XXI. No serán venenosos, ¿no?

Alejandra y Rafael salen de la Cooperativa Nueva Holanda con evidente felicidad. Apenas se cierra la puerta tras de ellos y se dan un abrazo fuerte. Rafael la carga mientras ella lo besa.
Rafael: ¡Yo le dije, yo le dije que usted y yo debemos estar siempre juntos, porque somos una pareja, una llave perfecta!
Alejandra: ¡Mi amor! ¿Te imaginas la cantidad de ingresos que nos generará este negocio? ¡Yo imaginaba que este era un gran león, pero no creí que tanto!
Rafael: ¿Sabe, doctora? ¡La amo! ¡La amo porque admiro toda esa inteligencia y esa elegancia que usted demuestra a las personas en los negocios, y porque además es hermosa, y además
Alejandra interrumpe a Rafael: Y además lo tengo a usted a mi lado, porque este león no lo hubiésemos cazado sin usted, y soy una mujer completa estando a su lado. (Alejandra vuelve a besar a Rafael dando a cada beso un sabor a plenitud y a prosperidad)
Rafael susurra admirado con los ojos cerrados teniendo abrazada a su esposa, como no pudiendo creer que ella lo estaba besando así: ¡Mi doctora!
Los esposos van caminando por la calle como un par de adolescentes, a veces tomados de la mano, a veces abrazados, a veces besándose, hasta que llegan hasta donde está estacionamiento y se suben al auto para ir a buscar a los otros dos amores de Rafael y a Jaime. Esta noche es la cena donde por primera vez estará la familia reunida, que ahora es una sola, tejida con las delicadas hebras del amor de una mujer y un hombre tan diferentes, que derrumban con su unión los prejuicios arrastrados de antaño de todo un mundo vicioso. Van radiantes, disfrutando de todo lo que, en otro tiempo cercano, se vislumbraba de lejos, primero como un imposible, luego como una ilusión, después como hartas ganas, prosiguiendo como una corta realidad, después como un eclipse que oscureció el ensueño pero no el amor, hasta que, como todas las cosas del mundo se hizo aparentar inverosímil justo antes de estallar en la más hermosa de las realidades. Van en el coche saboreando su éxito, la música que oyen, la ciudad que ven al pasar, sus planes y hasta sus recuerdos.
Ni se dan cuenta de las horas que pasan, van sin apuro, hasta que llegan a la casa de las Méndez. Rafael baja y va hasta donde Alejandra, le abre la puerta y le estrecha la mano. Ella toma su mano y se levanta y caminan hasta la casa. Allá están esperando los tres. Las dos mujeres deslumbran con su alegría sin mayor adorno que su sencillez. Leonor viste un conjunto verde estampado compuesto por una blusa con botones al frente y una pollera recta que le llega hasta unos centímetros bajo la rodilla. Tiene unos mocasines marrones con tacos cuadrados y una cartera del mismo color. Su cabello lo lleva de costado con unas hebillas que le pusiera Julieta y también se nota en su maquillaje el esmero de la niña por dejarla bonita, y por cierto, le salió muy bien. Julieta tiene unos jeans nuevos que le resaltan la linda figura, y una blusa turquesa que se ata en la nuca y deja la espalda libre y con un escote que destaca sus dotes latinos, cosa que llama la atención de Rafael y de Jaime, pero nadie dice nada porque ya saben que la doctora, abogada de la belleza femenina, estará a la defensa de la cuñada. A esa hermosa sencillez Julieta le da un toque de gala con unos pendientes del color de la blusa y una cinta del mismo tono que rodea su cabeza dejando caer sus lacios y largos cabellos en la linda espalda descubierta. Jaime tiene un vestido gris con una camisa blanca y una corbata roja. Sus gafas de marcos gruesos lo acompañan siempre, como su boca en U invertida. En el ambiente se percibe cierta tensión porque las damas irán a desenvolverse en un territorio desconocido, una mesa con gente de clase alta, que les parece demasiado grande, aunque en el fondo su orgullo les contesta que nada puede ser más grande que su propia grandeza. A Jaimito, igual que a Rafael, le importa muy poco esa diferencia; ellos saben que es irreal; quizá porque ya trataron con esas personas lo suficiente como para saber que, sólo que en otro contexto, tienen sus virtudes y sus neurosis igual que todos los seres humanos que pasaron por sus vidas (excepto una persona que pasó por la vida de los dos y tenía poco más de neurosis que de virtudes). Alejandra sólo quiere que su cuñada y su suegra se sientan bien. Intenta hablarles, bromear con ellas, defiende de todas los comentarios anticuados a Julieta, y tiene como en un altar a su suegra. En el fondo todavía siente el dolor por haberse precipitado y haberlas tratado tan mal hacía algunos meses, siente que aquélla disculpa fue muy poco y como que aún no ha compensado esa falta, pero aún más en el fondo quiere la receta para que sus hijos, los que sueña tener, alguna vez la admiren tanto como admira Rafael a Leonor.

