1 - Olvido
—Tendrá que ser hoy. Esta tarde a las siete en punto —James Carteret, abogado criminalista, sujetaba con fuerza el teléfono móvil en su mano izquierda mientras con la mano libre pasaba rápidamente las hojas de su agenda -. Ella ha vuelto a hablar...Sí, después de cuatro años... Nos han encargado su caso, pero antes quieren hacer una evaluación psicológica. Se encargará de ello un joven recién salido de la facultad. Su nombre es Jason, Jason Lowe...No, Henry, no le conozco aún. En estos momentos está aguardando afuera...No creo que esperen gran cosa. Su declaración no interesa a nadie a estas alturas, excepto a nosotros. Todas las pruebas recayeron en su contra, fue acusada, sentenciada y olvidada. Nadie se ha preocupado por ella en estos últimos cuatro años. Creían que nunca saldría del shock. Al parecer se equivocaban...Mandaré a Thomas Bennet a hablar con ella. Él podrá hacerse cargo. Creo que llevaré este caso personalmente...Sí, tienes razón, se va a convertir en el caso más mediático de los últimos años. Puede significar un buen empujón para nuestro bufete después del fracaso con el caso Stendhal...Bien, luego te cuento. Adiós, Henry.
James Carteret pulsó el botón de finalizar llamada del móvil y lo guardó en el bolsillo de su americana.
Se acercó hasta el amplio ventanal con vistas a Capitol Hill y observó a su alrededor. Era una vista impresionante la que podía observarse desde su despacho. A lo lejos el obelisco, uno de los muchos símbolos egipcios que había repartidos por la ciudad. Al frente, junto a la biblioteca del congreso, el grandioso capitolio con su blanca fachada de mármol. Unas vistas privilegiadas. Tan privilegiadas como el caso que les habían encargado gracias a sus contactos en las altas esferas. El caso de Hannah Sullivan, la niña asesina, como la bautizaron los periódicos sensacionalistas.
Nunca hubo pruebas suficientes para inculparla en el asesinato de su familia, por lo menos no definitivas, en opinión suya, pero todo estuvo en su contra. Se la encontró en posesión del arma homicida. Rodeada de los cadáveres de sus padres y hermanos y cubierta de sangre. Las huellas en el cuchillo eran las suyas. No había señales de que nadie hubiera entrado en la casa. Las puertas y ventanas no estaban forzadas y no se encontró ninguna huella o señal de alguien que pareciera provenir del exterior de la vivienda. Todo eso y su incapacidad para explicar lo sucedido fueron suficientes motivos para que el juez encargado del juicio la hallara culpable de homicidio en primer grado. Fue encerrada en Albertson, el psiquiátrico para criminales con las mejores medidas de seguridad del país. Una fortaleza en sí misma. Un antiguo hospital para enfermos incurables, reconvertido en prisión. Un lugar de olvido.
James Carteret se acercó de nuevo a la mesa de su escritorio y pulsó el botón del interfono que le comunicaba con su secretaria.
—Amanda, haga el favor de hacer pasar al señor Lowe.
—Sí, señor.
—Gracias.
James Carteret esperó de pie a que el joven entrara. Sonaron dos golpecitos en la puerta, antes de abrirse esta y de que Amanda hiciera pasar al joven psicólogo.
—Señor Lowe, es un placer conocerle —dijo James Carteret acudiendo junto a la puerta a recibirle. Le estrechó la mano y le hizo entrar en el despacho—. Haga el favor de sentarse.
Carteret se fijó en que el psicólogo, mucho más joven de lo que suponía, echaba un rápido vistazo a los amplios ventanales antes de sentarse en la silla que le ofrecía.
—¿Unas vistas impresionantes, verdad?
—Sí —contestó Jason —. Se ve toda la ciudad.
—Efectivamente. Me han dicho que hace muy poco que se ha licenciado.
—No hace aún un año.
—Y ya trabaja en el hospital Saint Elizabeths...Y le han encargado su primer trabajo. Un trabajo difícil, ¿no cree?
—Explorar la mente de un enfermo siempre es difícil, Señor Carteret...
