La desaparición del príncipe Nathan
—Hace mucho, mucho tiempo, en una torre muy lejana, una princesa anhelaba la llegada de su príncipe. Pero este... nunca llegó.
Su majestad, el Rey de Primus, fue quien dijo estas tristes y desalentadas palabras, con una voz dura e imponente. El hombre, pese a estar vestido con sus ropas más caras, sus joyas más raras, y estar usando la corona más resplandeciente que alguien se podría imaginar, se veía pésimo, sentado sobre su trono con la postura hundida y encorvada. Porque ninguna tela refinada ni pendiente dorado era capaz de ocultar sus ojeras profundas, su piel pálida, y su barba salvaje, que ya comenzaba a blanquearse en las puntas. Él se veía exhausto, estresado, y la severidad en su tono lo comprobaba.
Pero sus súbditos parecían no importarse por ello. La bulla nerviosa en el salón era efervescente, y crecía cada vez más.
—Y es por eso que yo los he convocado a todos aquí hoy —él siguió hablando, de todas formas—. Como ya saben, el príncipe Nathan, mi hijo y próximo en la línea de sucesión al trono de Primus, ha desaparecido... y necesito que algún caballero aquí presente lo encuentre. A él, y a la princesa Lilian, claro...
En el fondo del salón del trono, comiéndose una manzana mientras veía a su padre discursar desde su ornamentada silla de madera, la princesa Agatha intentaba no reírse de las expresiones aterradas de los nobles y militares a su alrededor. Todos vestidos con sus armaduras, medallas y listones; todos temblando ante la posibilidad de ser maldecidos con dicha misión.
Porque el cuento del Rey no era exclusivo a su hijo.
Ningún caballero, enviado por cualquier reino del continente, regresaba de su expedición a al reino Cerally con vida.
Los motivos eran desconocidos. Las teorías al respecto eran varias.
Entre los rumores más repetidos, estaba el del dragón. Al parecer, la torre en donde la princesa Lily residía estaba protegida por un Growler de doce metros de altura, que escupía llamas violetas y desgarraba a cuerpos humanos como si fueran hechos de papel. Sus alas titánicas oscurecían al cielo entero y envolvían a sus víctimas en tinieblas. Sus garras negras cavaban la tumba de sus oponentes mientras este aún vivía. Sus ojos abiertos reflejaban la mirada de la muerte...
O al menos, eso era lo que Agatha había oído a los empleados del castillo comentar.
Aunque conociendo a la clase de hombres que eran enviados al reino del sur, tenía la sospecha de que los plebeyos estaban meramente inventándose cosas a este punto. Al final de cuentas, ningún cuerpo jamás fue encontrado. Los caballeros solo... desaparecían. ¿Quién le garantía que esos idiotas no se habían perdido a mitad de camino? Y aunque amara a su hermano, Nathan sí era pésimo con los mapas. A lo mejor estaba atascado en algun poblado pequeño, sin provisiones y sin idea de cómo volver a casa. No sería raro si ese fuera el caso.
—¡Mi Rey, le pido sensatez! — uno de los miembros del consejo militar, el general Cornelius, exclamó—. ¡Diecisiete de nuestros mejores comandantes ya han perecido en esta locura! ¡Debemos aceptar que la princesa jamás será rescatada a este punto!
—¡No enviaré a mi hijo a ser quemado por un dragón! —alguien más gritó, con furia.
—¡Esto es el colmo!
—¡Su majestad no sabe lo que hace!
Los reclamos siguieron. Agatha continuó comiendo su manzana mientras veía a la expresión severa de su padre volverse más y más cólerica. Corrió una lengua por el interior de su mejilla, sabiendo que aquella reunión no terminaría nada bien si la discusión general continuaba. Respiró hondo y al llegar al tallo, dejó los restos de la fruta en los pies de una enorme estatua que tenía a su lado. Luego se subió a su base, con movimientos ágiles y despreocupados, para capturar la atención de todos.
