[1.] A veces es difícil lidiar con serpientes
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En casa, hubo un lugar al que los tres llamaron “escondite secreto”.
Jiang Cheng no tenía más que sensaciones como recuerdos de ese sitio. El resplandor del sol a medio día y los susurros sin fin de grillos invisibles que jamás llegó a atrapar. Agua que crepitaba al chocar contra las rocas de un pequeño arroyo, aleteos de mariposas en sus oídos y el nada placentero ardor de las picaduras de los mosquitos que no lo dejaban en paz, pero cuyos sarpullidos se culpaba en silencio de rascar y rascar con gusto. Y por sobre todas esas cosas, aquellas a las que no sabía si recordar con cariño o exasperación, había una que causaba una sensación de añoranza en él: La cicatriz del tamaño de una nuez en la nuca de Wei Wuxian.
Aquel día, Jiang Cheng tuvo el privilegio de ser el primero —y quién sabe, ¿el único?— que pudo ver esa parte vulnerable del hombre. Ese tonto solía decir, a escondidas de su familia, que “el sitio del pequeño rey” estaba asentado sobre sus hombros. Jiang Yanli se limitaba a reírse a un costado mientras el niño bamboleaba las piernas a los costados e inflaba las mejillas con vergüenza. Llegaría el día en que a ella también la vería desde arriba sin la necesidad de ser cargado por alguien más, pero por ese pequeño lapso de paz, decidió que se contentaría con el hecho de estar un poco más cerca del cielo de lo que nunca podría estar con la altura que le brindaban sus cinco veranos de existencia.
Justo en ese instante, quería volver allí, a esas diez horas en las que descubrió lo lindo que era simplemente pasar el día y pretender ser un niño como cualquier otro. Pero había sido su cumpleaños nada más, el único día en el que alguien, además de su hermana, se dignaba a prestarle atención. Porque para la mala suerte de Jiang Cheng, a todo lo que su existencia se reducía y había reducido desde el comienzo era a un padre que estaba sin estarlo realmente, una madre cuyo color de ojos ya casi había olvidado de lo poco que la veía y al estudio y memorizado eterno de asuntos banales como filosofía, política y ética.
La ética que se perdía entre los pechos de la mujer a la que Jin Guangshan no tenía reparo en toquetear.
Jiang Cheng quería gritar ante la idea de que su hermana terminaría en las garras de alguno de los hijos de ese malnacido. Comprendía que era para evitar otra guerra. Incluso comprendía que no podía hacer berrinches. Tenía 13 años ya y un largo record de días completos enterrados en libros como para saber cuál era su lugar en el mundo y la forma correcta de comportarse que debía tener el príncipe heredero de Goryeo. Los chicos de su edad seguramente podían volar cometas a la luz de las estrellas y darle la espalda a sus problemas en escondites secretos y páramos paradisiacos con frecuencia. Los chicos de su edad tenían la libertad de dudar sobre el futuro y confiar sus culos en alguien más —sus padres— y en las manos sabias de su rey —quien estaba obligado a actuar como un ser todopoderoso aunque no lo fuera—. Los chicos de su edad no tenían la efigie de un futuro y responsabilidad trazados sobre la frente desde antes de nacer.
Pero es que Jiang Cheng quería quejarse de todos modos y gritar a viva voz un contundente no. Jiang Cheng deseaba ser más fuerte y más adulto para evitar ese tipo de injusticias precisamente. Su hermana mayor poseía un alma hermosa y merecía más que ser la esposa de alguien más —alguien que con toda seguridad sería grotesco si venía de la sangre de ese hombre—. Ella tenía el derecho de ser algo más que un juguete sexual, más que un futuro lleno de humillaciones públicas donde la mayor expresión de amor que fuera a recibir consistiera en una mirada libidinosa y unos dedos grasientos sobre su piel. Jiang Cheng casi podía ver a Yanli en la mujer de ropajes ligeros y rostro extra maquillado frente a él, y la sola idea lo enfermaba.
