Capitulo II

Pronto se llevaría acabo su presentación, una de las pocas cosas que le agradaba con fuerza. Letras y más letras inundaban su libreta decorada a su gusto, las letras llamativas con naranja eran notables. La letra palmer, no se le dificulto aprender a manejarla a la perfección teniendo en cuenta que su instructor fue su Padre, luego de haber estallado en lagrimas por una regañada de su anterior instructor. Los trazos delicados y con una excelente ortografía era el orgullo de todo profesor o musico que le echara un vistazo a su amada libreta. 

-Segundo Piso: Consultorios Médicos...-Repitió, las palabras enmarcadas en esa gran entrada. Este piso está dedicado a los consultorios de médicos y dentistas. Las paredes están pintadas de un tono suave de azul para crear una atmósfera calmante. Los consultorios están equipados con el mobiliario y los instrumentos médicos más avanzados de la época. Claro que no tocaría nada.

Al aroma a lejía le llegaba e incluso agradaba al pasar por las habitaciones, cada una de ellas limpiaba y desinfectaba como debía de ser. Le gustaban los extraños instrumentos, incluso un martillo diminuto se encontraba en una bandeja lista para ser utilizada, agradecía de tener los dientes limpios, el orgullo de su dentista, Big mama...

Se paso toda la tarde investigando cada piso, dando muecas de asombro cada que miraba por las ventanas de cristal las maravillas que estos hombres podían hacer con sus manos o sus conocimientos acumulados minuciosamente con los años. Miguel era ajeno a las miradas hacia su persona o estaba mas ocupado buscando un baño con urgencia.

De pie junto a un espejo, coloca un bolso sobre la mesa, su piel es suave pero, en su frente o debería de añadir que en todo su cuerpo las tenia esparcidas...no podía quitárselas porque son de nacimiento, su especie adquiere estas manchas que las define "Tortugas de cajón". Con un gesto discreto y habitual, extrae de su bolso una pequeña base de maquillaje, un aliado que utiliza desde hace tiempo para cubrir las marcas naranjas, desde que su madre murió.

 La abre con elegancia, dejando entrever su pulido espejo que estaba roto, y desliza sus dedos sobre el esponjoso aplicador. Con destreza, hunde una esponja suave en la base cremosa, y con movimientos precisos, comienza a aplicarla sobre las áreas donde las manchas asoman. Sus dedos, firmes pero delicados, distribuyen el maquillaje, difuminando con esmero el producto hasta que las marcas quedan ocultas bajo una capa perfectamente uniforme. La base era del mismo tono que su piel, piel verde azulada...hecha solo para el con un propósito que nunca le explicaron, para hacerlo sentirse de un color opaco.

Poco a poco, las manchas naranjas se desvanecen bajo la suave capa de maquillaje, hasta que el color uniforme de su rostro reemplaza las marcas que tanto le inquietan. Mira su reflejo una vez más, satisfecho con el resultado cierra con un clic suave y la guarda de nuevo en su bolso. 

Se queda inmóvil, observando su propio reflejo con una mirada vacía. Sus ojos recorren su rostro cubierto de maquillaje, explorando cada línea, cada trazo que ha ocultado las imperfecciones con esmero.

Las manos, firmes y controladas, rozan la superficie lisa de su piel maquillada, como si al tocarse pudiera sentir algo más profundo, más real, pero nada surge. El reflejo le devuelve una imagen que parece extrañamente perfecta, pero desconocida. Al observarse, su mente se esfuerza por reconstruir los fragmentos de una infancia que no puede recordar.

¿Quién fue? ¿Qué vivió? No hay respuestas, solo un vacío abrumador. Las manchas que solía cubrir día tras día, esos vestigios de lo que alguna vez fue, ahora están ocultas bajo la capa de cosméticos, pero siguen ahí, como su pasado: invisible pero persistente, una presencia de la que no puede escapar.

El reflejo le devuelve una imagen que parece extrañamente perfecta, pero desconocida. Al observarse, su mente se esfuerza por reconstruir los fragmentos de una infancia que no puede recordar. ¿Quién fue? ¿Qué vivió? No hay respuestas, solo un vacío abrumador. Las manchas que solía cubrir día tras día, esos vestigios de lo que alguna vez fue, ahora están ocultas bajo la capa de cosméticos, pero siguen ahí, como su pasado: invisible pero persistente, una presencia de la que no puede escapar.

Había varias razones por las cuales no tenían espejos y el hecho de encontrar uno significaba un camino directo a preguntas que no sabía responder. Todos y cada una de las propiedades de su padre, no adquirían espejos siempre ocultas, lejos del alcance de Miguel.

¿Quién soy?

Sabe que debería importar, pero no siente la urgencia que otros quizás sentirían al enfrentarse a esa incertidumbre. Su propio reflejo es un enigma que no le interesa resolver del todo, como si el rostro que ve no fuera más que una máscara. Y así se queda, mirando su imagen maquillada, preguntándose quién es, no porque realmente lo quiera saber, sino porque la idea de no saberlo parece ser lo único que lo conecta vagamente con una realidad que ya no entiende.

