3: Al filo del cuchillo
Blancanieves:
El collar era algo viejo, pero de igual forma lo llevaba con orgullo alrededor de su blanquísimo cuello. Cuando tenía cinco anos, su madre murió, y solamente le había dejado aquel collar con un pequeño corazón de rubí rojo. Blancanieves nunca se había sentido tan sola como aquella mañana. Se celebraba su cumpleaños número dieciocho, pero nadie parecía recordarlo realmente. La nieve caía a su alrededor, pero ella disfrutaba del frío al tiempo que caminaba distraída por el jardín. Apretó con fuerza el corazón que colgaba de su cuello y pidió un deseo: que sus padres finalmente estuviesen juntos.
Había pasado un mes desde la muerte del duque de Goodwin, y para Blanca la herida se sentía demasiado fresca. Existía un dolor físico que consumía a las personas más sanas. Muchos le llamaban pérdida, ella le llamaba soledad. Alzó la vista hacia lo alto de la gran casa, y pudo ver el perfecto rostro de su madrastra asomado desde la ventana de la habitación que un mes atrás había dejado de compartir con su padre. Grimhilde era una inspiración para todas las jovencitas de clase baja ya que, de ser la hija de la sirvienta, había pasado a ser la gran duquesa de Goodwin. Grimhilde siempre había cuidado de su hijastra, le había dado su amor y todas las atenciones que una niña podría necesitar, pero a medida que Blanca iba creciendo, la actitud de ella fue cambiando y volviéndose hostil.
—¡Blanca!—la voz llegó a sus oídos como una ola a la costa—. ¿Qué estás haciendo aquí afuera? Te vas a congelar.
Florian se acercó a ella, con su grueso abrigo azul cubriendo cada fibra superior de su cuerpo. Las mejillas de Blanca se llenaron repentinamente de color. Allí estaba su mejor amigo, su confidente, el hombre más apuesto que había conocido en su vida. Los azules ojos de Florian, tan parecidos a los de su hermana mayor, la duquesa Grimhilde, la analizaron con preocupación al tiempo que unía sus manos con las de Blanca para hacerla entrar en calor.
—Estoy bien, Florian—aseguró ella con una sonrisa a medias—. Nunca me ha preocupado especialmente la nieve.
Florian metió la mano en el bolsillo de su abrigo, y con mucho cuidado sacó una pequeña cajita en forma de flor de color amarilla. Clavó el mar de sus ojos en los sorprendidos ojos de la cumpleañera y la más encantadora de las sonrisas se dibujó en su perfilado rostro. El corazón de Blancanieves nunca había latido con tanta fuerza como cuando él extendió la cajita y la depositó entre sus pequeñas manos.
—Feliz cumpleaños, Blanca.
—¡Lo recordaste!-exclamó sorprendida—. Muchas gracias, Florian.
Con toda la emoción que sentía, abrazó al muchacho de cabellos negros con todas sus fuerzas. Desde muy pequeña su padre le había enseñado una valiosa lección: en la vida todo se podía combatir con amor, excepto, tal vez, el amor. Ya ella no era una niña, y sabía que eso que sentía en su corazón al ver a Florian era mucho más que amistad. Él le devolvió el abrazo incluso con más fuerza y ella pudo sentir que su olor se quedaba impregnado por todo su cuerpo. De repente, la nieve no caía para ninguno de los dos.
Al separarse, intercambiaron una mirada fugaz y luego Blancanieves abrió la cajita para apreciar su contenido. En su interior se encontraba un anillo de plata adornado por el más sublime diamante azul. Blanca se quedó sin aliento y con los verdes ojos cristalizados le dio las gracias a Florian. Tras colocarse el anillo en el dedo, comenzaron a caminar juntos rumbo al palacio. No decían nada ya que no había mucho que decirse. Blanca no pudo dejar de preguntarse si siempre sería de aquel modo, si nunca dejarían de ser amigos, y fue entonces cuando un cruel pensamiento atravesó su mente: Florian estaba en edad de casarse. Muy pronto Grimhilde encontraría una buena esposa para su hermano, y esa esposa claramente no sería ella.
Cuando ya estaban cerca de la puerta principal, Florian se detuvo de repente y agarró a Blancanieves por el brazo con exagerada fuerza.