En la casa de los Maldonado, Rosario sigue dando instrucciones a Azucena, quien debe poner correctamente la mesa para recibir a los invitados. De pronto oye el timbre.
Rosario: Deje, Azucena. Voy yo.
Rosario se acerca hasta la puerta caminando como si tuviese una cobra en la cintura, lanzando a un lado y a otro las caderas. Está vestida de un gris muy claro con medias blancas y zapatos negros, y el pelo lo lleva aplastado al cráneo con una raya bien prolija en un costado, de las que salen hacia la izquierda unas ondas levemente esbozadas que le cubren la mitad superior de la frente. Está maquillada solamente con un lápiz labial rojo. Rosario toma el picaporte de la puerta. Queda boquiabierta al ver a Manrique, tan elegantemente vestido, con un ramo de rosas rojas y una sonrisa que irradia directamente desde los sentimientos. Rosario se sonroja y recibe el ramo de rosas, cuando de pronto Manrique la sorprende con un besito en los labios. Ella quiere esquivarlo pero su movimiento no es suficientemente ágil como el de su novio tratando de alcanzarla. De pronto llega Jorge detrás de Rosario. Ella, al escuchar los pasos de su hermano, se aleja de su novio para disimular, y con la cabeza gacha lo invita a pasar.
Manrique: ¿Cómo has pasado el día, Rosarito?
Rosario contesta con nerviosismo: Bien, bien Alberto. Contenta después de lo de esta mañana.
Manrique: ¡Jorge! ¡Me alegro tanto de verte tan animado!
Jorge se saca la galera para recibir a Manrique: Pasa, amigo, que en esta noche llena de gloria levantaremos las copas para celebrar la resurrección de esta familia.
De pronto se vuelve a escuchar el timbre sin que Rosario haya podido cerrar bien la puerta. Llegan Alejandra y su familia Méndez.
Rosario: ¡Nena!
Alejandra: ¡Tía! ¡Llegamos! (se dirige a la familia) Pase, doña Leonor, por favor. Siéntase como en su casa. Pase Julieta. Adelante Jaime. Bienvenidos a esta casa.
Rafael: ¡Doña Rosario! ¡Qué elegante! ¡Se la ve radiante, como una novia! (Rafael guiña el ojo a la tía y se acerca a ella a hablarla como en secreto, tratando de halagarla con su galantería) Si yo no estuviese casado ya con su sobrina, quizá la invitara a salir.
Alejandra, que escucha lo que dice Rafael, le da un codazo como queriéndolo callar conociendo los prejuicios de la tía, pero Rafael, auténtico y sin miedos, con gesto picaresco le responde: ¡No sea celosa, mi doctora!
Rosario vuelve a sonrojarse, como una niñita inocente que nunca fue halagada por un hombre y de pronto la lisonjean dos.
Toda la gente pasa al living, y conversan hasta que llega la hora de servirse la cena. Rosario y Manrique por momentos se unen a la conversación de la gran familia reunida, y por momentos se quedan hablando de su boda. Jorge se sienta al lado de Leonor y empieza a mostrarle los álbumes de fotos.
Jorge: Esta es la nena cuando se bautizó. Esta es su madre. Son idénticas, aunque María Consuelo tenía aquí por lo menos unos quince años menos de los que la nena tiene ahora.
Rafael, al escuchar a Jorge, se ríe a carcajadas, pero al ver la mirada recriminatoria de su esposa se pone serio al instante.
Alejandra: ¡Papá! ¡Te escuché, papá!
