XI. ¡Corramos, Méndez!
Alejandra y Rafael se quedaron dormidos en el patio sobre los almohadones, exhaustos, casi desfallecidos, después de tantos besos impetuosos y tanto amor urgente, y después de quedarse un rato mirando la noche estrellada. Pidieron unos cincuenta deseos por cada estrella fugaz que pasó, era la primera vez que veían tantas. Sin sentir en qué momento, se les cerraron los ojos y quedaron rendidos al cansancio. Alejandra se abrigó en los brazos de Rafael, él la cubrió con su ropa y se tapó él con el vestido blanco de ella. Hay un escenario novelesco a media luz, sólo la luna y la vía láctea quebrantan la oscuridad infinita. De música de fondo susurran las hojas entre las ramas, más un concierto de grillos acompañados por aves nocturnas y gallos desorientados que pareciera que leen sus melodías sencillas en un pentagrama del llano, componiendo un himno a la paz rural. La brisa cada vez enfría más la noche.
De pronto interrumpe la tranquilidad de la noche un ruido aterrorizador, como algo que rompió la rama de un árbol cercano. Los esposos se despiertan sobresaltados, y Alejandra se toma fuerte del brazo de Rafael.
Alejandra murmura: ¡Dios mío, Méndez, qué fue eso! (se amarra fuerte de su esposo)
Rafael: Silencio, mi doctora (La abraza como queriendo protegerla)
De pronto oyen pasos con una consonancia perfectamente perceptible en el pasto. Alejandra se apura por ponerse el vestido, y Rafael por ponerse la bermuda. De pronto se vuelve a escuchar el ruido de una rama que se quiebra y algo que camina en el pasto arrastrando algo. Los esposos se incorporan. Alejandra abre muy grande los ojos, y se refleja el brillo de la luna en su mirada temerosa. Rafael, fija sus ojos hacia la oscuridad de donde pareciera proceder el ruido, y se instala delante de Alejandra para defenderla valientemente con su cuerpo, hasta con su vida si es necesario.
Alejandra: ¡Corramos Méndez!
Rafael: No, no, no, está muy cerca, podría cogernos por la espalda. Tal vez sea eso lo que quiere (Rafael levanta la voz) ¿Ha ha hay alguien ahí? ¡Por favor, conteste!
Nadie responde, y eso exalta aún más a los esposos. De pronto vuelven a escucharse los pasos en el pasto y el arrastrar de algo, y Rafael logra localizar precisamente el origen de los pasos. Se encuentra detrás de un árbol que no deja divisar en absoluto lo que podría hacer ese ruido. A Alejandra le da la sensación de que el villano está cada vez más cerca.
Alejandra: ¡Por favor, conteste! ¡Estamos armados! ¡E e es decir, mi esposo está armado! (las amenazas de Alejandra no son en absoluto convincentes, entonces susurra a Méndez) No contesta, no es amigable sino ya lo hubiese hecho.
Rafael: Doctora, vaya para la casa y enciérrese. Llame a Joaquín. Yo le cubro las espaldas me voy a acercar allá
Alejandra: ¿Cómo se le ocurre que me voy a ir sola, Méndez? Es decir ¿que lo voy a dejar solo?
El ruido se hace más intenso y continuo. Alejandra se aferra con fuerza a la espalda de Rafael y mira exhibiendo apenas la cabeza a un lado del hombro de Rafael.
Rafael: Entonces, vamos a acercarnos juntos.
Los esposos, prendidos como siameses, aterrados se acercan a aquel árbol. De pronto Rafael, que va adelante, tropieza con una rama, que llega a tocar un pie descalzo de su esposa. Alejandra suelta un grito despavorido, y de un salto se sube a la espalda de Rafael sosteniéndose con los brazos de su cuello. Se olvidó de toda lesión que pueda tener su esposo. Rafael la toma de las piernas que le rodean la cintura y la sostiene con dificultad. Se queda quieto. Sigue murmurando.