—No creo que sea una buena idea que la duquesa nos vea juntos.
—¿De qué hablas?—Blanca frunció el ceño sin saber cómo reaccionar—. ¿Qué tiene que ver tu hermana con nuestra amistad?
—Simplemente no quiero que se lleve una impresión equivocada—explicó él, pero no lograba sonar convincente—. Ya sabes lo estricta que puede llegar a ser la duquesa de Goodwin.
—Hablas de ella como si fuese un monstruo, Florian—la joven comenzó a molestarse. No le gustaba la forma en la que él se expresaba sobre la mujer que la había criado—. Grimhilde solamente quiere lo mejor para su familia, y tú formas parte de ella.
Florian pareció disgustado, pero aún así asintió fríamente con la cabeza. Blanca le colocó una mano en el hombro para que supiera que las cosas estaban bien, y él no pudo evitar sonreír como tonto, de la misma manera en que lo había hecho tantas veces cuando eran niños.
—Perdón—se disculpó Florian con su habitual encanto—. ¿Qué te parece si nos reunimos en el sótano en diez minutos? Tengo que hacer algo rápido ahora, pero necesito decirte una cosa con urgencia.
—No hay problema—aseguró ella devolviéndole la sonrisa—. Te estaré esperando en el mismo lugar de siempre.
Sin poder evitarlo, Blanca se encontró a sí misma perdida en la nostalgia. Cuando llegó al sótano, los recuerdos de su infancia la invadieron por completo. Había pasado tantas tardes jugando en ese lugar en compañía de Florian que había perdido la cuenta. Volvió a colocar su mano alrededor del viejo collar de su madre y una calidez familiar le arrebató un suspiro. Cuando tenía diez años, se había subido a un árbol con la intención de agarrar una manzana. Cuando su peso fue demasiado para las finas ramas, estas se partieron y la niña se rompió la pierna. Lloró durante horas hasta quedarse dormida entre turbulentos sueños. Cuando despertó, había una manzana en su mesita con una nota escrita por Florian:
Tal vez no te atrape siempre, pero jamás dejaré de intentar cumplir tus sueños.
El tiempo siguió pasando, y ya cuando Blanca no tenía esperanzas de que él apareciera, la puerta se abrió con un chirrido y Florian entró. Había algo en su rostro que se veía marchito, angustiado. Algo lo estaba afligiendo, pero ella no podía imaginar qué era.
—Pensé que ya no vendrías—comentó ella con cierta timidez—. ¿Está todo bien?
—Disculpa la demora—sonrió Florian, pero pareció más que nada una mueca de dolor—. Lo que tenía que hacer me tomó un poco más de tiempo, pero no te preocupes. Todo está bien.
Con cierta amargura, Blancanieves pudo sentir como la mentira se había deslizado de los labios del chico, pero no dijo nada. Cuando una persona miente, no siempre tiene que ser porque esconde algo malvado. Las mentiras eran un buen refugio para las mentes cuya imaginación se encontraba desbordada. Ella le tomó las manos y pudo sentir que estas temblaban. No sabía lo que estaba sucediendo, pero Florian jamás temblaba, ni siquiera cuando eran niños y le temía a la oscuridad. Le apretó las manos con más fuerza y le dio una mirada tranquilizadora a la que él se aferró como si fuese un refugio.
—Te he echado de menos, Florian—se le quebró la voz con cada palabra—. Siento que ya nunca nos vemos. Estás siempre tan distante...
—Yo también te he echado de menos—allí estaba de vuelta la sinceridad—. Juro que no hay un día de mi vida en el que no recuerde a la niña que me ganaba en todas las carreras.
—Ya no soy una niña —se quejó Blanca soltándole las manos con brusquedad—. ¿Es realmente así como me ves, como una niña?
No hubo respuesta.
Florian se limitó a observarla durante un minuto, un largo minuto en el que el corazón de Blancanieves se sentía oprimido contra su pecho. Las manos de él comenzaron a levantarse hasta que estuvieron a ambos lados del rostro de ella. La miró tan fija e intensamente que sintió que se volvía cada vez más pequeña entre sus fuertes dedos.
—Si pudiera verte como una niña, todo sería más fácil—gruñó él con impaciencia—, pero ya no eres una niña, y yo ya no soy un niño tampoco.