 ......

Una oscura mansión victoriana se alza en medio de la niebla espesa, sus torres góticas recortándose contra el cielo de una noche sin luna. Las ventanas brillan con luces cálidas que derraman sombras alargadas sobre el empedrado del patio, mientras carruajes antiguos tirados por criaturas espectrales llegan uno tras otro, dejando en su estela un aire de misterio. Los asistentes, monstruos de diversos reinos, descienden con elegancia, vestidos con trajes lujosos que rivalizan con la grandeza del lugar.

Por la gran escalera de piedra, suben seres de pesadilla y belleza macabra e incluso tiernos.

Desde el interior de la mansión, se escucha el retorno de una música exótica y encantadora, con notas que parecen resonar desde los confines del inframundo. En el salón principal, los candelabros de cristal cuelgan del techo alto, proyectando una luz fantasmal sobre las criaturas que se mezclan, brindando con copas de cristal oscuro llenas de líquidos iridiscentes. El aroma a incienso y especias antiguas llena el aire, envolviendo a los asistentes en un ambiente hipnótico.

El anfitrión da una mirada relajada a los invitados, estos le regalaban una sonrisa apenas lo ven. Yoshi siempre dio una presencia comendando respeto y admiración. Su sonrisa es sutil, con un gesto calculado que ofrece a cada monstruo o mejor dicho, un Yokai. Tras dar la bienvenida a sus colegas más cercanos, aquellos que han cruzado dimensiones para asistir a la velada, su mirada es brillante, perdiéndose un momento entre la multitud.

Su mente, a pesar del esplendor de la noche, se dirigía hacia algo más íntimo, algo en lo profundo de su mansión: su hijo.

Deslizándose entre esos cuerpos extraños casi hermosos para el, el anfitrión cruza el salón principal. Paso entre Yokais que reían y danzaban en el salon. El sonido de las copas alzadas y carcajadas se desvanecían detrás de el a medida de sus pasos, sigilosos pero seguros, lo llevaban al corredor las alejado, donde los candelabros apenas iluminaban los oscuros retratos de ancestros olvidados, pero increíblemente rodeaba de macetas con flores extravagantes y exóticas.

La mansión, que antes se sentía bulliciosa, empezo a volverse silenciosa, casi expectante.

Al llegar al pie de la gran escalera de mármol, las sombras de su figura se alegaban con cada paso, como si el aire se hiciera más denso. El primer piso, con sus habitaciones de invitados cerradas, lo dejo atrás sin mirarlas. Continúa ascendiendo, ignorando el segundo piso donde resonaban vagamente los ecos de la fiesta, hasta llegar al tercer piso, dónde todo cambiaba.

Este piso era un santuario reservado para el y su hijo, un refugio secreto que guardaba todo lo que era íntimo, vulnerable y verdadero en aquella mansión llena de apariencias.

Las macetas de barro alineaban el pasillo, llenas de plantas exóticas que no parecían pertenecer a ningún mundo conocido. Había flores de colores imposibles, cuyas hojas emitían un tenue resplandor, y videos que trepaban por las paredes de ese piso, enredándose alrededor de las pinturas como si quisiera formar parte de ellas. A medida  que avanzaba, Yoshi dejaba que sus dedos rozaran las hojas, los pétalos y las texturas de las pinturas, como si estos objetos fueran parte de un mundo que solo el y su hijo podían entender. Aquí no había sonido de copa, ni susurros ni carcajadas. Solo el suave murmullo de las hojas y el leve zumbido de los insectos que volaban entre las flores, cómo si aquel piso estuviera vivo, respirando a su propio ritmo.

Finalmente, llegó a una puerta doble, adornada con grabados de flores y hojas que el mismo había tallado hace años, en otro tiempo, en otro estado de ánimo. Abrió la puerta, y el espacio que se reveló era tan inesperado como hermoso: un invernadero convertido en un estudio.

El lugar estaba lleno de plantas que se extendían por todas partes, algunas colgando del techo en cestas, otras trepando por las paredes, entre ellas los caballetes y lienzos estaban dispuestos de forma caótica, manchados de pintura seca.

Las notas delicadas de un piano que resonaban suavemente en la habitación. Allí, sentado frente a un escritorio de caoba oscura, con elegantes ornamentos de la época victoriana, estaba su hijo. La luz de la luna caía sobre su figura, destacando su caparazón que reflejaba sutiles matices de verde y dorado, dándole un aire de serenidad antigua y casi sobrenatural.

Vestida con un traje elegante, diseñado especialmente para la presentación que daría más tarde en el salón principal, su hijo era una visión de gracia y dignidad, contrastando con la imagen de la criatura mutante y compleja que habitaba este piso de la mansión.