Rafael: Tranquila, es una rama mi doctora. Bájese, sigamos adelante. (Rafael toma la rama. Quizá le sirva para defenderse)
Alejandra trata de serenarse. Después de todo es muy brava. Baja lentamente de la espalda protectora de Rafael pero vuelve a rodear sus brazos desde la espalda hacia el pecho de Rafael. Lentamente siguen su camino.
Alejandra: ¡Le advierto que estamos armados! (Alejandra empieza a sospechar que alguien tenía sólo la intención de espiarlos en su intimidad, y se hunde en una profunda vergüenza. ¿Lo habrá visto todo?)
De pronto irrumpe en el silencio el canto de un ave nocturna. Alejandra vuelve a arrancar un grito de horror. De pronto todo lo que daba a la noche una atmósfera de romanticismo de convierte en un espacio de terror. El movimiento de las hojas que se divisa en las copas de los árboles y se refleja en el suelo, el canto de las aves, el sonido del viento, todo envuelve a los esposos en una escena de espanto. Por un momento la pareja se queda en su lugar. Ambos están pasmados. Cuando asimilan que sólo era el canto de un ave, continúan sin decir nada. De pronto se vuelve a arrastrar algo detrás del árbol del que cada vez están más cerca. Rafael piensa en algo sobrenatural. Alejandra desconfía de algún empleado.
Rafael: ¡Allá está! (exclama susurrando)
Alejandra: ¡Es una sombra negra! ¡Por Dios, Méndez, qué es eso! (Alejandra amenaza con voz temblorosa) ¡Salga de ahí, ya lo hemos visto! ¡Le repito que estamos armados!
Los esposos siguen acercándose juntitos al lugar donde vieran la sombra. De pronto llegan al árbol. Unos metros más adelante hay una gran rama llena de hojas. No ven nada más. Más allá hay más árboles y campo.
Alejandra murmura: ¿Se habrá escapado?
Rafael mira a la copa del árbol como sospechando que haya alguien allá. Alejandra mira también. De repente la rama que está en el suelo delante de ellos empieza a arrastrarse unos pocos centímetros. Rafael traga saliva. Alejandra se aprisiona fuerte a la espalda de Rafael y cierra los ojos con una sensación de inminente peligro. Rafael ataja sus manos como dándole seguridad, pero en realidad él también está aterrado. Alejandra vuelve a calmarse.
Alejandra: ¡Ya lo hemos cogido! ¡Sálgase de esa rama!
Nadie responde. Nadie sale. Rafael guía a Alejandra hasta más cerca de la rama. Cuando están muy cerca, Rafael, sin previo aviso, se abalanza sobre la rama, como queriendo aprehender a alguien. Alejandra se asusta y toma la rama como para descubrir a quien esté camuflado en ella, pero no la levanta. Rafael se da cuenta de que no hay ningún malhechor entre esas ramas. Alejandra igual se alivia al ver que no hay ningún espía. ¿Pero qué será? Rafael, agachado, empieza a hurgar entre las ramas. Alejandra se agacha a su lado y lo ayuda. De pronto ven un bultito blanco metido en todo ese ramaje. Rafael entresaca algunas ramas.
Alejandra: ¡Es un conejito!
Rafael: Está atascado, ¡pobrecito! (Rafael le pasa unas ramas a Alejandra) Atájeme estas.
Alejandra: ¿Lo va a tocar?
Rafael: Hay que ayudarlo, ¿no?
Rafael toma al conejo entre sus manos y trata de levantarlo, pero no puede. Nota que una de las patitas traseras está atascada entre dos ramas. Con todo cuidado Rafael toma su patita y la estira hacia donde las ramas se separan. Alejandra sigue atajando las ramas. Rafael acaricia al animalito. Alejandra sonríe y suelta la rama.
Rafael: ¡Pobrecito! ¡Está temblando! ¡Tóquelo, si no me mordió no le morderá a usted!
Alejandra: Por Dios, Méndez, los conejos no muerden
Rafael: Entonces, tóquelo.
