Capítulo 3




Capítulo 3

Otabek

Actualidad, Rusia

A Otabek no había nada que le gustase más que el mar.

Almaty, en su natal Kazajistán, no tenía mar. De hecho, la extensa mayoría de Kazajistán no tenía mar. Otabek había dejado el colegio y desde que tenía 16 años se había dedicado a recorrer Eurasia, y un poco de África en busca de todos los mares posibles.

Había visitado las hermosas islas griegas, las gélidas aguas del Mar del Norte, las negras arenas de Islandia, la Riviera Francesa, había flotado sobre el Mar Muerto, dibujado el atardecer sobre el Mediterráneo. Todo con una mochila y un permiso de conducir para motocicletas.

Pero sin duda San Petersburgo tenía el mar más precioso. El mar báltico era una joya oculta en el mundo. Y a Otabek le encantaba que aquella ciudad reuniera dos cosas que amaba: el hielo y el mar.

Una contradicción, se dijo a sí mismo. Te gustan las cosas incompatibles, Otabek.

Una imagen vino a su mente. Una imagen de alguien que, a simple vista, cualquiera diría que era el opuesto de Otabek.

Yuri Plisetsky. Su última musa.

No sabía si eran sus cabellos dorados como los rayos que iluminaban Barcelona o sus ojos del color del Egeo, pero Otabek no podía dejar de mirarlo. Tenía tanta gracia, tanto porte, tanta elegancia. Poco importaba que su boca fuese más sucia que una alcantarilla o que mirara a todos con su mirada glacial. Aquel muchacho había cautivado a Otabek a primera vista.

Apenas llevaba poco más de una semana en San Petersburgo y ya se había atrevido a bocetar sus ojos. Por supuesto que no le hacían justicia. Los verdaderos ojos de Yuri oscilaban entre el verde y el aguamarina dependiendo de la luz, y su nariz tenía unas pequitas casi imperceptibles.

Te has comportado como un mocoso. Había espiado a lo lejos al precioso ruso y lo había dibujado, para terminar por dejarle una nota como si tuviera 15 años ¿En qué estaba pensando?

Su teléfono sonó. Otabek dio un pequeño salto, ya que todavía no podía acostumbrarse al sonido. El simplemente no recibía llamadas. Las únicas que recibía eran de él.

Jean-Jacques Leroy.

Decidió ignorarlo. No podía creer que ese abnegado social pensara que Otabek quería hacer migas con él. El timbrazo del teléfono lo volvió a desconcentrar. Y lo volvió a ignorar. Hasta que sonó otra vez.

–                   ¡Otabek! Mira que ya me estaba preocupando. Te dejé unas cuantas llamadas y como 16 mensajes, tal vez – Dijo al otro lado, antes de que Otabek abriera la boca–. Me estaba preguntando si te apetecía salir conmigo y mis amigos ¡Son todos geniales y me aman mucho! Y por supuesto te querrán a ti también si eres amigo mío, ¿a que sí, Beka?

–                   Jean. No me llames así – Pidió Otabek, conteniendo el aire. Aquel apodo le traía demasiados recuerdos–. Y pasa que no me apetecía salir – Contigo, quiso agregar.

–                   Ya, ¿Y ahora si te apetece? Y no me llames Jean, hombre, ¡que nos conocemos hace dos años ya!

–                   Lo que sea.

–                   ¿Y bien?

–                   Todavía no me apetece.

Le colgó.

Conocía a JJ Leroy desde que ambos habían cruzado caminos en Francia . Lo primero que Otabek pensó es que era un megalómano pretencioso y parlanchín, de lo cual no estaba equivocado. Pero luego Otabek descubrió que JJ era bueno. Era amable, sacando de lado sus aires de grandeza. Él se preocupaba honestamente por otros, aunque de vez en cuando sus intereses propios terminaran interfiriendo en el camino.

Y lo consideraba como su amigo. A Otabek, que no hacía más que dedicarle miradas estoicas y no devolverle las llamadas cuando no le apetecía. A veces simplemente necesitaba estar solo.

No es que tampoco JJ fuera un amigo ejemplar todo el tiempo, pero en aquellos momentos no tenía nada mejor. Había sido incluso Jean quien le propuso inscribirse en la Academia de San Petersburgo. Él había escrito su carta de invitación al país. Le había pagado la matrícula, aunque Otabek había intentado devolvérselo un centenar de veces, desde que le dio la noticia durante el verano pasado. Con esa pequeña acción había compensado un poco sus incansables acciones faltas de tacto.

Otabek volvió a mirar al mar. Le recordaba su hermana, Bibigul, quien guardaba postales del mar. Quien lo había bautizado Beka, cariñosamente. Quien había muerto sin sentir la brisa marina en su rostro. Ya no dolía pensar en ella, no tanto al menos. Pero si sentía una nostalgia profunda al ver el mar, como si pudiera sentir la voz de su hermana llamándole desde el fondo, una y otra vez:

Ven, Beka, estemos juntos una vez más.

