando en mi vida desde que lo conocí. Ya ni siquiera me molestaba.
Entonces, él me sofocó con su primer acercamiento. Fue a por la yugular cuando bajó sus ojos color caramelo y observó mi alma. No tuvo que emitir palabra alguna, solo se mantuvo allí, como un animal que evalúa a su próxima presa. Me sentí invadida y confundida al mismo tiempo. No sabría decir cuándo empecé a darme cuenta de tantas cosas, de tantos detalles, de mi entorno, de él.
Mi vida había dado un giro de ciento ochenta grados sin tomarme en cuenta. ¡Qué maldito!
Tragué, porque mi garganta de pronto se había secado. Mi cuerpo estaba tonto, y él lo sabía. Sé que lo sabía porque esa sonrisa egocéntrica la conocía muy bien.
Abrazos Gratis seguía sin moverse una pulgada, hurgando en mi alma con su mirada. Hablando de sutilezas..., él era el mejor. Imposible negarlo. Sí pillan la ironía, ¿cierto? Vale, la cuestión fue que hice una perfecta imitación de una ceja levantada, como hacían todas esas mujeres de las telenovelas que veía la señora del chiringuito de la otra calle. Se suponía que significaba que esperaba una explicación, un arrodillamiento... Bueno, tampoco tanto, pero... ¡algo! No lo estaba consiguiendo. El arte de la ceja levantada solo funcionaba en la televisión.
Uní mis cejas lo más que pude y emití un aura amenazadora. Era mi último recurso, esperaba que funcionara.
Abrazos Gratis intentó contener la risa, si es que la mano sobre sus labios y el rostro rojo como si estuviera conteniendo la respiración, indicaba eso.
Fracaso total. No lo intentaría de nuevo, aceptaba mi derrota.
Una cosa llevó a la otra, desde mi intento de chica mala hasta la cama de mi habitación. No fue tan rápido, pero la pregunta que me hizo Abrazos Gratis aceleró el proceso. Solo tuvo que hacerme una pregunta.
—¿Qué deseas ahora mismo?
Me lo tomé tan personal como sonaba. No sabía qué demonios estaba sucediendo, todo parecía avanzar muy rápido, ¡apenas nos conocíamos! Vamos, que recién nos veíamos después de un par de semanas, tampoco era que fuésemos algo, pero, de pronto, todo a mi alrededor había cambiado. Él había cambiado y yo también.
Así que tomé una decisión: cogería lo que sea que el mundo me estuviera dando y vería cómo continuaba todo a partir de ese momento. ¡Oh, el final sería tan agridulce!, pero me embarcaría en el mismo barco una y otra vez si viviese miles de vidas.
Así que lo tomé de las manos y caminé con seguridad hacia mi casa. Quería que me conociera un poco más, que tuviera algo de mí, y ese rincón que me había visto crecer y tal vez madurar era tan importante que quería compartirlo con él. Después de todo, aunque mi habitación no contara con decoraciones como las de cualquier otra adolescente, la simpleza de su interior tenía muchas historias por contar. Tal vez él fuera capaz de leerlas todas, algo me decía que podría.
Me siguió sin poner peros ni hacer preguntas. Cuando llegamos a mi habitación, ya estaba temblando. Una vez allí, no supe qué hacer o qué decir, pero él despejó todas las dudas. Se abalanzó y rebotó sobre la cama, extendiendo una sonrisa divertida y señalándome para que me uniera a él. Así lo hice. En pocos minutos ambos estábamos saltando como niños pequeños y dándonos almohadazos, a carcajadas. Desistimos cuando ya no nos quedaban fuerzas para levantar los brazos y caímos de espaldas y con la respiración acelerada. A los pocos segundos nos miramos y volvimos a reír sin reparo. Teníamos la enfermedad de la risa o algo así, porque por cada cosa que hacía uno, el otro reía.
—¡Vale, ya no puedo más! —dijo entre risas mientras envolvía sus brazos alrededor de su estómago.
—Entonces más te vale que no hagas nada. Ni respires, que si no, empezamos de nuevo —avisé, aunque tenía un poco la esperanza de que continuara haciendo caras o intentara tocarse la punta de la nariz con la lengua para seguir riendo.
—¡Está bien, está bien! —Alzó las manos en rendición y se tumbó de espaldas, observando el techo de mi habitación.
No dijimos nada en los siguientes minutos. Fue un silencio reparador, para nada incómodo. Me pregunté si así se sentía la felicidad.
Mi madre no estaba en casa, como era de esperarse. Lo más seguro es que estuviera en alguna parte de la empresa vaciando todo el contenido de un Jack Daniels sin tener una pizca de remordimiento. Era viernes, así que Jack era el que tocaba. El lunes la acompañaría Dalmore y el miércoles la dormiría Macallan. ¿Quién dijo que la rutina era algo malo? Mi madre era una experta en seguir al pie de la letra su agenda. ¿Quién era yo para decirle lo contrario? Al fin y al cabo, debería darle el crédito que se merecía: al menos en algo era constante.
—Dime algo de ti que nadie sepa —dijo al cabo de un rato.
No tuve que pensarlo mucho.
—Odio a mi madre, y ella a mí también. —Después de decir aquello, sentí que una herida se abría en mi corazón. Nunca imaginé que diría aquellas palabras en voz alta o que alguna vez las diría siquiera, pero salieron así, sin más, y me sentí fatal. Tenía ganas de vomitar.
Abrazos Gratis me abrigó en el calor de sus brazos y me limpió las lágrimas con la calidez de sus manos. No quería que lo hiciera, sino que me comprendiera y que me defendiera incluso sin tener la historia completa.
No quería que me gustara que lo hiciera.
No quería ser una constante contradicción.
No quería quererlo.
—¿Quieres contarme? —dijo con suavidad.
Estaba por negar con la cabeza, pero no sé qué se apoderó de mí porque, las palabras salieron de mi boca al siguiente segundo.
—Mi madre dejó su vida y su carrera, por un amor que no sabía que perdería. Hace mucho que no es la misma mujer vivaz que yo conocí, la que me crió, la que me amó. Pero, ¿sabes?, eso es lo que le sucede a una persona cuando lo da todo por otra: dejas de tener algo para ti mismo y al final, solo queda una cáscara vacía.
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