Con toda la intensidad que transmitía con sus palabras, besó a Blanca. Ella sintió como si el mundo se hubiese detenido bajo sus pies. Por mucho que hubiese soñado con ese momento, ninguno de sus sueños se comparaba con la belleza de la realidad. La calidez de los labios de Florian desapareció de repente cuando se separaron con brusquedad. Ella no entendía lo que estaba sucediendo, pero al abrir los ojos pudo ver como Grimhilde los observaba con una sonrisa torcida en el rostro.
—Blanca, querida—dijo con una amabilidad agobiante—. Necesito que me hagas un favor.
—Claro, lo que sea, Grimhilde— respondió con nerviosismo.
—Necesito que vayas al bosque y recolectes para mí las más bellas flores que encuentres— comenzó a decir mientras lanzaba dagas con los ojos en dirección a su hermano menor—. No debes apresurarte al escogerlas, tómate tu tiempo. Nadie tiene tan buen gusto como tú, mi amada niña.
—No será ninguna molestia—aseguró, algo decepcionada. Su madrastra no había recordado su cumpleaños—. Traeré las más bellas flores.
—Florian te acompañará—agregó con rudeza—. Ninguna muchacha indefensa debe ir sola al bosque, Blancanieves.
—Será un gusto poder acompañarla—dijo Florian, pareciendo repentinamente más pálido—. La protegeré, duquesa.
De camino al bosque, el único sonido que parecía existir era el del fuerte rugir del viento contra los árboles y el crujido de las ramas cada vez que algún animal depositaba su peso encima de ellas. Cada vez que una flor llamaba su atención, Blancanieves la arrancaba y la colocaba en su canasta. Pensó entonces en la ironía que suponía arrancar flores. Las sacabas de su hogar, de lo que ya conocían solamente para que pudiesen adornar un jarrón de vidrio durante uno o dos días. Lo mismo pasaba con un cuerpo al morir. Le sacaban el alma, y en cuestión de un par de días comenzaba a descomponerse. No había tanta diferencia entre el alto humano y la frágil flor.
Entonces la vio. Entre la maleza que cubría un frío trillo, casi oculta por completo, se encontraba la rosa más roja y extraña que había visto en su vida. Como si volviese a tener ocho años, Blancanieves echó a correr hacia ella entre risas, con la esperanza de que Florian fuese tras ella. Toda cosa perfecta pierde su valor en la cercanía, pero aquella rosa no. Sus pétalos eran una mezcla entre rojo y negro, con unas espinas tan puntiagudas que daban la sensación de contener veneno. Era tan imponente y maravillosa como la mismísima Grimhilde, por lo cual a Blancanieves le pareció el regalo perfecto.
Se arrodilló ante la rosa y, con mucho cuidado de no hacerse daño, la agarró por el tallo hasta que logró arrancarla. Se volvió a poner de pie con una brillante y triunfal sonrisa en el rostro, convencida de que ya no había más nada que buscar.
—¿Acaso no es perfecta, Florian?
Blancanieves se dio la vuelta para encontrarse con el de cabellos negros, solo para descubrir la terrible situación en la que se encontraba. Florian estaba allí, con sus ojos cargados de lágrimas y empuñando un fino cuchillo con su mano derecha. Comenzó a caminar hacia ella con grandes y feroces pasos que hacían que el corazón de la chica se acelerara. Había llegado su final, un final tan poético que parecía un chiste. El hombre al que más amaba en el mundo iba a matarla, y ella ni siquiera podía adivinar el por qué. No sabía cómo reaccionar. Sus pies se habían pegado al piso con tanta fuerza que le impedían todo movimiento. Entonces cerró los ojos y esperó el impacto, dejando que la rosa cayera al suelo donde más tarde yacería ella. Pero el impacto nunca llegó.
Curiosa y asustada, Blancanieves abrió los ojos. Florian se encontraba frente a ella de rodillas en el suelo con el fino cuchillo a su lado. Lloraba desconsoladamente, de la forma en la que se les enseña a los hombres que no deben llorar nunca. Ella no entendía nada, pero no pudo evitar llorar también.
—Lo siento tanto, Blanca—explotó Florian apretando con fuerza el pasto cubierto por la nieve que lo rodeaba—. Ella me ha obligado a hacerlo.
