Capítulo 26
Capítulo 26
Yuri
Actualidad, Letonia
Quizás ver a su madre le aclararía un poco las ideas.
Aunque la idea de ver a su madre debería haber sido la peor de sus ideas en los últimos meses. No sabía si ella estaba en sus días buenos, en sus días malos o incluso en sus días muy malos. Pero Yuri tenía 17 años y en el fondo de su alma anhelaba el cariño materno.
El abuelo siempre había sido suficiente, todavía lo era, pero Alina era otro tema. Cuando había sido pequeño, Yuri lloraba todas las noches sin saber que había sido de ella porque la extrañaba.
Su madre quizás tendría respuestas.
El Instituto Mental de Riga no estaba lejos de la estación. No es que la maldita ciudad fuera muy kilométrica, de todas formas. Como alma en pena, entró por la puerta y un aroma desinfectante lo golpeó de frente.
Lo recibió Popovich, que llevaba toda la cara pintarrajeada como si fuera el personaje de algún circo.
Fenómeno, pensó Yuri para sí mismo por más de que sabía que Georgi se pintaba así por los pacientes más pequeños. El enfermero lo escrutó con la mirada.
— Espero que no vengas a ver a tu madre solo por la pensión que podrías cobrar por ella — Musitó. A Yuri se le encendieron las orejas.
— ¿Cómo te atreves? — Masculló— No pretendo que un malnacido como tú sepa algo de mi vida o mis intenciones. Ahora, aparta.
— He visto muchos como tú — Le gritó, cuando Yuri se estaba yendo—. Quiero a Alina, como quiero a todos los pacientes de aquí. Como le hagas daño, te las verás conmigo. A mí me importa muy poco que seas su hijo. El que vive aquí con ella soy yo.
— Porque te pagan — Murmuró entre dientes. Georgi alzó una ceja.
— Pues a ti no te pagan y no vienes nunca, así que quizás tienes razón ¿no?
Yuri odiaba a ese idiota. Estaba justo al tope de su lista negra, por encima de JJ pero abajo del recientemente agregado Viktor.
Le enseñó el dedo medio y se escabulló entre los blancos pasillos.
* * * *
Alina no estaba jugando a su juego inventado de cartas. Simplemente miraba la televisión, con un gesto chistoso, como si de verdad estuviera pensativa por ver un telediario. Las trenzas en su cabello estaban prolijas y pulcras como siempre, gracias a la mano de Popovich. Yuri sintió un vacío; alguien de verdad estaba compartiendo tiempo con su madre, mientras él lloriqueaba por cosas de adolescentes.
Quería excusarse; de que era una loca, una drogadicta rehabilitada, que se acostó con un imbécil que la abandonó, que quiso ahogarlo cuando no era más que un pequeño. Pero no pudo. No cuando la vio tan inocente mirando un programa, jugueteando con uno de sus mechones rubios de cabello.
El parecido de ambos era fascinante, jamás dejaba de sorprender a Yuri. Cuando miraba a su madre, él sentía que se veía a sí mismo en el espejo pero con senos y más ojeras.
Si ella viviera contigo, el parecido entre ustedes se vería como algo cotidiano.
Alina desvió unos segundos la mirada, solo para verlo. No parecía sorprendida de que Yuri estuviera allí. Después de todo, según el abuelo, ella había estado fingiendo que su hijo la visitaba todos los días como mecanismo de defensa.
Yuri se mordió el labio inferior y se sentó al lado de ella.
— Hola — Dijo con una voz que sonó como un graznido—. Espero no sea demasiado tarde.
— ¿Cariño? Nunca es tarde — Respondió, con una tímida sonrisa—. Salvo para las pastillas. Creo que Georgi lo ha olvidado otra vez.
Yuri suspiró. Se acostó al lado de la mujer que le había dado la vida, al ver que ella se hacía a un lado.
— ¿Me querías preguntar algo? — Inquirió de repente, sin quitar la vista de una noticia acerca de unos perritos rescatados del río.
— ¿Por qué lo preguntas?
— Pues porque hace un rato dijiste eso.
— Yo no...
Se mordió la lengua, al recordar.
Ella finge que siempre vienes. Síguele la corriente.
Aun así lo inquietó la gran intuición que las madres tenían, por más locas que fuesen.
— Quiero que me hables del abuelo Vitya — Dijo decidido.
Aquello la tomó por sorpresa. Por primera vez, Yuri pudo ver perplejidad en los ojos de su madre. Ella se removió incómoda en su lugar.
— Me preparaba dulces.
— Ajá.
— Y me llevaba de la mano a la escuela.
— Mi abuelo, tu papá, también lo hacía ¿Sabes? — Respondió hastiado.
— También me contaba cuentos. Sí, sí. Eran muy bonitos. Me habló del río de estrellas. Del cuento del monstruo. También me contaba cuentos sobre Yuuri, el soldadito japonés.