Volteó a ver a su padre, casi esperando hallar un reflejo del horror que sentía dentro de sí y quemaba. Sin embargo, lo único que encontró fue una expresión vacía, solemne. Jiang Cheng se preguntaba si llegaría el día en que pudiera controlar sus emociones a ese nivel. Ser lo suficientemente fuerte para vender a unas de sus hijas a los cerdos por un mejor futuro para el reino, porque no había nada más importante en el mundo que el reino, la gente en el reino y las expectativas que venían con el título de ser rey de ese reino. Jiang Cheng era demasiado joven, todavía era incapaz de visualizar la pintura completa y los sacrificios que había que hacer en son de mantener la paz.
—Permítame decirlo, Rey Jiang, su lado de la mesa luce solitario sin las flores que cultivo en mi jardín —bisbiseó Jin Guangshan, sus ojos incapaces de apartarse de la mujer que se contoneaba en medio del patio—. Créame, no sólo los jóvenes tienen derecho a disfrutar de los manjares de la tierra. El pequeño príncipe Jiang Cheng no podrá negarnos eso, ¿cierto?
Una palabra más que sugiriera semejante insulto, sólo una, y Jiang Cheng sacaría la espada para adornar algunos cuellos.
Su padre sonrió por primera vez en la noche.
—Es de humanos equivocarse —dijo por toda respuesta.
Jiang Cheng ya no podía soportarlo más.
—Y yo no estoy interesado en mujeres, Rey Jin —agregó.
No había necesidad de aclarar que se refería al tipo de mujeres en la habitación. No era que a Jiang Cheng le agradara ser calificado como un manga cortada, pero la expresión del hombre ante su declaración valió por completo la pena. Además, el romance no le importaba en absoluto, de seguro alguien más decidiría por él con quien procrear herederos cuando el tiempo apropiado llegara. Algo bueno tenía que venir del hecho de que todavía tuviera 13.
—Supongo entonces que debemos volver al asunto que nos corresponde. —Jin Guangshan tomó un sorbo de su té con toda la ecuanimidad del mundo—. Seré franco, no creo que haya mejor forma de reforzar lazos entre nuestros reinos que la boda de nuestros hijos. Somos camaradas de guerra, es cierto, pero eso no es algo que podamos considerar formal. Es por eso que vengo a reforzar esta propuesta de todo corazón y espero que el Rey Jiang esté de acuerdo.
—En circunstancias normales, no objetaría en absoluto, Rey Jin. Pero mi esposa está enferma, y ver partir a Jiang Yanli no haría más que destrozarla.
Una absurda mentira hecha excusa, por decir menos. Pero Jiang Cheng no se iba a quejar de que su padre al menos tratara. Aun cuando Jiang Fengmian también tuviera cierta noción de las verdaderas intenciones del otro hombre, simplemente no soportaba la idea de otra guerra en tan corto tiempo. La última había durado demasiados tiempo y cobrado demasiadas vidas.
Sin embargo, Jin Guangshan simplemente no podía esperar a verse en la cima del mundo.
—Es una lástima que el Rey Jiang disida mis ideas tan ligeramente. Después de todo, es del bienestar de su familia de lo que estamos hablando.
Lo común en esta clase de reuniones era alargar y redundar el punto por horas, las jarras de té yendo y viniendo incontables veces. No obstante, cuando creías que tenías el dedo ganador en el juego, podías omitir la maldita burocracia.
—No veo la razón por la que mi familia estuviera en peligro, Rey Jin.
Los ojos de Jin Guangshan se entrecerraron en una mueca de satisfacción.
—Oh, vamos, Fengmian. No creerás que pasé por alto las buenas nuevas del nuevo nombramiento de tu general y la excelente relación que mantienes con Yiling y todos sus recursos. —Agitó sus manos como para espantar mosquitos. A Jiang Cheng no le habría sorprendido que estuviera rodeado de miles de ellos.
Realizar una gran conmemoración en honor al nuevo general era una tradición, así que toda la gente de Goryeo se había reunido para celebrar en grande. Wei Wuxian había montado en su caballo después de recibir los honores y cabalgado a través del pueblo para ser congraciado con nada más que loores a su paso, además de brotes de todo tipo de flores —que simbolizaban un nuevo inicio cargado de ilusión—. Jiang Cheng había mirado todo desde lejos, orgulloso de su hermano mayor pero deseando al mismo tiempo, en silencio, que fuera él la persona sobre el caballo.