—No lo pongo en duda. Voy a serle sincero, Señor Lowe, esperaba que el hospital mandara a alguien más, ¿cómo diría? Más experimentado. No es que dude de sus conocimientos...
—Le comprendo perfectamente —respondió el joven —, yo fui el primer sorprendido.
—Este caso será muy popular. Los periodistas pelearán por la noticia como buitres tras un trozo de carne podrida. Habrá mucha tensión. Sinceramente, ¿cree que está preparado?
—Sí, lo creo. Esa joven solo es una persona enferma que busca ayuda como cualquier otro paciente. Es mi obligación darle la ayuda que necesita, esté o no cualificado, lo haré.
—Esa es la contestación que esperaba oír —dijo Carteret sonriendo —. Creo que sus superiores han debido ver lo mismo que yo acabo de observar. Está usted dispuesto a pelear y la palabra derrota no entra en su vocabulario. No quiero robarle más tiempo, Señor Lowe. Le hice venir por un asunto, digamos, un tanto delicado. Nosotros queremos acceder a toda la información que la paciente le refiera. Somos sus abogados y ahora que ella ha procedido a realizar una apelación a su anterior juicio, necesitamos saberlo todo.
—¿Y por qué no se lo preguntan a ella directamente? Son sus abogados, ¿no?
—Ella no ha querido entrevistarse con nosotros todavía. Esta misma tarde, un joven de nuestro bufete irá a visitarla. Si usted nos hiciera este favor le quedaríamos muy agradecidos.
—No sé si sabe que toda conversación entre un psicólogo y su paciente queda bajo el más estricto secreto. ¿Está usted pidiéndome que viole la necesaria confidencialidad que mi cliente espera, para beneficiarles a ustedes? Mi respuesta es no.
—Ambos pensamos únicamente en el beneficio de esa joven. No tenga a mal mi proposición.
—Lamento no poder ayudarles —dijo Jason levantándose —. No sé para quién trabajan ustedes, pero obviamente no para esa joven. Ahora si me perdona, tengo una paciente esperándome. Buenos días, señor Carteret.
Jason abandonó el despacho del abogado bastante ofuscado. ¿Por quién le habían tomado? ¿Por un politicucho que se deja sobornar? Pensó en un chiste que le habían contado en la universidad: ¿Qué es un buen comienzo?...Cien abogados muertos.
Con una sonrisa en los labios salió del edificio y volvió a recorrer las mismas calles por las que había venido a pie, le gustaba andar y aún no tenía un vehículo propio. Paseó hasta llegar a su modesto apartamento en un barrio residencial de la ciudad. Las vistas no eran tan impresionantes como en el despacho de abogados en el que acababa de estar, pero algo en su interior le hacía sentirse satisfecho. Era su primer intento de soborno y había reaccionado adecuadamente, dejando muy claro qué era lo más importante para él: Su honor.
Sintiéndose así, ¿a quién le importaban las vistas?
Jason esperaba a que uno de los celadores abriese la puerta que comunicaba con las celdas. Estaba en una espaciosa sala, bien iluminada y abarrotada de monitores. En todos ellos se veían vistas de los pasillos, las celdas y distintas estancias del edificio. Cuatro guardias de seguridad vestidos con uniformes oscuros vigilaban las cámaras de seguridad, otro estaba apostado junto a la puerta frente a la cual aguardaba el joven psicólogo.
—Tiene que respetar en todo momento las normas de seguridad. —Le estaba diciendo el vigilante —. Camine por el extremo más alejado del pasillo, junto a la pared de la derecha. No entregue nada a los prisioneros y sobre todo no se acerque a las rejas. ¿Me ha entendido?
Jason asintió con la cabeza.
El celador llegó y pidió por su intercomunicador que abrieran la puerta.
Antes de eso, Jason había tenido que atravesar varios detectores de metales y soportar un registro minucioso de sus pertenencias y de él mismo. Cuando estuvieron satisfechos de que no portaba nada que pudiera suponer un peligro, le dejaron acceder a esa sala. Ahora la puerta se abría para él y la oscuridad de las celdas imponía su propio respeto.