* * * *

La mañana del lunes era preciosa. Como todo en Rusia. Sus paisajes, su arquitectura. Su gente, especialmente Yuri Plisetsky.

Se lo había encontrado cuando llegó al aula de música, donde solo se encontraba él. El chico estaba haciendo garabatos, o tal vez escribiendo, en su cuaderno. Se veía ojeroso, pero su mirada estaba iluminada. Tenía la capucha puesta pero se notaba como el cabello rubio y enredado le tapaba uno de los ojos.

¿Debía Otabek hablarle?

No se lo preguntó demasiado, ya que Yuri se le adelantó.

–                   ¡Eh, tú! ¿Me estabas mirando? – Dijo de forma hosca. Había cerrado su cuaderno de golpe, sobresaltando al kazajo.

–                   El mundo no gira en torno a ti – Respondió Otabek. El chico parpadeó–. Tengo clases aquí.

–                   Pues búscate tu lugar y déjame – Siseó Yuri.

Otabek no respondió. Simplemente soltó su bolso y tomó asiento en una esquina del fondo, estratégicamente cerca de la puerta.

Y muy lejos de Yuri.

La clase era bastante concurrida. La semana anterior Yuri había llegado tarde al aula y se había escabullido para sentarse al lado de una chica de cabello corto y pelirrojo. Ni siquiera le dedicó una mirada a Otabek. O si lo había visto, no le interesaba.

A Otabek sí. Y era la primera vez que lo veía.

–       Tu motocicleta está cool – Dijo de repente. Otabek no se inmutó, pero por dentro estaba sorprendido.

–       ¿Hm?

–       Estos días he visto una nueva motocicleta muy asombrosa aparcada en el estacionamiento. Ninguno de los mensos que viene aquí sería capaz de conseguirse algo así. Y dado que tú eres el nuevo...

–       Dedujiste que era mía – Completó Otabek.

–       Ajá. Bueno, de todas formas me sigues pareciendo un fenómeno. Pero serías un fenómeno con buen gusto.

–       Sí, es mía.

–       Cool – Dijo, y se calló.

Era una verdad a medidas. La motocicleta era rentada, pero tenía un acuerdo con el dueño de que podía pagarla en una buena cantidad de cuotas hasta completar el precio, siempre y cuando Otabek pudiera prestarla para rentar en algún caso de urgencia. Luego sería suya.

–       Tu sudadera es interesante – Habló de repente Otabek. Se trataba de una sudadera negra, con un estampado bordado de un tigre blanco.

–       ¿Eh? ¿En serio? – Dijo con la mirada iluminada.

–       Sí, te representa.

Yuri se sonrojó, pero de repente entraron varios pares de alumnos en tropel. Entre ellos, la pelirroja amiga del ruso, y un par de chicos morenos que se sentaron a su lado. Nadie le dijo nada a Yuri por estar hablando con la nueva paria. Nadie había notado a Otabek, en realidad.

Para él, así era mejor.

* * * *

El trabajo que había conseguido no era malo. Era bastante bueno, de hecho: no tenía que tratar con gente, era tranquilo, y el dinero que iban a pagarle como primer sueldo le serviría para sobrevivir.

Claro, Otabek tenía una buena cantidad depositada en una cuenta a su nombre que había heredado de su padre, pero no podía permitirse pensar que sería eterno.

Trabajaba en una oficina de correos. Como su turno era el de la tarde, solía ser bastante tranquilo. Y ni siquiera debía estar en el mostrador, sino que estaba detrás de una computadora rastreando pedidos. Si bien llevaba solo seis días trabajando, ya se sentía un poco a gusto.

Otabek fantaseaba un poco con lo que compraría con su segundo o tercer sueldo. Una nueva caja de pasteles, sin duda. Y unos patines. Sentía que si seguía usando los patines comunitarios de la Academia se le caerían los pies.

Como la oficina estaba tranquila, sacó el cuaderno de dibujos. Pero no estaba dispuesto a dibujar a Yuri.

Dibujaría a alguien que conocía desde el mismo día que Yuri. Por decirlo así. Era alguien que había salido de lo más profundo de su mente, de sus sueños. Y como todas las noches, dibujaría un trozo de él, para volverlo a soñar y conocer un poco más de su historia. O la historia de ambos. Otabek no estaba seguro de lo que estaba ocurriendo, pero ciertamente le causaba curiosidad.

Iba a dibujar a Viktor.

* * * *

Viktor

1940, Frontera Francia-Suiza

Viktor amaba su trabajo. Bueno, si es que podía llamársele así, ya que la remuneración no era en dinero.

En aquel momento una niña pequeña con la cara sucia y el cabello desordenado corrió hasta él y se enterró en su pecho. Viktor le devolvió el abrazo como si se le fuera la vida en ello.

–                   Frère aîné (1) – Dijo dulcemente– ¡Me alegro tanto verte otra vez!

–                   Sabes que amo pasar tiempo con ustedes, pequeña Adele ¿Has visto a frère Chris por ahí? – Preguntó Viktor en un dulce francés a pesar de su acento ruso, revolviendo sus cabellos.