Por meses, él había sentido la expectación que vibraba en el aire, y cuando todo estuvo decidido y la semana de celebración llegó, la gente por fin pudo suspirar con alivio. Ya casi no habían podido lidiar con el hecho de que la persona en la que depositaban su confianza era un hombre lo suficientemente tozudo para aceptar que estaba demasiado viejo. La mejor época de Nie Mingjue ya había pasado, su última guerra contra el reino de Silla se había llevado toda posibilidad de que pisara un campo de batalla en lo que le quedaba de vida. Adiós y gracias por la cabeza de Wen Ruohan, era tiempo de que se apartara y dejara que la carne fresca tomara su lugar.
Wei Wuxian fue ovacionado y, para el segundo amanecer, la gente ya ni recordaba quién había sido el que salvó sus culos por años.
En ningún momento habían pretendido ser discretos con la festividad, Wei Wuxian se había merecido todas esas flores después de haberse encargado por su cuenta —con la ayuda de sus extraños experimentos— del ejército del príncipe Wen Chao y el legendario Wen Zhuliu. No obstante, había algo que inquietaba a Jiang Cheng justo en ese momento.
Se sentía como estar al acecho de una serpiente. No sabía dónde escondía su nido, no sabía cuál sería su siguiente movimiento ni cómo planeaba atacarle. De querer, podría caer desde un árbol y asfixiarlo hasta que las venas del cuello le reventaran, podría aparecer de improviso en su pierna y enroscarse alrededor para dar el pinchazo final. Podría morir sin siquiera notarlo, siempre bajo la mirada de ojos afilados y burlescos que reclamaban su comida.
¿Qué había sido aquello que Wei Wuxian le dijo sobre las serpientes?
¡Bah! Como si pudiera recordar cada tontería que salía de esa boca. Es decir, ¡ni siquiera estaba allí con él! ¿Qué oportunidad tenía Jiang Cheng de lograr desentrañar la absurda cantidad de misterios que se escondían en la cabeza de su hermano mayor?
Ciertamente, esos pensamientos debía atribuirlos a un adolescente; su irrevocable falta de experiencia había provocado que comenzara a delirar.
Jiang Cheng odiaba admitirlo, pero allí frente a la comitiva de la familia del Rey Jin, no era más que un mocoso que aspiraba a seguir los pasos de su padre y convertirse en el rey de Goryeo. Y vaya rey que iba a ser, con tantas dudas comiéndole la cabeza y el miedo incapacitante que trepaba por su columna ante la sola idea de que…
—Jiang Yanli ha de estar disfrutando su estadía en Yiling —suspiró Jin Guangshan antes de posar su taza de té con un ruido demasiado fuerte para ser real—. O tal vez no.
Era en esa clase de momentos donde deseaba más que nunca que Wei Wuxian estuviera presente. Era preferible ver a un payaso hacer caretas a escondidas que presenciar a una sirvienta ser manoseada tan abiertamente. Que un rayo lo partiera, pero incluso podía decir que prefería los chistes a las amenazas.
—Rey Jin… —comenzó a decir su padre, pero en ese momento, un sirviente se acercó sigilosamente y susurró algo a los oídos del rey de Baekje. La transformación del gesto en su rostro fue graciosa; la humanidad podía sentirse orgullosa de haber logrado adquirir la apariencia de un limón en momentos de estrés.
La expresión amable de su padre siempre escondía un lado filoso. Uno que Jiang Cheng conocía muy bien.
—Rey Jin, no sé qué le dio la idea de que mi hija estuviera de visita en Yiling.
A Jiang Cheng no le molestó la idea de hacer una transición de una cómoda tarde de té a una pelea en ciernes en medio de un campo de batalla donde cada hombre a su alrededor portara una espada en mano. No le molestaba para nada, amaba la violencia y la idea de resolver sus problemas con barro y sangre. Era más divertido así.
Sandu y Zidian casi no podían aguantar la emoción de Jiang Cheng.
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A cientos de kilómetros del sitio donde una nueva guerra era declarada, para disfrute de algunos y lamento de otros, Wei Wuxian recibió una inesperada, por no decir inadecuada, sorpresa.
—A-Xian, buenos días.
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