Delante de el, sobre el escritorio, había un cuaderno viejo abierto, con líneas de notas escritas a mano. Sus dedos, largos y firmes, pero sorprendentemente delicados, movían la pluma sobre el papel, trazando  cuidadosamente cada letra, como si estuviera componiendo una melodía que solo ella pudiera escuchar.

Sin levantar la vista de la página, el se dio cuenta de su presencia. Sin embargo, no se sobresaltó, ni se apresuró a terminar lo que estaba haciendo. En cambio, continuó escribiendo, como si supiera que su padre no interrumpiría este momento, y su pluma se deslizó una última vez por el papel antes de detenerse. Lentamente, levantó la cabeza girando hacia el intruso y lo miró, con una sonrisa que solo le regalaba a él.

-¿Ya es momento de bajar, no? -Preguntó suavemente, su voz apenas tenía un murmullo que lleno el silencio del invernadero, cálido como siempre.

Yoshi avanzo unos pasos más, dejando que la suave luz del invernadero cayera sobre ellos, lo miró con una mezcla de orgullo y ternura.

-Es momento.

...

El salón principal de la mansión estaba repleto de invitados.

Alrededor del escenario, los músicos se preparaban. Sus instrumentos eran tan inusuales como fascinantes: cuerdas hechas de cristal, tambores que parecían construidos a partir de carapaces marinas y vientos metálicos que emitían tonos suaves, casi etéreos. Las notas que practicaban eran hipnóticas, como si cada sonido pudiera detener el tiempo por un breve momento. La música se entrelazaba con el murmullo de las conversaciones, creando una atmósfera que se movía entre lo misterioso y lo encantador.

En medio de todo, el hijo del anfitrión permanecía en un rincón cercano al escenario, absorta en su libreta.

Mientras los invitados se volvían de vez en cuando para lanzarle miradas curiosas, comentando en murmullos sobre la particularidad de su apariencia y la elegancia con la que se presentaba, el apenas parecía notar la atención.

Algunos de los asistentes intentaron acercarse, tal vez para ofrecer cumplidos o indagar sobre la pieza que tocaría, pero se detuvieron al ver la seriedad de su expresión, como si entendieran que, en ese momento, era intocable.

Miguel Angel no estaba para tener pareja. Le sonreía a la vida siendo soltero.

Sin embargo, a la distancia, un hombre robusto, oculto en las sombras de un rincón del salón, lo observaba con intensidad. Era una figura imponente, más alta y más amplia que muchos de los asistentes, pero no del todo fuera de lugar en aquella sala llena de seres extraordinarios. Su rostro estaba parcialmente cubierto por las sombras, pero sus ojos, dos esmeralda que brillaban con un fulgor frío, se clavaban en el con una intensidad que se sentía casi palpable. Removiendo la copa de vino que tenía en mano.

Miraba con deseo, como si su interés fuera más profundo que la simple curiosidad que mostraban los demás.

La música comenzó, suave al principio, una combinación de cuerdas cristalinas y el murmullo profundo de los tambores. Sus dedos se movían al ritmo, pero pronto todo su cuerpo comenzó a moverse, casi involuntariamente, como si la música fluyera a través de el, tomando control. Empezó a cantar, su voz era clara y potente, llena de emoción y energía.

Con cada verso, su cuerpo giraba, sus brazos se extendían como si estuviera llamando a algo más grande que la propia canción. Había un poder crudo en la forma en que se movía, cada gesto cargado de emoción, como si estuviera liberando algo contenido en su interior.

El ritmo se aceleró, y el con él. Saltaba, giraba y se inclinaba hacia atrás, sus brazos moviéndose en espirales que seguían la intensidad creciente de la canción. Su voz se elevaba, más fuerte y más alta, llenando el salón con una pasión que era imposible de ignorar. Los músicos, tocando sus extraños instrumentos, lo seguían, creando un paisaje sonoro que transportaba a los asistentes a otro mundo.

Los murmullos se desvanecieron por completo, dejando solo la música y su voz, que parecía resonar con una fuerza que venía de otro lugar, de otro mundo.

Los invitados la observaban, algunos fascinados, otros sorprendidos.

Y allí, en el rincón oscuro del salón, el hombre robusto lo miraba fijamente, sin parpadear. Y Miguel no sabía ni era conciente de esto.

Sus ojos brillaban aún más intensamente, y su boca se curvaba en una leve sonrisa que mostraba algo más que simple admiración.

Cuando la canción alcanzó su clímax, el alzó los brazos, su cuerpo temblando con la última nota que resonaba en el aire. El salón entero estalló en aplausos, pero permaneció inmóvil por un momento, con los ojos cerrados, respirando profundamente, como si necesitara regresar de algún lugar lejano al que la música lo había llevado. Luego, lentamente, bajó los brazos, y abrió los ojos, mirando por un momento a la audiencia que lo aclamaba, antes de que su mirada se encontrara, por un breve pero intenso instante, con esos ojos esmeralda en la oscuridad.

-Te encontré, Mikey.

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