7. Stuck in wall

—Tu condena son tres días. ¿Podrás soportarlo? —El encapuchado levantó los ojos del edicto oficial a la cabeza que resaltaba de un agujero en la pared. La apertura era lo suficiente grande para no dañar su cuello, pero no para que lograra pasar alguno de sus hombros. El resto del cuerpo permanecía de cuclillas sobre una cubeta.

—Sí.

La expresión del joven era de puro odio, la respuesta suficiente prueba del nivel de furia revolviéndose en el fondo de su estómago. Sus cabellos castaños eran una maraña de sangre, moho y tierra. El resto de su cuerpo no estaba mejor, los resultados de las múltiples palizas era una cúmulo de músculos lastimados y dolor general en cada zona. Incluso respirar era una tortura. La piel de su rostro era un mapa de golpes y de arañazos. Aún así, las mejillas y ojos hinchados no bastaba para borrar la armonía de sus rasgos. Era un hombre muy hermoso, joven y fuerte.

El emisor volvió a su documento, su voz suave y sin un dejo de compasión. Era obvio que preferiría estar en otro lado.

—El general ha pedido compasión por tu situación. El juez ha decidido hacerle caso y tendrás derecho a dos comidas al día mientras estés aquí. Además, ni tu hermano ni tu padre sufrirán las consecuencias de tu insolencia ¿Entendido?

—Sí.

—Vendrán a liberarte al final de este período de tiempo. Que Dios te tenga en su gloria.

Sin despedirse ninguno de los dos, el silencio tomó posesión de las celdas de penitencia abandonadas, ahora sitio de castigo a los soldados sin disciplina. El prisionero solo escuchó los pasos alejarse, la puerta pesada de hierro abrirse y cerrarse. Su furia estrangulaba su garganta y deseaba gritar, pero debía conservar fuerzas para las próximas setenta y dos horas. Tomó una bocanada de aire, moviéndose en el diminuto espacio a una postura algo más cómoda.

Al encontrar el sitio de su cuello que aún no dolía, cerró los ojos y dispuso su energía en dormir algunas horas. Descanso no era su objetivo, solo el paso de tiempo lo más veloz que fuera posible. Rezó a un dios en el que no creía por fortaleza en ese suplicio.

Las horas pasaron entre siestas cortas, calambres en su cuello y espalda. Solo los colores del sol cambiaban en ese lugar, las sombras pronto volviéndose lo único palpable en las paredes y el techo. Las olas de calor dejaron paso a los azotes del viento helado del desierto, su boca pronto se llenó de arena. Tragó, la sed ahora peor que las incomodidades de su postura.

¿Dónde estaba la cena? Aunque sea un sorbo de agua le vendría bien en ese momento. Negó, dándose una patada mental al esperar compasión de esas gentes. Cerró los ojos otra vez.

Despertó con el quejido de los goznes y el perfume de pan fresco. La luz de una lámpara de aceite lastimaba sus ojos, la oscuridad era tan profunda que era imposible calcular la hora. Aún así, el prisionero adivinó la proximidad del amanecer por los años de entrenamientos a la hora de los demonios.

—Jeh. —Rió su visitante.

El prisionero frunció el ceño, el alivio de la comida desvaneciéndose tras el remolino de odio en su estómago.

—¡Tú...! ¿¡Qué haces aquí!?

—Buenos días, Hugo. Te he traído tu desayuno.

Al acostumbrarse a la luz, el joven soldado reconoció el rostro de su general, cincelados y atractivos en un hombre de su estatus. Nariz grande, ojos afilados y chispeantes, piel tostada por las horas bajo el sol a caballo. Su sonrisa guardaba algo torcido. Hugo conocía la fuerza de ese cuerpo, ajena a la compasión en los entrenamientos junto a su general.

—Vamos, no seas así. Reclama luego de comer. —Sin esperar otra palabra de Hugo, acercó la copa llena de agua fresca. Su sonrisa se amplió con la desesperación de su subalterno, de la forma en la que su garganta tragaba el resto del agua hasta que ni una gota más quedó en el recipiente. Luego, acercó trozos de embutidos y de pan, dándolos con cuidado. Disfrutó el roce de su dientes contra sus dedos, la saliva empapándole las uñas. Inclinó su cabeza en su dirección—. ¿Quieres chupar los restos de grasa?

Hugo tragó mientras apretaba los labios, el alivio de la comida dejando paso al arrepentimiento y la ira.

—¿Vas a decirle otra vez a todos que te llevé al pecado con mi cuerpo pecaminoso? ¿O vas a admitir que eres tú quien se me ha insinuado?

—Vamos, no seas así... —Las palabras se perdían en el silencio de la noche—. Tus pecados serán perdonados tras tres días. Luego te entregarán a mí para entrenarte, conseguirte esposa y tierras... Por supuesto, deberás obedecer todas mis instrucciones...

Hugo bufó.

—Sigues con eso... Soy un soldado, no una doncella a la espera de un hombre grande que me rescate. Vuelves a acercarme tu pene y te lo corto a mordiscos.

El general rió, alejándose a la puerta.

—Si quieres que tus padres y hermano sigan viviendo su vida, no te negarás ni a la cama ni a los regalos. Y esa linda boquita tuya... Pues nos servirá a ambos de otra forma.

Y sin apartar su mirada del preso en la pared o el rumor de su llanto, cerró de un portazo.


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