Jorge: ¡Pero, hija! ¡Protestas a lugar sólo si digo mentiras! (Volviendo a dirigirse a Leonor) Y ésta es ella dando sus primeros pasitos.
Leonor: ¡Tan linda, con esos ricitos bajo el sombrero! ¡Y mire sus guantes y el plisadito de su faldita!
Jorge: ¿Ve qué gorditas sus piernitas?
Jaime y Julieta están cerca de Alejandra y Rafael, que también tienen un álbum de viejas fotos en sus manos.
Rafael ríe: ¡Mira ese peinado! ¡Qué sexy te veías en tus quince años con tus cabellos levantados así!
Alejandra: ¡Ay, Rafael! ¡Pasa a las siguientes fotos!
Rafael se pone serio: ¿Y esa faldita? ¡Mis respetos, doctora! ¡Qué piernas!
Jorge clava la mirada en la de Rafael. Rafael trata de reivindicarse con el suegro después del comentario: ¡Quiero decir, con todo respeto don Jorge, qué linda niña era!
Alejandra: ¡¿Era?! ¡¿Era linda?!
Jorge: ¡No hija! ¡A buen entendedor, pocas palabras! ¡Lo que el caballero trata de decir es que eras niña! ¿No señor Méndez?
Alejandra levanta las cejas mirando nuevamente con ojos reprochadores a su papá.
Rafael no contesta a la pregunta, simplemente evade pidiéndole a don Jorge que ya no lo llame señor Méndez. Que simplemente lo llame por su nombre.
Rafael: ¿Y esas niñas? ¿Y esa monja? Me tiene cara conocida.
Jaime, con su seriedad de siempre: ¡Por Dios, Rafael! ¡Es imposible que usted haya conocido a esas monjas en aquella época!
Julieta: ¡Mire esa bicicleta rosada con canastilla, qué bonita!
Jorge: ¡Mire qué joven se lo ve a Alberto Manrique aquí!
Rosario: ¡Déjame ver, Jota!
Manrique: ¡Tenía más cabello!
Jorge: ¡Y ahora que lo noto, fíjese en la mirada que tenía puesta en mi hermanita que está tan niña en el otro extremo! ¡Eres un
Alejandra interrumpe: ¡Un gran cuñado! ¿No papá?
Leonor: ¡Mírela a la doctorita qué linda con ese vestidito rosa lleno de encajes y volados, y esa sonrisa sin dientes! Yo tengo una foto de mi hijito a la misma edad, también sin dientes, con un traje de marinerito.
Después de varios minutos de compartir en el living, Azucena avisa que la cena ya está lista. Rosario invita a todos a pasar a la mesa. Alejandra acompaña con especial deferencia a Leonor, a Julieta y a Jaime. Se dedica arduamente a complacerlas, mientras Rafael acompaña a Jorge, para quien se ha vuelto casi un ídolo. Rosario no deja ni a sol ni a sombra a su Manrique, y no pasa un minuto sin que tenga que mencionar alguna nueva idea para el próximo matrimonio M & M.
Una vez que Rosario hubo ubicado a cada comensal en su lugar, Azucena trae el plato de entrada. Una ensalada de arroz con manzanas, aceitunas y pasas de uva servidas en un pequeño plato. Julieta mira a Jaime copiando sus ademanes. Se sienta bien erguida, alejada unos centímetros de la mesa, hasta pone su boca en U invertida como su novio, toma su servilleta y la coloca como Rosario en el regazo, toma con toda delicadeza los cubiertos y come lentamente. Leonor no se preocupa por el protocolo en la mesa, porque sabe que es respetuosa de todos modos, y además está tan cómoda disfrutando de la conversación con Jorge que simplemente lo disfruta. Rafael también ya aprendió a relajarse y a vivir intensamente cada momento ameno. Después de haber comido la entrada Azucena presenta el plato principal, lomos con salsa de champiñones y papas.
A Rafael le atrae mucho la presentación de ese plato, ya había pensado que cenarían sólo el platillito de arroz anterior: ¡Se ve delicioso!
Rosario: Es la especialidad de Azucena. Ella misma preparó este plato, con mis instrucciones, claro.