Alejandra primero no se anima, pero lo intenta luego. Acerca su mano despacio, y cuando el conejo hace un movimiento la retira rápido. Entonces Rafael toma con ternura la mano de ella y la acerca despacio al animalito. Le pone con suavidad la mano sobre la espalda del conejito. Ella lo siente suave, tibiecito, felpudito, y siente cómo tiembla. Le provoca ternura y mucha compasión.
Rafael: Busquemos a su familia
Alejandra: Soltémoslo, él encontrará su madriguera. Jamás encontraremos a su familia.
Rafael: ¿No irá a atascarse en otra rama?
Alejandra: No, Méndez. Los conejos aprenden rápido. (Alejandra habla con toda autoridad, como si ella supiera a la perfección la psicología de los conejos)
Rafael confía en ella y lo suelta. El conejito va saltando a toda velocidad en zigzag. Alejandra y Rafael se incorporan para verlo. Pronto el animalito se pierde en el paisaje penumbroso. Los esposos empiezan a reír a carcajadas, se abrazan y festejan su heroica hazaña. Al pasar la tensión provocada por la situación agobiante, empiezan a tutearse de nuevo.
Rafael: ¿Ves, amor? ¿Ves que no soy cobarde?
Alejandra: ¡Jamás he pensado que seas cobarde, siempre te dije que eras mi héroe!
Rafael: Vamos a la casa y tranquemos todas las puertas ¡Tuve una noche dura!
Alejandra: ¿Tienes miedo?
Rafael: En ningún momento. (Rafael dirige una mirada acusadora hacia Alejandra) ¡Tú tuviste miedo! (Empieza a remedarla agudizando graciosamente su voz, y hace ademanes de que trata de sostenerse de algo) ¡Cárgame, cárgame!
Alejandra: ¡Ni un instante! ¡Sólo quise ver mejor para guiarte, por eso me subí a tu espalda!
Ahora el ambiente se tornó jocoso. Cualquier canto de un ave era motivo de bromas. Los esposos cruzan correteando el patio trasero olvidándose de la camiseta de Rafael, de las hojotas de ambos y de los almohadones y del resto de la ropita que se hayan sacado. Suben al balconcillo, y como no saben donde estaban las llaves de la luz, empiezan a buscar primero las de afuera, y cuando pudieron prenderlas buscan las de adentro con el reflejo. Rafael queda a ponerle llaves a la puerta y empieza a cerrar las ventanas. Alejandra una vez que pudo prender las luces que les iluminaría el camino a la escalera vuelve para tomarlo de la mano y llevárselo arriba. Faltaba encontrar las llaves de luz de arriba. De pronto pasan frente a un espejo del pasillo y rompen en risotadas. Alejandra tiene el vestido puesto al revés en dos sentidos, tiene la parte de atrás adelante, y el derecho de revés. Su cabello está hecho un enmarañado lleno de resto de pasto, y se levanta hacia la altura. Rafael también tiene el pelo desarreglado y lleno de hojitas y la bermuda a la mitad de la nalga. Las carcajadas se acrecientan al repasar lo que habían pasado aquella noche en el patio. Recuerdan las cosas que olvidaron en el pasto, pero ninguno de los dos se animaría a volver por ellas, y disfrazan con diversas excusas su falta de coraje. Pasan un rato divirtiéndose ahí, y siguen su camino. Las luces alumbran hasta la mitad de la escalera. Tienen que encontrar cómo llegar hasta la habitación. Pronto van iluminando toda la casa. De afuera la casa parece un barco, porque no apagan ninguna luz tras de si.
Una vez que llegan a la habitación, empiezan a jactarse cada uno de su heroísmo y a hacer bromas sobre el miedo del otro. Luego se ponen románticos y recuerdan el hermoso atardecer que pasaron, las constelaciones que fueron su techo y los puntos cardinales que le hicieron de paredes para vivir su amor. Los esposos se tiran rendidos a la enorme y cómoda cama. No se preocupan por sacudirse el cabello o los pies, ni por ponerse bien la ropa. Solamente se abrazan, se dan un beso tierno, boyante, lleno de estima, y no pasa mucho tiempo hasta que se quedan nuevamente dormidos, vencidos al agotamiento después del doble zarandeo de aquella noche.
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