1. Un abrazo puede curarlo todo

Si tuvieses la oportunidad de no encontrar nunca a esa persona que hará que tu desdichada vida se convierta en algo maravilloso con tan solo su presencia, ¿qué harías? Supongo que lo mismo que hice yo: tomarlo como si estuviera sedienta, abrazarlo como si me devolviera la vida y amarlo como si viviera de nuevo.

Lo conocí ofreciendo abrazos gratis.

Siempre pensé que las personas que hacían eso, o estaban mal de la cabeza, o solo eran seres inconscientes que pensaban que los abrazos resolvían problemas.

No era un chico llamativo, pero cuando lo observabas, a todo él, no podías apartar la vista porque era alegría viva. Sonreía cuando no debía y perdonaba cuando no lo merecías.

Fue mi destrucción, pero lo amé porque también fue mi salvación.

¿Cómo empezar a narrar esta historia, o más bien el recorrido de una vida que incluyó dolor, amargura, errores, pero también amistad, felicidad, alegría y, por supuesto, amor? No lo sé, pero comenzaré con él. Después de todo, es mi persona favorita en esta increíble historia.

Iniciaré por el momento divertido, antes de encontrarlo acompañado de aquel frondoso árbol.

Aquella mañana había tenido una fuerte discusión con mi madre, un hecho normal en mi vida. Hastiada de ella y de todo lo que me rodeaba, decidí tomar las llaves de casa y salir con nada más que el móvil, los auriculares, una sudadera, unos vaqueros gastados y mis viejas Vans. No necesitaba de nada más para relajar mi mente e imaginar que yo no era yo y que mi vida no era mía.

Pero por algo se llama «soñar» y no «realidad».

Enojada como me encontraba, ajusté los auriculares en mis no tan pequeñas orejas, comencé a reproducir música rock y, entre caminos desconocidos que me llevaron a lugares que nunca antes había visitado, me rodearon un pequeño parque y transeúntes animados a primera hora de la mañana. Los recorrí con la mirada y una sensación de deseo y envidia me invadió, porque anhelaba lo que ellos tenían: una sonrisa auténtica, una felicidad genuina.

Seguí caminando sin un rumbo fijo.

Odiaba los lunes, los miércoles y los viernes por igual. También el chocolate, las alturas, los animales —pero no tanto los gatos—, las aventuras —aunque en ese momento nunca hubiese experimentado alguna—, las personas, el mar, las falsas promesas, el atardecer, los libros con finales felices, las abuelas que querían más a los nietos que a sus propios hijos, la mentira y el amor.

No odiaba todo porque supongo que aún no conocía lo que era todo.

Y en mi renovada ira ante los recuerdos de mi madre que vociferaba miles de cosas que me hacían hervir la sangre, decidí tomar asiento en uno de los tantos desvencijados bancos que tenía el parque. Desconocía dónde me encontraba, pero por alguna razón sentí que aquel lugar me traería paz si lo permitía. Así que después de mucho tiempo le dejé el mando a la intuición. Cerré los ojos y calmé mi mente. No existía nada más que yo. Respiré una, dos, tres veces, y exhalé de la misma manera. Sentí que todo mi cuerpo se relajaba y creí entender lo que significaba la palabra «tranquilidad». Estuve así durante mucho tiempo. No sabía qué hora era para cuando abrí los ojos; supuse que aún era de mañana pero que pronto sería la hora en la que los niños de primaría saldrían de las escuelas hacia sus hogares en compañía de sus representantes. Estiré los brazos por encima de la cabeza y bostecé sin reparos al mismo tiempo. Nada era mejor que eso.

Me levanté de un salto y pensé en ubicarme en tiempo y espacio para retornar a casa, pero una vista que llamó mi atención hizo que me detuviera. Giré la cabeza hacia la derecha y allí estaba, una pancarta en el suelo sostenida por la base de un árbol que decía «Ofrezco abrazos gratis» en letras grandes con purpurina rosa. Puse los ojos en blanco y dirigí la mirada hacia el protagonista. Estaba de perfil, por lo que no pude verlo bien, pero visualicé un cabello castaño claro, corto y ondulado. Altura promedio. Delgado, al parecer, y vestido con ropa ancha. Eso era todo lo que tenía de él. Pero quería más, así que guardé los cascos y el móvil en el bolsillo trasero del pantalón y emprendí mi camino hasta el chico. Solo una calle nos separaba.