— Háblame de él — Musitó, con el corazón latiéndole dolorosamente. Las lágrimas amenazaban con escapar de sus cuencas.
— Um. Yuuri era valiente. Igual que tú. Tenía muchos miedos, pero eso no le impedía ser un héroe en las historias de Vitya. Todos los héroes tienen un gran corazón — Balbuceó—. Como tú — Se apresuró a agregar.
— ¿Por qué te hablaba sobre él?
— Porque es alguien a quien el abuelo admiraba, supongo — Pensó ella—. Alguien que no pudo olvidar.
Yuri cerró los ojos, y un regadero de lágrimas cayeron de ellas.
Se sintió un tonto. Un ciego. Un necio. No quiso ver lo que estaba justo frente a él. Alina estiró un solo dedo, con el cual secó las lágrimas de sus ojos.
— No llores, hijito.
— No funciona así, mamá — Dijo enojado, pero su voz terminó saliendo como si fuese un chiste. Alina sonrió.
— Tú eres Yuri.
— Sí, mamá.
Sabía muy bien las dobles implicaciones de ello. Y no intentaría negarlo. Alina se veía satisfecha.
— Y yo soy tu mamá.
Un recuerdo. Un sueño inocente, que no habría sido tan memorable recordar. Las palabras de Yuuri: si tuviese que elegir a mamá una y otra vez, lo haría en todas las vidas futuras que tuviera.
En todas y cada una de ellas. Porque el envase y las circunstancias no importan; el amor de madre e hijo sigue siendo amor de madre e hijo aunque los siglos corran.
Yuuri, bastardo, al final terminaste tomando el control de mi vida.
De nuestra vida, parecía querer decirle Yuuri.
Nuestra. No sonaba tan mal.
* * * *
El viaje de regreso a San Petersburgo terminó retrasándose y llegó cerca de las 9 pm a la estación Vitebsky. No le importaba el frío de pelarse ni la oscuridad de la noche, él tenía algo que hacer y lo haría.
Llegó al departamento de Otabek al cabo de unos minutos en taxi. El edificio se veía sombrío y solitario. Tomó la llave de emergencia que su amigo le había dado y entró.
Otabek no estaba. Claro, sí era día de semana y él trabajaba en el correo.
La casa se veía aún más desordenada y descuidada: había hojas por doquier y platos sucios. Yuri se sintió culpable por aquello. Durante casi una semana el chico no había dado ni señales de vida. Había hecho que el abuelo corriera a Mila, Sara e incluso a JJ cuando lo visitaron para preguntar de su desaparición. Ignoró también las llamadas de la Academia, especialmente las de Yakov.
De Otabek no sabía nada. Al menos cuando el abuelo atendía la puerta, no había ido a buscarlo. Pero ¿podía culparlo? Yuri era una bomba de tiempo. Siempre con quejas, problemas, dolores. Y siempre Otabek poniendo el hombro, sin recibir nada a cambio. A cualquier persona aquello podía saturarlo.
Y estaba el tema de los sueños.
Otabek había dibujado a Viktor y a Yuuri. La guerra. Todo. Otabek sabía porque Otabek también soñaba. Cuando encontró los cuadernos encima de la mesa quiso hojearlos una vez más para comprobar lo trazado en ellos. Y ahí estaba todo: Viktor, Yuuri, un cielo estrellado en el que los pequeños puntos luminosos parecían formar un río, las largas pestañas de Christophe.
En un ataque de rabia arrojó el cuaderno contra la pared. Cuando se estampó contra el suelo, Yuri no le dio más tiempo y lo volvió a tomar, para arrancar página por página, poniendo más cizaña en aquellas donde estaban los trágicos amantes Yuuri y Viktor. Como si romper las hojas quitara todo lo que había ocurrido y ocurriría.
Era macabro y maravilloso. Parecía un juego hilado a mano por algún ser superior, que disfrutaba viendo las miserias de todas las personas involucradas.
Pero no era un ser superior el que trazaba los senderos de su destino. Había sido Yuuri.
Yuuri, que había elegido renacer en el alma del bisnieto de su amor Viktor.
Se le heló la sangre ¿Eso significaba que aquellos dos personajes nunca más habían vuelto a cruzarse? Viktor se había casado y rehecho su vida, con esposa, hijas, una nieta.
Pero ¿Y Yuuri? ¿También había construido una nueva vida luego de la guerra y el abandono de Viktor? ¿No había llegado a San Petersburgo? ¿Había... ocurrido algo?
No soñaba desde hacía dos días, gracias a las pastillas que seguía robando de la despensa del abuelo. No tenía porqué descubrirlo.
El viaje y la estadía en Riga estaban cobrándole las horas de andanzas. Quería dormir, pero tenía miedo ahora que sabía la verdad.
Tengo miedo de lo que estés intentando decirme, Yuuri.
Tenía que ser valiente, costase lo que costase. Había llegado a este punto, podría superarlo. Y cuando superase aquello, Yuri sería alguien más fuerte. Descubriría el verdadero sentido de todos esos meses de llantos, miedos y alegrías.
