El escape de Agatha
Mark abandonó la habitación de la princesa quince minutos después de su charla.
Media hora más tarde, con una capa ocultando su figura y una capucha oscureciendo su rostro, él se metió al arsenal de la guardia real y recolectó todo el equipamiento que su amiga necesitaría para cruzar las crudas y nevadas tierras de Primus, el inmenso bosque de las criaturas libres, las estepas, matorrales y sabanas secas del Reino de Candorra, y claro, las planicies verdes interminables de Cerally.
El comandante llevó consigo una bolsa de fondo infinito, encantada para almacenar todos los ítems que su corazón deseara. Y dicha bolsa resultó ser muy útil, porque recogió muchas cosas del enorme arsenal.
Lo primero que hizo fue seleccionar a la armadura de la princesa. Consideró que un peto simple, dos rodilleras, dos guardabrazos, dos manoplas rajadas, y dos cangrejos para sus codos, hechos con Wolfram —el metal más fuerte disponible en el Reino— sería un conjunto apto para ella.
Agatha tenía la pésima costumbre de quitarse sus hombreras siempre que podía, por "considerarlas incómodas", así que él decidió no incluir ninguna al inventario. Como su previo tutor de esgrima y combate físico, sabía que hacerlo sería un desperdicio; justamente por detestarlos ella perdería a los accesorios en unos pocos días.
Sonriendo ante este divertido pensamiento, él agarró también a una brigantina nueva, dos cotas de malla, un gambesón, una capa, y dos pares de botas impermeables.
Lo siguiente en su lista mental de necesidades fueron las armas.
Agatha siempre se desempeñaba mejor con espadas, así que no dudó en recoger una de sus favoritas: La "bastarda", también conocida como la "de mano y media". Como este último nombre lo indicaba, podía ser usada con ambas manos o con apenas una. A la princesa le gustaba esta flexibilidad, y la empleaba para mejorar su estilo de lucha.
Lo siguiente que Mark recogió fue un escudo, redondo y liviano, encantado para soportar al fuego azul y verde de los dragones sureños, al ácido escupido por los largatos de espalda negra de Candorra, al aliento nevado de los Jigous, a los arañazos de los cadejos y adjules, a las embestidas de los unicornios salvajes, e incluso los golpes de los jackalopes gigantes.
Enseguida, tomó un hacha y una linterna de luz eterna, cuyo interior poseía un cristal mágico encapsulado, que en noches oscuras de nevasca era mucho más útil a una antorcha o linterna común. Las llamas se podían apagar, pero aquel cristal no. Seguiría emanando su brillo anaranjado incluso durante la más cruel y dura de las tormentas.
Lo último que seleccionó del arsenal fueron instrumentos de navegación y exploración. Una brújula, un astrolabio, un compás, dos mapas —el actualizado de los siete reinos del continente, producido por los cartógrafos reales el año anterior, y otro desarrollado hace cinco años, para localizar las islas que rodeaban a su tierra—, un cuadrante náutico, un reloj mecánico, una tabla astronómica, un sextante y un nocturlabio.
Con todo esto listo, el comandante dejó el lugar y se dirigió a la cocina. Allá, también saqueó a la alacena, robando todo lo que él usualmente se llevaría consigo en una misión al extranjero. Quesos, carnes secas, panes, galletas de maíz y mantequilla, vino, aguardiente, ajo, cebolla, aceite y bayas azules. Lo demás, Agatha podría conseguirse por cuenta propia.
El final de su recorrido lo hizo por su propia habitación, donde recogió una bolsa llena de coronas —la moneda estándar de los siete reinos del continente— para uso emergencial, uno de sus mapas personalizados, y una de sus tiendas de campaña plegable —desarrollada por los ingenieros del reino para soportar a las frías temperaturas de su tierra—.
Con todo esto en la bolsa —que pese a contener a todo un mundo adentro, casi nada pesaba—, él volvió a la alcoba de Agatha. Y como prometido, lo hizo a las dos de la mañana. En punto.
—Traje regalos —Sonrió, quitándose la capucha de la cabeza.
Agatha, asombrada por el esfuerzo de Mark, le copió su sonrisa. Lo jaló adentro de su habitación de nuevo, abrió la bolsa y comenzó a revisar sus interiores. Él la ayudó a sacar de la misma las piezas de su armadura, y siguió charlando con la princesa mientras ella se cambiaba de ropa en una esquina de sus aposentos, detrás de un biombo. Por haber entrenado y luchado juntos, ya se habían acostumbrado a dicho nivel de intimidad (aunque obviamente, nadie de la familia real sabía sobre esto).
—Creo que cuando Nathan se vuelva Rey te nombrará Lord — Agatha dijo con una voz risueña, mientras se acomodaba las rodilleras—. Como agradecimiento por ayudarme ahora mismo.
—Uff. Ojalá lo haga. Quiero tener mi propio castillo en las montañas de Pessanar.
—¿En las montañas?... Cuanta humildad.
—Nunca dije que soy simple —el comandante respondió, con la mirada pegada a la pared.
La princesa tiró su chaleco azul del ejército sobre el biombo.
—Hasta hoy me recuerdo del día en que me regalaste esto.
—Fue el día en que anunciaste tu ingreso a la academia militar.
—Sí... Mamá casi tuvo un infarto cuando se enteró de lo que hiciste. ¿Poner mi nombre en la ficha de admisión sin su permiso? Fuiste valiente.
—Y no me arrepiento de nada — él afirmó, con cariño—. Tu sueño era entrar ahí... yo solo te ayudé a alcanzarlo.