Se encontraba de espaldas. No quería perder más tiempo, así que dije:

—Hey, tú.

Se dio la vuelta y extendió los brazos como la rama del árbol que estaba a su lado.

—Hola, linda dama. ¿Deseas un abrazo? Dicen que puede curarlo todo. —Y de forma instantánea me mostró una sonrisa con perfectos hoyuelos.

Lo miré con incredulidad.

—¿Y tú de dónde saliste?

—Del vientre de mi madre. ¿A que no somos tan diferentes?

—No soy yo la que le da abrazos gratis a personas desconocidas.

—Pues deberías intentarlo, tal vez así comprenderías que las personas que más sufren, son las que lo rechazan.

—¿Y por qué querría saber eso? —pregunté.

—Porque perteneces a un mundo lleno de corazones rotos. Quizás sea hora de cambiar eso, ¿no crees?

Lo que no podía creer es que estuviera teniendo una conversación con un completo desconocido que no solo estaba un poco mal de la cabeza, sino que me estaba atrayendo a su demencia. Me crucé de brazos y lo observé de la misma forma en la que él lo estaba haciendo conmigo: a consciencia.

—¿Quién te ha roto el corazón? —pregunté de vuelta.

—¿Qué te hace pensar que no soy yo el perpetrador?

—Das abrazos gratis.

—Pues vaya, creo que entonces deberías empezar a reconsiderar el concepto que tienes sobre la conducta humana.

«¿Qué diantres le sucede a este chico?».

—¿Por qué hablas como si estuviéramos en una clase de filosofía?

Él rió divertido.

—Oh, perdona, sucede que me expreso de la misma forma en la que pienso. No puedo evitarlo. —Hizo una pausa para recostarse en el árbol—. ¿Por qué tú hablas como si nada te importara?

—¿Qué te hace pensar eso?

—Es lo que no dices lo que cuenta todo.

—Vaaaale...

—Si tan solo pudiéramos escuchar lo que las personas callan... —formuló en voz baja.

Supuse que esas palabras no iban dirigidas a mi.

—¿Por qué haces esto? —cuestioné al cabo de un rato.

El salió de su letargo con un sacudir de cabeza. Me miró a los ojos.

—¿Qué cosa?

—Dar abrazos a desconocidos.

—Pues, verás, un día desperté y dije: quiero abrazar a las personas sin recibir nada a cambio.

—No, en serio.

—¡Te lo digo en serio! Literal desperté una mañana de abril después de haber tenido la peor resaca de mi vida, y fue un pensamiento tanto fugaz como intenso. Me vino a la mente tan rápido que en ese momento ni caso le hice. No es que haya pensado, «oh, quiero ofrecerme y darle abrazos a las personas». No. Fue más algo como que, todos tenemos un sueño por cumplir, un futuro que alcanzar, no lo sé, metas. Pero, ¿qué pasa cuando todo aquello por lo que planeas tu vida, se derrumba con tan solo una respiración?

»Así fue como decidí hacer esto. Quiero pensar que un abrazo puede llegar a transmitir a las personas que, aunque un sueño no se cumpla, tienen mil más por alcanzar. Lo importante es la salud y las personas que te apoyan. Solo con eso basta .—Sonrió.

Y fue en ese momento, en ese preciso momento, que mi vida cambió. Yo siempre me encontraba en cero, pero esa sonrisa, definiría toda una vida. Porque, ¿cómo una sonrisa podía hacerte sentir como si fueras importante, como si valieras la pena, como si te quisieran? Aunque sabía que no estaba dirigida específicamente a mí, deseé que así fuera.

Y como si de un trueno azulado en el cielo oscuro se tratara, me vino a la mente el recuerdo de una mujer de sonrisa eterna, ojos cálidos y cabello desordenado que me seguía a todas partes, deseosa de conocer mis pasos y recorrerlos junto a mí para que cuando cayera, ella pudiera estar allí para extender sus brazos y aguardar hasta que yo tuviera la suficiente valentía para vencer mis miedos.

En ese entonces no quise reconocer que ese chico de mirada atenta y a la vez esquiva, se me hiciera tan parecido a mi madre; como una fotografía que es arrojada a la arena del mar con el único propósito de que permanezca eterna.

