El doctor Dracma

Oscar logró hacer a Agatha despertar con unos gentiles cachetazos a la cara. Luego, puso uno de sus brazos sobre sus hombros y la alzó del suelo, para arrastrarla hacia la casa de Midas. Mientras se movían, vieron a Oya salir por la puerta, con el rostro sumergido en lágrimas y la garganta ardiendo por tanto gritar. Ver a la pobre mujer en tal estado, tan frágil y triste, les rompió el corazón a los forasteros.

La princesa en cuestión incluso se soltó de Oscar, para poder dar unos pasos tambaleantes adelante y atrapar a la dama en un abrazo apretado.

—Lo siento, Oya... T-Te juro que hicimos todo lo posible p-para detener al troll —Agatha comentó, tratando con todas sus fuerzas de reprimir el dolor que sentía, y evitar soltar cualquier quejido.

—¿Estás bien? —la esposa del fallecido alcalde preguntó de todas formas—. ¿Qué te p-pasó?

—Ella se cayó de la cima del troll —Oscar explicó, antes de que la joven pudiera entrar en negación—. Lo cegó, y cumplió muy bien su parte del plan... Pero la criatura se enloqueció por el dolor y nos sacó de encima. Yo logré agarrarme a una verruga, pero ella no tuvo la misma suerte.

—S-Sigo respirando... eso es lo q-que importa.

—Y ayudaron a salvar al pueblo. Ustedes... —Oya se volteó hacia el monstruo dorado, que aún sostenía a su marido en su apretado puño, para siempre congelado—, y Midas.

—Murió como un héroe —Agatha afirmó, con una mueca dolorida—. Se s-sacrificó por todos nosotros. Él merece los aplausos... la gloria...

—No. Él trajo al troll aquí. Él se alió a Vigario... Sí, murió como un héroe, eso no lo discutiré. Pero no merece alabanzas tampoco —la viuda comentó, intercambiando su melancolía por severidad. En un segundo, logró recomponerse. Su poblado la necesitaba, ahora más que nunca. Debía ocupar el espacio vacante de líder que su esposo le había dejado, y tenía que ordenar aquel desastre para que más vidas no fueran arruinadas. Con un exhalo agotado, se giró hacia los forasteros de nuevo—. ¿Niko?

—Aquí, señora —El capitán de la guardia, de pie a unos metros de distancia de ella, levantó su mano al aire.

—Tenemos que irnos ahora a la Villa Sauvignon. Todos los habitantes de Payraud están allá —Su rostro se volvió aún más rígido y serio—. Nuestra labor ahora es calmarlos, organizar su regreso aquí, y reparar todos los daños causados por el troll. Luego, tenemos que encontrar un suplente fijo para Midas. Es lo que dicta la Ley.

—¿Y usted no quiere tomar su lugar?

—No de manera definitiva, no. Nunca quise el poder que él poseía, y eso no ha cambiado ahora —Oya dijo, aproximándose a los restos radiantes del troll, convertido en estatuilla de oro. Puso una mano sobre su superficie, apoyó su tez en seguida, y cerró los ojos—. Midas, cariño... ¿P-Por qué tuviste que irte así?... ¿Por qué?... —murmuró, mientras más lágrimas caían por su estoico rostro—. Que tu alma regrese con el Creador... Que regrese a nuestros amigos... y que Olodumare te proteja, mi querido.

Nadie más que ella y el universo escucharon aquellas luctuosas palabras.

Y para hacerlas todavía más graves, segundo después de ser enunciadas un nuevo golpe de mala suerte afectó al grupo. Agatha se sintió mareada y se intentó aferrar de Oscar con su mano sana, pero no logró afirmarse. Se desplomó al suelo de nuevo, inconsciente. Al oír el grito de alerta del capitán, Oya se giró hacia ellos y corrió hacia el dúo.

—¡Tenemos que llevarla a un médico, y lo tenemos que hacer ahora!

—¡No conocemos a nadie por aquí! —el militar forastero exclamó, agobiado.

—¡Yo lo hago! ¡Niko! —la dama le gritó al capitán de su guardia—. ¡Levántala, dale! ¡Tenemos que irnos a la Villa de inmediato!