La cama de Otabek era tan suave como la recordaba y seguía oliendo fuertemente a él. Dejó que el ambiente y los recuerdos lo llevasen a sus sueños una vez más.
* * * *
Yuuri
1942, Birmania
Olía a lodazal, cobre y frutas podridas. Yuuri abrió los ojos y se encontró maniatado, con la cara enterrada en la tierra mojada, con insectos caminándole por la piel.
Quería gritar, pero no podía. Las fuerzas lo habían traicionado y todo el cuerpo le dolía por el estrés de la situación, puesto que los soldados que los habían atrapado no les habían tocado un pelo. A excepción del hombro de Leo, claro.
Leo. Escuchó un pequeño jadeo a su lado y se lo encontró doblado en una posición que podría haberle roto los huesos. Su rostro se veía aun más enfermizo, y Yuuri no creía que eso hubiese sido posible. Podía escuchar su trabajosa respiración, a diferencia de la suya, que era rápida y fuerte.
¿Cómo podía imaginárselo? Leo y él habían pasado los últimos días soñando acerca de sus futuros, de todos los viajes que harían, enamorarse, vivir. Ahora estaban atrapados, y pronto, muy probablemente muertos. Rompió a llorar. Tanto había sacrificado, para nada. Phichit había muerto para nada. Su familia lo había visto partir para nada. Yuuri había entregado su cuerpo, corazón y alma para absolutamente nada.
Unas voces lo distrajeron; acentos americanos.
— Yuuri — Oyó que Leo le susurraba, con una sonrisa a pesar del dolor—. Nuestros días fueron cortos, pero estuvo bien emborracharse de nuestra falsa libertad.
— No digas nada. Guarda fuerzas — Le pidió Yuuri con ternura.
— No me digas que saldremos de aquí — Rogó.
— No lo haré.
Era el fin y ambos lo sabían, para qué se iba a mentir. Nada más le quedaban las memorias de tiempos compartidos.
Solo entonces se dio cuenta de lo afortunado que había sido. Un cálido hogar, comida sobre su mesa, sus padres juntos y amándolo, una hermana cariñosa, amigos que lo habían querido desde la más tierna infancia y amigos que habían dado la vida por él, un par de patines para deslizarse sobre los lagos congelados, educación, la posibilidad de haberse enamorado de maravilloso hombre, una vida. Yuuri había hecho tantas cosas en su vida, y había estado tan ciego que no supo apreciarlas en cuanto tuvo el momento. Las cosas siempre ocurrían de una forma curiosa y retorcida.
Pero en ese momento, todas las memorias de sus 24 años de edad se habían visto opacadas por una sola imagen:
Viktor, en todo su esplendor. Su chispa en medio de cenizas, su faro en la densa oscuridad, su recompensa dorada al final del arcoíris.
Tantas cosas que no habían sido dichas ni hechas, y ahora ya no podrían ser.
Las voces y los cuerpos se acercaron. Vieron a Leo y rieron como si no hubiera un mañana. Lo llamaron perro mexicano, sucio mestizo y latino delincuente. El chico ni siquiera había tenido fuerzas para responder algo.
Y luego le dispararon. A sangre fría, a un hombre herido y desarmado. Un limpio disparo en la frente, que acabó con su efímera existencia.
Efímera, sí. Esa era la palabra. Porque en la inmensidad del universo, las vidas humanas no eran más que efímeros montones de energía.
Pero esa energía nunca se destruía, solo se dispersaba en los confines del espacio hasta que podía volver a agruparse.
Yuuri deslizó una sonrisa en su mente.
Algún día, Viktor, nuestra energía será más fuerte que las estrellas mismas y nos volveremos a encontrar.
— Malditos japoneses, se creen que pueden entrar en nuestras bases ¿eh?
— Yo digo que le arranquemos una mano y se las mandemos.
— ¿Tú crees que este gordo le interesa a alguno de ellos? Seguramente lo enviaron en una misión suicida, si es lo único que estos cobardes saben hacer.
— Dile hola a los reyes del nuevo mundo.
Un nuevo mundo; que lejano se veía aquel sueño, que Viktor y él habían fantaseado bajo la noche iluminada.
Todo a su alrededor cobró más nitidez. Sonido. Color.
El cañón de un arma. El corazón palpitándole en los oídos. La blanquecina luz de emergencia de los cascos americanos. El lejano ladrido de los perros. Las risas. La humedad de la jungla.
No es un adiós.
El seguro destrabado. El sonido del gatillo. El olor de la sangre derramándose.
Es tan sólo un hasta siempre.
El disparo. El metal hundiéndose y quemando en su carne. Un último pensamiento, de ojos azules y cabello plateado.
Y luego, la oscuridad.
* * * *
Luego de este capítulo no hay nota de autor... Lo único que haré ahora será ¡HUIR!
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