–                   Ah, sí. Está ayudando Felicite a hacer sus trenzas ¡Él las hace muy bonitas!

–                   Pues que envidia que sea tan talentoso ¿Eh?

–                   Frère aîné – Lo llamó–. Madame Marion dice que nevará pronto ¿Nos harás una demostración sobre el lago congelado?

–                   Lo que sea para mi sestrichka (2) – Dijo, mientras la niña reía sonrojada.

El campamento para niños de Madame Marion y de Monsieur Gaspard era uno de los lugares favoritos de Viktor. Estaba lleno de pequeños niños, sonrientes y ajenos a la guerra. Había franceses, suizos, belgas, españoles, holandeses, italianos e incluso niños alemanes y polacos. Le sorprendía que entre tanta destrucción hubiese un lugar tan pequeño y tan lleno de vida como aquel.

Viktor era voluntario en distintas organizaciones benéficas desde que tenía 21 años. Había andado a lo largo y ancho de la Unión Soviética, su casa. No podía permitirse llamarle su país natal, ya que cuando Viktor había llegado al mundo todavía era el Imperio Ruso, años antes de la trágica revolución de Febrero, que culminaría con la muerte del zar Nikolai II y la desaparición de la dinastía Romanov. Y con ella murieron también muchas otras cosas que Viktor no tenía ánimos de numerar.

Él era ruso. Odiaba tomar sus documentos y leer la palabra soviético en el. Odiaba las miradas desconfiadas que le daban algunas personas. Los alemanes no lo querían, los italianos le temían. Y los polacos lo miraban con una profunda rabia mezclada con un sentimiento de traición.

Viktor solo tenía un amigo. El suizo Christophe Giacometti, lo suficientemente neutral como para querer a Viktor por quien él era y no por sus orígenes.

A lo lejos lo divisó. Un grupo de niñas francesas e italianas hacían cola para recibir un elegante peinado de Christophe. Viktor no estaba seguro cómo, pero Chris tenía unas manos que hacían arte.

–                   ¡Chris! – Lo llamó. El chico alzó la mirada, mostrando sus perfectas y largas pestañas que enmarcaban sus ojos verdes. Se disculpó con las niñas y fue hasta Viktor.

–                   Viktor ¿Cómo te va en este precioso día? ¿Ya has visto que pronto nevará?

–                   Oh, sí, estoy muy emocionado.

–                   Podremos patinar con los chicos. Quizás les podamos prestar los patines a los más grandes – Dijo con una sonrisa.

–                   Sería maravilloso. Pero oye, Chris... Hay algo de lo que quiero hablar.

–                   ¿Pasó algo? – Preguntó, en un tono preocupado.

Viktor le contó lo que había oído en las noticias: sobre cómo la ocupación japonesa en Corea se había vuelto más violenta. Había mucha gente huyendo a campamentos alejados del ejército Imperial, cerca de la frontera con China.

Chris escuchó atentamente. Viktor no podía entender porqué, pero él sentía que debía ir. No es que le pareciese extraño puesto que siempre le pasaba eso. Si escuchaba sobre alguna zona en conflicto, Viktor iba. Debía ir. Era su deber ayudar.

Para su suerte, su amigo aceptó acompañar a Viktor.

–       Hay un problema, Viktor. Entre tantos trenes que deberemos tomar, con suerte llegaremos en poco más de un mes.

–       No importa. Mientras lleguemos, tarde o temprano, no importa.

–       Los niños nos extrañarán.

–       Y nosotros también, estoy seguro. Pero piensa en cómo podríamos ayudar a la gente en Corea. Están rodeados de enemigos. Podemos hablar con alguna organización que nos de dinero, comida y ropa. Oí que el invierno es muy duro.

La mirada de Viktor brillaba. Mucha gente le preguntaba si aquello a lo que se dedicaba era por satisfacción personal. Con solo ver su mirada uno ya tenía la respuesta.

Viktor era partidario de que cada uno fuese feliz a su manera. Con lo que sale de adentro. Y a él nada le hacía más feliz que la sonrisa de un niño luego de que le daba un abrazo, un plato de comida o un muñeco. Niños que lo habían perdido todo, pero aun así decidían regalarle su amor a Viktor.

A Viktor, el soviético no-villano, como lo llamaban algunos.

* * * *

Partirían en cinco días. Viktor no podía esperar a llegar a Corea, y entregar un pedacito de su alma a cualquiera que lo necesitara y se lo mereciera.

* * * *


1- Frère aîné: Hermano mayor en francés.

2- Sestrichka: Diminutivo de hermana en ruso.


* * * *


Bueno, hasta aquí llegó el capítulo 3 :) Quise hacerlo un poquito más largo pero al final me gustó como quedó. Espero no se les haga pesado ya que no hay mucho diálogo, pero yo la pasé muy bien escribiendo desde el punto de vista de Otabek.

Muchísimas gracias a quienes votaron y comentaron, sus devoluciones me hacen el día <3

¡Nos vemos en el capítulo 4!

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