—Sí señora.


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Cuando Agatha se despertó, lo hizo una semana después, sin saber dónde estaba, usando ropas nuevas, y sintiéndose milagrosamente mejor. Se sentó en el colchón donde había estado reposando por días con una expresión confundida en el rostro y un calambre molesto en el cuello. Al levantar su mano para masajearse los músculos, se dio cuenta de que su muñeca había sanado. Y al mirar a la mesa de noche, entendió cómo esto había sucedido. Algunos pergaminos con hechizos, frascos de pociones, y sacos de hierbas medicinales habían sido apilados en su superficie, dejando un claro indicio de que alguien la había estado cuidado durante su imperturbable descanso.

—Ugh... ¿por qué siento que he sido pisada por un gigante? —refunfuñó, ligeramente molesta por estar tan cansada y dolorida, pese a haber dormido por horas y más horas.

—Caer de la cima de un troll suele tener ese efecto —Una voz la sobresaltó, y al buscar a su dueño sus ojos se chocaron con la silueta de un pequeño y barbudo hombre, de pie bajo el marco de la puerta.

Por su estatura reducida, sus facciones cuadradas, y su rostro peludo, dedujo que era un enano.

(No un humano con enanismo, se debe aclarar. Esos sí existían en su reino. Sino un enano mitológico, cuya sangre blanca, mágica, había surgido del mismo magma de la tierra, y cuya piel estaba hecha con el polvo de los minerales que sus antepasados habían extraído con sus picos y palas.)

—¿Quién es usted? ¿Dónde estoy?

—Tranquila, princesa. Mi nombre es Rodrigo Dracma. Soy su médico. Usted está en mi cabaña, en Payraud.

Agatha entrecerró los ojos.

—Espera, ¿cómo me llamó recién?

—Sé quién usted es, princesa Agatha. El cabello rojizo, rizado; la piel blanca como la nieve, el coraje sin límites... Es fácil reconocer a un miembro de la familia real de Primus cuando me encuentro con uno. Además, mientras su amigo Oscar hacía un recuento de sus pertenencias, un broche se cayó de su bolso. Sé a quién le pertenecía...

El interés de la joven creció a niveles estratosféricos.

Era el broche que había encontrado entre los carruajes chamuscados que vio en las estepas de Gilandro.

—¿Conoces a mi hermano?

—¿El príncipe Nathan? Sí... Tuve el honor de hablar con él repetidas veces, cuando pasaba de viaje por aquí. En la última incluso pude hacerle una curación, porque se había caído de su caballo y lastimado el brazo.

—¿Cuándo fue eso? ¡Tienes que decírmelo!

—Tranquila, su alteza. Se lo diré, pero no tenga altas esperanzas. Fue hace más de un año. Oí que él ha estado desaparecido desde entonces, pero no tengo idea de dónde se podrá haber ido, o dónde estará ahora. Lo lamento —El enano se acercó a la cama—. Pero por la estima que le tengo al príncipe, quien siempre me ha trató con educación y con calidez, debo pedirle que no intente seguir sus pasos.

—¿Qué?

—Lo que escuchó; devuélvase a su patria. Amo a mi reino, pero no es el lugar más seguro para viajar. No con Vigario a sueltas por ahí. Y usted, por lo que me contaron sus amigos, casi murió al caerse de la cima de un troll adulto, de nuevo metros de altura... Troll que al parecer fue enviado a Payraud por ese mismísimo asesino. Usted se rompió tres costillas, la muñeca, sufrió una conmoción cerebral, y todo porque no tuvo un aterrizaje muy favorable. Siento que las cosas solo empeorarán si se queda por aquí.

—No es necesario que sea tan negativo, señor...

—Dracma —el ser se repitió—. Mi nombre es Dracma.

—Eso —Agatha se masajeó el cuello.

—Insisto, alteza. Usted debería irse a casa.

—No... No puedo. Y no lo haré.

El enano respiró hondo e hizo una corta pausa, para contemplar si insistir en el asunto o no. Al final, decidió que no valía la pena.