Pero no podemos desafiar al tiempo, mucho menos derrotarlo.

A la mañana siguiente, repasé la lista de todos los lugares que hasta ese momento había recorrido. Doblé el papel desgastado en cuatro partes iguales y lo guardé en el bolsillo del pantalón. Me di cuenta de que ya era hora de ir a las afueras de la ciudad a ver si tenía suerte y encontraba de una vez por todas, a mi padre. Eran las seis de la mañana, por lo que pensé que tendría tiempo de llegar a casa un poco antes de comer. Ese día mi madre estaba en sus trece y había decidido que íbamos a comer juntas. Estaba segura de que dicha comida estaría sazonada con profundos silencios y humo de cigarrillo por todo el salón.

Caminé hasta la estación de trenes y esperé a que llegara el tren de las seis y media que me llevaría hasta Entares, un pueblo con menos de quinientas mil personas y que era pionera y reconocida por su alta producción de frutos secos. Pude leer en las noticias que la cantidad de personas que estaban emigrando hacia Entares, era notable. Al parecer, su clima y vegetación jugaban un papel fundamental para que tal afluencia de personas incrementara de tiempo en tiempo.

Estiré las piernas, me sacudí un poco el creciente nerviosismo que siempre me inundaba cuando iba a pisar un nuevo tren en busca de mi progenitor, y escuché atenta las palabras de la chica que avisaba a través del megáfono la llegada de la línea T5 en dirección a Entares.

Cuando ascendí las pequeñas escaleras del gusano de metal, di un vistazo de izquierda a derecha. El primer vagón estaba vacío. Me dirigí con rapidez a un asiento con vista al exterior porque dentro de nada, el vagón se llenaría de gente y no estaba como para ceder el asiento a nadie. Al cabo de unos minutos, el pitido constante anuncia que las puertas se cierran. Echo un vistazo al vagón. La verdad es que esperaba que al menos una persona se sentase a mi lado, pero el espacio estaba más vacío que una casa embrujada. Quizás la línea T5 no era un tren muy concurrido.

Suspiré y dirigí la mirada hacia la ventana para ver cómo dejaba atrás la estación a la que le faltaba una remodelación y algo de limpieza por debajo de las sillas de espera. Casas, edificios, monte, todo se iba mostrando en el camino. Estaba tan aburrida. No sabía por qué me empecinaba tanto en buscar a mi padre. ¿Qué pasaría cuando lo encontrara? ¿Me reconocería? ¿Estaría bien? ¿Sano? ¿Incluso vivo?, era lo que mi mente no paraba de reproducir una y otra vez.

—Perdona, ¿está ocupado? —escuché decir a alguien, cuyo dedo apuntaba al asiento que tenía de frente.

«Sí, lo ocupa Casper», estaba por responder, pero me quedé sin palabras cuando miré al dueño de aquella voz. Una voz que mi cerebro no había conectado hasta que le puso rostro. Un rostro que conocía muy bien.

El hombre de mediana edad, con una sonrisa que le resaltaba las patas de gallo a cada esquina de sus ojos, volvió a hacer la pregunta con amabilidad.

Negué con la cabeza, aturdida. Este se sentó y estiró los brazos por encima de la cabeza, haciendo tronar al mismo tiempo, el cansancio que sostenía su cuello.

Su cabello seguía igual de negro que siempre, sin un solo rastro de canas. Ojos grandes, pestañas abundantes, nariz grande pero perfilada y labios algo resecos, como si hubieran llevado mucho sol. De complexión robusta, pero con algo de panza. Piernas largas y una mirada amable.

—Sí que hace buen tiempo, eh —mencionó con un suspiro de satisfacción.

Me quedé atónita. Tomé una bocanada de aire para armarme de valor y decir algo, pero no pude. La presión en mi garganta se formaba poco a poco y las lágrimas que intentaba no derramar, me impidieron hablar del todo.

«¿Cómo no puedes recordar a tu hija, papá? ¿Es tu memoria la que te lo impide o tu completa falta de amor?»

De pronto me vino a la mente lo que dijo el chico de los abrazos sobre las personas que te apoyan.

Negué con la cabeza y estrujé mis ojos con rabia.

—¿Qué pasa cuando solo te tienes a ti mismo? Cuando nadie está de tu lado —le pregunté al cielo.


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