—¿De quién hablas?— preguntó confundida—. ¿Qué te han obligado a hacer, Florian?
—Mi hermana, la duquesa, me ha enviado aquí para asesinarte— respondió él intentando ponerse de pie con una sacudida de rabia—. Me dijo que si no lo hacía, que si no le llevaba tu corazón muerto, entonces ella le haría mucho daño a nuestra madre.
—Grimhilde nunca le haría daño a su madre— respondió la chica con ingenuidad—. Eso no puede ser cierto, además, Grimhilde me quiere, soy su hija.
—Mi hermana te quiso, Blanca- respondió apenado mientras se acercaba a ella—, pero cuando creciste se dio cuenta de que representabas una amenaza para sus planes de quedarse con todo lo que le pertenecía a tu padre. Grimhilde no es buena, no es esa gentil madre que crees que es— la voz de Florian volvió a romperse mientras alejaba el cuchillo de una patada—. Te quiere muerta, pero yo no puedo hacer lo que me pide.
—Hazlo, Florian—dijo decidida—. La vida de tu madre es más valiosa que la mía. Toma esa cuchillo y termina de hacer lo que viniste a hacer.
—¿Perdiste el sentido?— exclamó alterado—. Te amo, Blancanieves.
Con una sacudida de valor, él tomó el rostro de ella entre sus manos y la besó nuevamente. Cada centímetro de su cuerpo tembló bajo sus labios, tan desesperados por estar juntos que cada lágrima logró que el beso fuese un poco más amargo. Comenzaba a oscurecer sobre sus cabezas, y a lo lejos las luces del reino parecían pequeñas estrellas doradas. Se separaron y con el terror brillando en la mirada, cerraron la promesa.
—Vete de aquí— suplicó Florian pegando sus frentes—. Huye lo más lejo que puedas.
—No puedo hacer eso— replicó ella enojada—. ¿Qué pasará contigo?
—Mataré a un jabalí, soy muy bueno cazando— respondió con seguridad—. Le llevaré tu corazón a Grimhilde y le diré que es tuyo, pero necesito que te vayas ahora que aún puedes ver el camino.
—Te amo, Florian.
—Te amo, Blanca.
Aunque no quería, se echó a correr por el bosque, sintiendo como el frío invernal se volvía cada vez más fuerte. No sabía a donde iba o qué debía hacer. Se sentía tan desorientada que no podía pensar con claridad y las lágrimas le nublaban la vista. Poco tiempo después de estar corriendo, la noche la envolvió como un manto estrellado. Desesperada, se dejó caer en la nieve y lloró con tanta fuerza que le costaba respirar. Lloraba por ella, por la vida que había perdido, por la ingenuidad que siempre había tenido, por Florian, por su madrastra. Nunca se había sentido tan ridícula y manipulada.
Alzó la vista y se sobresaltó al ver la hilera de fueguitos que se alzaban frente a ella. Eran pequeños puntos brillantes que desprendían un leve y agradable calor. Había un total de siete, y si no hubiese sido por el hecho de que no tenían ojos, se podía asegurar que la observaban, cada uno con un color diferente: azul, amarillo, verde, rojo, naranja, morado y blanco. Comenzaron a moverse hacia un lado, casi como si le indicaran que debía seguirlos, y así lo hizo ella. Se puso de pie e inmediatamente los fueguitos comenzaron a moverse con rapidez por el bosque. Los siguió, intentando mantener el ritmo y esquivando cuanto árbol y rama se imponía en su camino.
Los fueguitos se detuvieron de golpe tras unos diez minutos corriendo por el bosque y Blancanieves pudo ver hacia donde la habían guiado. Al final, muy en lo profundo y tras algunos árboles, se encontraba una alta torre de piedra. Estaba tan bien oculta que sería el lugar perfecto para no ser encontrada fácilmente. Al fin tenía un regalo de cumpleaños que agradecer con todas sus fuerzas. Los fueguitos se apagaron a su alrededor, y volvió a quedar iluminada solamente por la luz de la luna que golpeaba directamente su cabeza. Caminó con paso seguro rumbo a la torre, convencida de que aquel lugar podría sellar su destino. Ya no quedaba otro lugar en el mundo al que llamar hogar, así que, ¿qué podía perder? Nada. Esa era la mejor parte.
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