—¿Está consciente? —preguntó el joven.
—Sí, le hemos dado una suave medicación, pero podrá contestar a todas sus preguntas —contestó el celador—. ¿Quiere que le acompañe?
—No será necesario —afirmó el joven armándose de valor.
Echó a andar por el pasillo y haciendo caso a las normas que acababa de escuchar, se mantuvo lo más alejado posible de las celdas. Había un olor extraño en aquel pasillo, olía a humedad, a cerrado y a miedo. El miedo parecía impregnar las paredes de aquél lugar.
Las dos primeras celdas estaban vacías, de la tercera salía un quedo murmullo, algo parecido a una oración, una plegaria en voz muy baja. La cuarta era la que él buscaba.
Había luz en su interior. La joven, Hannah, estaba tumbada en su camastro y leía un libro con mucha atención. Al sentir la presencia del psicólogo, dejo el libro sobre la cama y se incorporó.
Jason se quedó en silencio sin apartar los ojos de la muchacha. Tenía diecinueve años, pero no los aparentaba, parecía mucho más joven. Era menuda y muy delgada y su rostro tan pálido que casi parecía blanco, contrastaba con su oscuro cabello. Sus ojos verdosos se clavaron en él.
La joven le miró con curiosidad manifiesta.
—¿Eres mi abogado? —preguntó con una ligera sonrisa en los labios —. No sabía que hubiera abogados tan guapos.
—No, soy psicólogo —contestó Jason.
—¡Ah! El loquero...Me dijeron que vendrías. ¿Quieres examinarme, doctor? —Ella se acercó a los barrotes de la celda moviéndose sensualmente.
Jason se dio cuenta de que algo no cuadraba en el comportamiento de la joven. Se suponía que era tímida y callada. No esperaba ese despliegue de encantos. Quizás solo fingía ser otra persona. Tal vez solo quería jugar un rato.
—Usted no es Hannah Sullivan, ¿verdad? -Aventuró Jason.
—No, esa perra asesina no está aquí.
—Ya lo veo. ¿Cuál es su nombre? —Jason decidió seguirle el juego.
—Arianne...¿Te gusta?
—Mucho, yo me llamo Jason. Es un placer conocerla, Arianne.
—¡Placer!...¿Sientes placer al contemplarme?
A veces era muy duro permanecer al margen. Jason tragó saliva.
—Eres muy tímido, Jason. La timidez no lleva a ninguna parte. Es un callejón sin salida.
—Me gustaría hablar con Hannah. ¿Cree que podría hablar conmigo?
—¿Qué tiene esa perra que no tenga yo?
Jason tomaba notas mentalmente: El carácter hostil y provocativo, el odio literal hacía la personalidad primaria. Todo ello hacía pensar en un TID, un trastorno de personalidad múltiple. Aunque no podía estar seguro.
—No es que no me lo pase bien contigo, Arianne. Pero ella es mi paciente, ella es la que necesita mi ayuda.
—Ya lo creo. —dijo la joven —Está loca. Como un cencerro...Te dejaré hablar un momento con ella, pero con una condición.
—¿Cuál?
—Te lo diré más tarde —Arianne sonrió lasciva y se volvió hacia el camastro.
El cambio fue espectacular. La nueva personalidad que el psicólogo tenía delante no se parecía en nada a la otra. Jason creyó por un momento que incluso físicamente era distinta.
La joven que ahora tenía enfrente, posiblemente Hannah, era muy, muy distinta.
—¿Quién es usted?
—Me llamo Jason Lowe, soy su psicólogo y estoy aquí para ayudarla.
Ella parecía confusa.
—Es usted Hannah Sullivan, ¿verdad?
—Sí.
—¿Sabe dónde se encuentra?
—En la cárcel.
Su voz era dulce. Sus ojos verdes buscaron la mirada del joven y en ellos solo vio tristeza.
—¿Sabe por qué está aquí?
—Maté a mi familia.
—¿Lo hizo usted?
—No, no lo recuerdo. Tuve que ser yo. ¿No es así?
—Eso es lo que me propongo averiguar, Hannah.
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