—Ya suponía que diría eso. Pido entonces que tenga mucho cuidado. Por favor. Y... —el sujeto inclinó su cabeza a un lado, mirándola con una mezcla de tristeza y compasión—, que les escriba a sus padres.

—¿Qué? ¿Por qué?

—Yo soy un ser elemental, de magia blanca, señorita. Sé leer mentes, sentir emociones... y sé que usted los extraña, pese a la contradicción que hacerlo le causa. Además, ellos ya han perdido a un hijo. Imagínese ahora el dolor que sintieron al perder a otra.

Agatha abrió la boca para responderle algo, pero no pudo. Porque el enano tenía razón; el rey y reina de Primus debían estar sufriendo... O al menos, ella esperaba que lo hicieran y que la extrañaran, aunque fuera sólo un poco. Su relación nunca había sido la más sana y cariñosa, al final de cuentas. No tenía cómo estar segura de que ese era el caso.

—¿Puede usted no mencionarle nada sobre mi título real a mis compañeros, señor Dracma? —decidió indagar a seguir, tanto para rellenar el silencio incómodo que se extendió entre ella y el enano, como para cambiar un poco de asunto—. Le escribiré a mis padres, lo haré... Pero no quiero que nadie sepa que yo estoy aquí en el sur. Ni ellos, ni mis colegas... nadie. ¿Me entiende?

—Sí. Y tranquila. Nadie sabe de nada —el hombrecillo afirmó, corriendo sus dedos por su extensa y marrón barba—. Ahora... Déjeme examinarla y ver si su estado físico ha mejorado con los hechizos que le lancé ayer. Después seguimos hablando sobre su identidad secreta y todo lo demás.

—Eso le iba a preguntar, ¿usted es doctor?

—Sí —Él le hizo una seña hacia su brazo y la joven, de inmediato, lo extendió—. Solía ser un simple curandero, pero tomé clases con un médico de Possadar y desde entonces soy médico formado.

—Pensaba que los enanos no podían tener otras profesiones más allá de la minería.

—Eso era cierto antes de la guerra mágica, alteza —Dracma clarificó—. Desde el fin de la misma, muchas leyes y comandos cambiaron. Una de ellas fue la ley que obligada a mi gente a ser esclavos de las minas. Porque esencialmente, eso era lo que éramos...

—Lo lamento. No hubiera dicho nada si supiera...

—Es bueno que haga preguntas, alteza. Tiene que conocer la historia que unen a nuestras razas. Usted más que nadie debe hacerlo. Su reino estuvo muy involucrado en la guerra, y no siempre del lado justo.

—Lo sé —Agatha asintió—. Mis padres no me hablaron mucho sobre ello, pero Nathan me contó algunas cosas. De todas formas, no le pedía perdón por ser curiosa. Le pedía perdón por asumir que todos los enanos tienen que ser mineros. De veras no sabía que esa ley ya no existe... En mi reino algunos nobles aún insisten que sigue de pie. Y lo aplaudo también, por haber conseguido volverse un médico, señor Dracma. No es una profesión fácil de conquistar.

—Gracias, tanto por el pedido de disculpas como por las felicitaciones. Las acepto —Dracma sonrió.

Luego, siguió examinando a la princesa. Más allá de sus dolores musculares residuales, no encontró ningún daño significativo a su organismo. O sea que su tratamiento había funcionado, y que ella estaba lista para regresar a su aventura.

—¿Logra usted levantarse, alteza?

—Creo que sí.

—Inténtelo entonces.

Agatha asintió y con cuidado se alzó sobre sus pies, como si tuviera miedo a caerse. Al percibir que ya no estaba mareada, y que tenía mejor control sobre sus piernas ahora, en comparación a la última vez que las había usado, relajó su postura y se permitió moverse con más naturalidad.

—Estoy bien — ella le dijo a Dracma, antes de que él le pudiera preguntar cualquier cosa.

—Entonces sígame, princesa.

—¿Seguirlo?

—Sí, venga... —el enano caminó hacia la puerta—. Vamos a tomar un poco de aire libre.

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