Leonor mira extrañada esa salsa. No es roja como las que suele preparar ella. Primero se inhibe, pero luego su instinto le dice que debe preguntar: ¿Y la salsa, de qué está hecha?
Rosario trata de dar un acento francés, que le sale algo incomprensible, a su respuesta: De champiñones. Son unos hongos difíciles de conseguir, por lo tanto muy caros.
Leonor, al escuchar la palabra hongos se asombra.
Rafael: ¡Pruébelos, mamita! ¡Son deliciosos! ¡Yo ya los he comido con mi doctora!
Jorge: Esto que llamamos champiñones son una delicia de la especie Agaricus campestris, los más difíciles de conseguir y también los de mejor sabor. Los otros son cultivados, los Agaricus bisporus. Una vez encontré unos silvestres en los prados de la hacienda.
Leonor abre grande los ojos: Qué pena con ustedes, pero discúlpenme la pregunta, no serán venenosos, ¿no?
Alejandra: No se preocupe, doña Leonor. No son venenosos. Pruébelos y si no le son agradables le servimos inmediatamente otro plato.
Julieta y Jaime también los prueban con cierta cautela, pero enseguida los hongos conquistaron su paladar. Leonor, sin embargo, come primero un poquito de las papas, luego limpia la salsa de un extremo de su carne y come un bocado, y finalmente se anima a probar los champiñones. Todos están pendientes. Y cuando prueba el primer bocado, Jorge, Rosario y Manrique la miran disimuladamente, pero Jaime, Julieta, Rafael y hasta Alejandra la miran sin ocultar sus ansias.
Jorge quiere agasajar a Leonor. Le cae muy bien, es una persona muy correcta, muy decente, y no quiere que tenga una mala experiencia en ese encuentro familiar, entonces está muy pendiente, como Alejandra, de si ella está cómoda, de si le agradan los temas de conversación, de si le agrada la comida.
De pronto se detiene el tiempo mientras Leonor degusta. Rosario es ahora quien más tensionada está, siente que su corazón va a parar si no le gustase la comida a Leonor. Sin que nadie haya tenido tiempo de darse cuenta la sencilla comensal se convirtió en la invitada más importante, la más difícil de complacer. Todos están pendientes, como si un gourmet crítico de la cocina estuviese degustando.
Leonor piensa un instante mientras articula los maxilares lentamente levantando la mirada al techo; luego de unos segundos da la tan esperada respuesta a la pregunta silenciosa y tensionada de los demás comensales: ¡Mmmm! ¡Sabe delicioso!
En ese momento todos sonríen con alivio.
Rafael: ¿Vio, mamá? ¡Yo le dije, yo le dije!
Rosario tiene ganas de aplaudir, de festejar, de brindar por ese pequeño éxito, porque se siente responsable de haber elegido el menú, y de haber dado las instrucciones a Azucena. Después de eso empiezan las risas, las bromas, los comentarios, las anécdotas divertidas, hasta que la diferencia social se siente absurda, y humillada se escapa de esa familia decidida a no volver jamás a su historia.
Después de disfrutar bastante tiempo más la cena y la sobremesa, Alejandra y Rafael se dan cuenta de que es tarde. Se sienten cansados después del trajín de todo ese día, que desde la madrugada, que salieron de la hacienda, hasta la noche, pasó muy rápido. Mientras se oye el balbuceo de todas las personas conversando amenamente, ellos hablan en voz baja.
Alejandra: Amor, se me cierran los ojos de sueño.
Rafael: A mi también, mi amor. Ahora le digo a mi mamá que les llevamos para la casa. Pero no se me duerma, que después de esos besos en mi cuarto hoy al mediodía, tenemos algo pendiente.
Alejandra: ¡Rafael, pueden escucharnos!
Rafael: ¡Pues, no nos quedaremos aquí iremos adonde no puedan escucharnos!
Alejandra: ¡Rafael, no digo que puedan escuchar lo que hagamos, sino lo que estamos diciendo ahora!
Jorge: ¿Qué dijiste, hijita? ¿Qué piensan hacer?
Alejandra mira a Rafael como queriendo decirle ¡¿vio?!, y contesta: Nada papá, ya tenemos que irnos.
Rosario: ¿Y donde piensan quedarse, nena?