—¡SEÑORES! —gritó con confianza y valentía, pese a saber muy bien que sería reprochada por ello más tarde—. ¡Yo lo haré! ¡Si nadie aquí se atreve a rescatar a la princesa y a salvar a mi hermano, yo me pongo a disposición del Rey! —Los murmullos se volvieron aún más intensos y asombrados —. ¡Lo traeré de vuelta a casa, sanos y salvos!
Así que terminó de hablar los ojos azules de su padre cruzaron la muchedumbre y chocaron con los de ella.
Agatha tragó en seco. Infló el pecho. Enderezó su postura.
El Rey, al mismo tiempo, se levantó de su trono echando humo por las orejas, y volviéndose tan rojo como las cortinas del salón.
La princesa intentó reprimir su sonrisa culpable, y predijo el rugido indignado que él soltó antes mismo de escucharlo.
Estaba en graves problemas.
Pero sinceramente, eso le importaba un comino.
Si aquellos cobardes del consejo no se atrevían a abandonar la seguridad de sus hogares para encontrar al príncipe, ella lo haría.
Sin importar el costo.
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—¡Agatha, por todos los Dioses! ¡¿Cómo se te ocurre decir una cosa de esas en plena reunión del consejo?! ¡Casi le das un infarto a tu padre! ¡Y con un príncipe desaparecido ya tenemos suficiente, no necesitamos lidiar con un Rey muerto! — su madre, la Reina, se quejó afuera de la puerta de su alcoba—. ¡Ahora no es tiempo de ser rebelde! ¡Tienes que aceptar tus funciones como princesa!
—¡Nathan lleva meses sin volver a casa, mamá! ¡Que se vaya al carajo mis "funciones de princesa"! ¡Tengo que encontrarlo!
—¡Lenguaje! ¡No puedes hablar así conmigo, señorita!
—¡Muy tarde, ya lo hice! —ella respondió con frustración, caminando de un lado a otro en su habitación mientras pensaba en una manera de dejar el reino sin que nadie se enterara de su partida—. ¡¿Y por qué están todos tan preocupados por mi seguridad de pronto?! ¡Saben muy bien que fui una de las primeras mujeres a entrar a la academia militar y que completé mi entrenamiento en tiempo récord! ¡Nadie en todo nuestro territorio logra ganarme en un combate a mano armada!
—No dudamos de tus capacidades...
—¡¿Entonces por qué no me dejan ir?! ¡Esto es tan injusto!
—Solo estamos preocupados, hija.
—¡Pero qué chistoso! ¡Porque al momento de enviar a mi hermano al sur, sabiendo que él no iría a volver, porque nadie más lo hace, ninguno de ustedes demonstró siquiera una pizca de aprensión! —Agatha lanzó una de sus almohadas más pesadas a la puerta, causando un pequeño estruendo.
Al otro lado de la madera, la Reina respiró hondo. Entre soportar al malhumor de su esposo y los berrinches de su hija, ya estaba agotada.
—Mejor hablemos mañana, cuando estés más calma.
—¡No habrá un mañana! ¡Me voy! ¡Y nadie aquí me va a detener!
La mujer abrió la boca para contestar, pero al no creer en su amenaza y al no tener más energías para seguir discutiendo, volvió a suspirar y se deslizó pasillo abajo, sumergiéndose en la oscuridad del castillo como si fuera un fantasma más. Antes de irse, solo se dignó a decir:
—Buenas noches, Agatha.
Adentro de sus aposentos, la chica en cuestión soltaba gruñidos furiosos e intentaba no llorar.
No quería perder a su hermano. En todo el reino de Primus, solo Nathan la entendía de frente a reverso. A veces, sentía que solo él la amaba por quién era, y no por quién fingía ser.
No podía dejar que su destino fuera definido por un puñado de viejos cobardes, cuyas medallas y honores no valían su peso en oro. Tal vez él seguía vivo. Tal vez había sido capturado antes de llegar a Cerally. Tal vez estaba herido. Tal vez estaba perdido.
Y si estuviera muerto... pues... quería al menos poder enterrarlo. Darle un descanso respetuoso. Digno de su nombre, de su título, de su carácter.
Pero no podría averiguar cuál de estos escenarios era verdad si permanecía atrapada en Primus. Tenía que irse de ahí.
Por suerte, los dioses parecieron escuchar sus lamentos.