—Tú siempre me estás ayudando cuando nadie más lo puede hacer, Mark... Pero sabes que de esta vez si alguien descubre que tú me estás auxiliando, serás acusado de traición al reino, ¿verdad? Porque yo no puedo irme de aquí sin el permiso de mis padres. Te lo recuerdo.
—Sí, lo sé —Se encogió de hombros—. Pero ese es un riesgo que estoy dispuesto a tomar.
Agatha hizo una pausa en su charla.
—No te merezco, Markie —ella lo llamó por su apodo, enrojeciendo sus mejillas—. Y... creo que ya estoy lista.
—¿Ya te vestiste? —Él no ocultó su asombro—. ¿Tan rápido?
—La rapidez hace al buen guerrero — la muchacha contestó, antes de salir de detrás del biombo—. ¿Y? ¿Cómo me veo?
Mark giró sus ojos hacia la muchacha.
Siempre la había encontrado preciosa, pero en momentos así, cuando estaba en su "elemento", vestida con su armadura y con sus botas, él la encontraba todavía más bonita.
Agatha tenía el cabello voluminoso, muy ondulado, de un color rojo oscuro bastante llamativo. Sus ojos eran verdes, como los de su madre, y su nariz aguileña la había heredado de su padre. Sus facciones eran muy marcadas. Tenía un rostro que muchos habitantes de Primus considerarían "masculino" por lo mismo.
Su presentación y elección de vestuario tampoco ayudaba a mejorar dicha percepción.
Ella nunca había sido muy femenina. La Reina casi siempre la tenía que obligar a usar vestidos durante galas y eventos relacionados a la corona. Pero en el día a día, era más común verla usando las prendas tradicionales de un Lord, que las de una joven de la nobleza.
Sin embargo, su estilo de vestir y comportarse único, su actitud, y sus rasgos en sí eran lo que la hacían especial. Y Mark, desde su adolescencia, se sentía profundamente enamorado de ella.
Lo que no sabía, era que sus sentimientos no eran correspondidos. No por una falta de cariño —Agatha sí lo amaba, a su manera—, sino por falta de interés.
La princesa solo había compartido esta información con Nathan, pero ella jamás había sentido una simple pizca de atracción por los muchachos de su edad. Pensó que, si tenía que enamorarse de alguien, sin duda sería de Mark. Pero ni con él logró torcer a los deseos de su corazón. Y por eso, a sus veintiún años de edad, aún no había tenido a ningún novio o pretendiente —algo que su madre pronto intentaría corregir, casándola con algún noble extranjero para asegurar una nueva alianza política.
(Esta era otra razón más de por qué ella quería irse de Primus. Sabía que sus días de libertad pronto llegarían a su fin y que debía aprovechar los que le restaban a su máximo).
—Te ves hermosa —El rubio al fin logró hablar. Se levantó de la cama, donde se había sentado a esperar su reaparición, y caminó hacia ella—. Siempre te ves hermosa.
La repentina cercanía la desorientó un poco. El cambio de actitud del comandante, al que siempre había visto como un amigo y nada más, solo empeoró su aturdimiento. Por eso, cuando él le preguntó si la podía besar como un gesto de despedida, Agatha terminó asintiendo.
Nunca había besado a nadie antes, ni dejado que nadie la besara. Esa fue su primera vez haciéndolo. Y la experiencia, por más casta, inocente e ingenua que haya resultado ser, solo le comprobó más una vez un hecho que había intentado ignorar y cambiar durante toda su vida: Definitivamente no le gustaban los chicos.
Porque si besarse con Mark no le había resultado placentero, tenía certeza absoluta de que con ningún otro joven lo sería.
—Estaré esperando su regreso, princesa —Él acarició su mejilla y ella tragó en seco, sintiéndose incómoda e incluso un poco culpable, por no ser capaz de comunicarle todos los pensamientos que colapsaban el funcionamiento de su mente—. Vuelve pronto aquí, ¿dale?...
Siendo tan dulce como siempre, el rubio se apartó, le hizo una reverencia educada y se marchó, dejándola a solas otra vez.
Así que la puerta se cerró, Agatha se sentó sobre su cama y hundió su rostro entre sus manos. Respiró hondo varias veces, intentando mantener la calma, pero hacerlo le resultó casi imposible.
¿Qué diablos había ocurrido recién? ¿Y por qué se sentía tan... erróneo?
Salir.
Ella tenía que salir de Primus.
No podía concentrarse en sus emociones ahora. Tenía que vestirse con su capa de franela, recoger la bolsa de Mark y abandonar el castillo. Esas eran sus prioridades. Su corazón confundido, y su mente en conflicto tendría que esperar.
Así que se frotó la cara. Gruñó. Se levantó de nuevo con un salto y le escribió una nota de despedida a sus padres antes de apagar la chimenea. Dejó el papel sobre su cama, al lado de un anillo que su abuela le había regalado, con el blasón de su familia.
No les avisó adonde iría, por saber que eso ya era obvio. No les dijo cuándo regresaría, por saber que darles una fecha sería mentir. Apenas les pidió disculpas, y prometió que sí volvería... eventualmente. O al menos, haría su mejor esfuerzo en lograrlo.
Luego, agarró sus cosas y se deslizó por los pasillos oscuros del castillo con apuro, cruzando las sombras con el sigilo de un gato. Sin llamar la atención de nadie se movió al establo, donde su caballo palomino —llamado Gamall—, la esperaba. Le puso su silla de montar. Lo cubrió con su frazada de invierno. Se acomodó en su cima.
Respiró hondo y miró adelante.
Era hora de irse.
Y de no mirar atrás.
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Miren a estas cosas viejas:
Huácala.
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