Rafael sabe que Rosario quiere ofrecerles el cuarto de Alejandra, pero también su mamá quiere ofrecerles el cuarto de él, entonces, como evadiendo para no despreciar a ninguna, contesta: No se preocupe doña Rosario. Nosotros todavía pensamos salir juntos esta noche, ¿no mi amor?
Alejandra, que se da cuenta perfectamente, colabora: ¡Claro!, y después decidimos.

Las familias se despiden, y los esposos MM llevan a las Méndez a su casa habiendo dejado antes a Jaime en la suya. Luego salen sin rumbo por la ciudad.
Rafael: ¿Qué quieres hacer, mi amor? ¿Quieres tomar algo?
Alejandra: Amor, llévame a aquel lugar donde me llevaste después de la noche de mariachis, donde la cama está cubierta de flores.
Rafael: ¡Doctora! ¡Usted no tiene remedio! ¡No disimula para nada lo que me propone! ¡No se piensa tomar unos traguitos conmigo antes de llevarme a
Alejandra interrumpe como regañando: ¡Méndez!
Rafael complace a su esposa y la lleva adonde ella se lo pide. Llegan a aquel lugar, y recordando lo que pasaron hace unos meses en ese lugar, piden un cuarto. Se registran como Esposos Méndez, esta vez sin mentir. El botones los acompaña hasta el mismo cuarto, a pedido de ellos, que afortunadamente estaba libre. Y al entrar, después de agradecer al muchacho que los acompañó y cerrar la puerta, Rafael carga a su esposa y la acuesta en la cama entre las flores que esta vez son todas rojas. Ella se saca las hebillas del cabello y las pone en la mesita de luz, mientras él se quita la corbata y el saco del vestido y, rendido por el cansancio igual que ella, se acuesta a su lado. Se quedan acostados de lado, frente a frente, entrelazando sus piernas, rodeándose los brazos y mirándose a los ojos.
Alejandra: Recuerdo que aquí fue la primera vez que me llamaste por mi nombre.
Rafael: Recuerdo que aquí te amé tanto, tanto, tanto, que luego no pude ni un solo día dejar de pensar en tenerte para siempre, así, conmigo. Si no hubiese otras cosas que hacer para vivir, yo te propondría que te quedaras toda la vida así, conmigo. Cultivaría flores para ponerlas siempre en nuestra cama, y saldría mientras duermes para cortarlas y cubrir con ellas la cama todos los días. Abriría las cortinas de mañana para que puedas ver la luz del sol, y para verte despertar a mi lado como aquella vez, y empezaría a besarte toda otra vez, y otra vez, y otra vez todos los días. Serías como mi prisionera.
Alejandra: Rafael, esta noche no me vas a besar toda.
Rafael: Te voy a besar. Te voy a besar de la cabeza a los pies.
Alejandra: Esta noche no.
Rafael: ¿Por qué, mi amor?
Alejandra: Me dijiste que había quedado pendiente algo entre nosotros hoy de mediodía. Y es verdad, porque esta noche voy a terminar lo que empecé, y te voy a besar todo yo.
Alejandra se sienta en la cama, y acerca sus labios a los labios de Rafael, y empieza a besarlo despacio, con mucha ternura, mientras desabrocha de a uno los botones de su camisa. Luego vuelve a besarlo en el cuello con la misma pasión que lo hiciera horas antes, y mientras lo invita a sentarse también, le retira la camisa lentamente, y a medida que las telas se deslizan hacia atrás estiradas por las manos de Alejandra sobre los hombros de Rafael, los labios de ella siguen el mismo camino de la camisa, mansamente y con cariño. Alejandra se pone exactamente al frente de Rafael, así, sentados los dos, y lo acaricia la espalda mientras él también desabrocha la blusa de Alejandra, hasta que se la saca. Los esposos vuelven a besarse en la boca mientras se acarician muy despacio. Luego Alejandra lo invita, sin decir palabra, a acostarse otra vez, esta vez boca para abajo dejando su extensa, reluciente, lisa y atractiva espalda descubierta, como un prado bajo la noche, para que Alejandra pueda diseñar líneas mágicas con sus manos y puntear besos enloquecedores en ella, hasta terminar la obra de arte donde la lasitud del más extenuante placer plante su límite en donde no los permita continuar con aliento.

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