A la medianoche, mientras calentaba sus pies cerca de la chimenea y contemplaba cómo escapar de su prisión real, escuchó pequeños golpecitos en su puerta.
Al abrirla, se encontró con uno de los mejores amigos de Nathan, el comandante Mark Rien.
El militar tenía una cabellera larga, dorada, y sumamente sedosa. Cada pelo parecía un rayo de sol distinto. Sus ojos aguamarina eran ovalados, y una de sus cejas estaba cortada al medio por una cicatriz recta, de sable. También tenía un corte parecido en su mentón, pero menos profundo y más irregular, producto de una caída de infancia. Sus manos eran largas y ásperas. Sus hombros, largos y musculosos. Se veía rudo, poderoso, y varonil. Pero por dentro, era una gran bola de algodón, suave, delicada, y blanda.
Agatha lo conocía a años y también lo consideraba su mejor amigo. No le temía a su apariencia intimidante, justamente por saber que era una coartada. Él en realidad era un espíritu muy considerado y dulce.
—Buenas noches, su alteza —él la saludó con un tono gentil, cargado de buen humor, y le sonrió con su típica amabilidad.
—Ya no estamos más en el salón, deja de ser raro y trátame por mi nombre. Y entra, ven.
Mark lo hizo, metiendo las manos en los bolsillos de su pantalón.
—Creaste una gran confusión hoy por la tarde. Por lo que alcancé a oír, algunos Lords están a favor, otros en tu contra. Lo mismo con los generales... Ocasionaste un verdadero debate en el salón cuando te fuiste.
—Mira, si me has venido a criticar por mis acciones, mejor vete. No me harás cambiar de opinión — Agatha se tiró en su cama como una estrella de mar.
—De hecho, vengo por lo contrario. Te apoyo.
—¿Huh? —Ella levantó la cabeza.
—Como tu amigo, previo tutor, y como Comandante General de Caballería, creo que eres nuestra mejor oportunidad de encontrar a Nathan —él dio unos pasos adelante y cruzó los brazos, para mirarla con una expresión que mezclaba tanto su respeto por la noble, como su deseo de incitar el caos en el reino—. No dudo de tus capacidades, ni de tus habilidades. La única pregunta que te tengo es: ¿Eres capaz de renunciar a todos tus privilegios y desaparecer de la faz de la tierra? Porque solo haciendo eso podrás irte de aquí. Volviéndote una Don Nadie. Una sombra más en el mundo.
—Mark, ¿de qué estás hablando?...
—Te voy a ayudar a escapar. Si pudiera, iría detras de Nathan yo mismo, pero el Rey me necesita aquí. No puedo abandonar mis funciones. Tú, en la otra mano, si puedes. Debes.
—Espera, ¿lo dices en serio? —Ella se sentó sobre la cama.
—Me repito, sí. Eres nuestra mejor opción. Sabes luchar con espada, sabes usar arco y flecha, cabalgar, disparar cañones, subir paredes, escalar árboles, montar barricadas... Ya has hecho de todo. Y todo te sale bien. Los otros soldados y caballeros que tenemos en la academia son un desastre. No saben diferenciar la izquierda de la derecha. Se perderían antes mismo de llegar a Cerally. Tú en la otra mano, probablemente encontrarás a la princesa, a Nathan, y de paso matarás al dragón.
—Me tienes mucha fe.
—Ya te he visto pelear —él insistió—. Sé que mi fe es justificada.
—Ya, pero ¿qué harás para sacarme de aquí? ¡El castillo está rodeado por murallas, nieve, patrullas militares y un maldito brujo!...
—Paciencia, su alteza. Tengo un plan. Iré a recolectar todo lo que necesitarás para la travesía al sur y volveré aquí a las dos de la mañana. Tendrás que irte hoy mismo, en esta madrugada, porque hay menos patrullas dando vueltas por los pasillos. Por el día será imposible que lo hagas; te atraparán.
—Mark, si estás bromeando...
—No lo estoy. — él le dijo con calma y serenidad—. Confía en mí.
Y porque no tenía otra alternativa, ella gruñó y respondió:
—Bien. Haz lo tuyo, comandante.
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