5. Collaring
Ina veía el techo de su jaula y esperaba. Con las manos cruzadas sobre su estómago, contaba las diferentes islas de moho que lograba distinguir entre la penumbra de la sala. Algunas traían con ellas los rostros de amigos ya muertos en la invasión, otros recordaban a las ruinas de los castillos cerca de su pueblo. En cada mancha encontraba una historia, un recuerdo de su infancia persiguiendo ranas a orillas del río y explorando las madrigueras de zorros en las montañas.
En la oscuridad, el chillido de la puerta provenía de la zona no iluminada por la claraboya sobre su celda. Ina exprimió su cerebro en las posibilidades de su visitante, solo sus ojos interesados en la novedad. Afiló el oído por el peso de los pasos. Creyó percibir el movimiento de una capa, el chasquido de las joyas y del metal contra un cuerpo, pero aún no suficiente para pertenecer a un soldado en armadura completa.
Ina siguió en su postura cuando la figura rompió el límite entre lo negro y lo blanco. Sus pupilas se dilataron, curiosas. Abrió la boca para tomar una larga aspiración, el agua de colonia asfixiante, único, caro. Un animal salvaje entrenado para guiar y mandar.
Bastó un examen atento para descubrir su identidad. El hombre era un rey disfrazado de noble. En su postura al mirarla desde arriba como si no encontrara razón de ser de su existencia, en su mano posada sobre la empuñadura de su espada lista para juzgar. Ina encontró belleza en sus cabellos tan naranjas, en sus ojos grises y en su porte tan majestuoso.
Aún así, no emitió palabra. Al captar el tintineo de las llaves que peleaban contra la cerradura, supuso enseguida a lo que venía el monarca. Ina giró sobre sí y se colocó igual a una gata que esperaba su monta. Parpadeó, desinteresada al sentir la presión de una mano levantándole la falda antes de entrar en ella.
Los gruñidos y los movimientos comenzaron antes de que Ina se diera cuenta. Sin interés ni sentir en realidad lo que sucedía, ladeó el rostro para notar los cambios de ese rey a un hombre normal y corriente. Las venas hinchadas de su cuello, el esfuerzo de sudor en su rostro. Incluso escuchó ligeros besos en su boca. Su toque era cariñoso en sus pechos, sus caderas. ¿Tan bien debía sentirse? Una lástima no sentir nada.
—Así no vas a acabar nunca.
Antes de que el rey pudiera reaccionar, Ina lo empujó al suelo con la fuerza de sus caderas. Enfocada en acabar con eso lo más pronto posible, agitó su cuerpo de la forma en la que solía complacer a su noviete de varios años. En esas ocasiones solía disfrutar el calor y el juego, extenderlo lo más posible, pero hoy no escuchó las peticiones de que se detuviera o que esperara. Daba círculos con sus caderas, se sentaba con lentitud y aceleraba según los quejidos del hombre. Solo se detuvo cuando su vientre se volvió un pozo de calidez y el pelirrojo daba embestidas sin acertar una vez.
En la debilidad, Ina hizo ademán de bajarse. Sin embargo, grandes manos la agarraron del cabello. Solo el frío de algo envolviéndole del cuello la hizo entender, su desazón ahora la obligación de seguir a ese hombre.
Tocó el collar de oro en su cuello, parpadeando confusa sobre los acontecimientos. Arrojó una mirada atrás, el rey ahora un lobo de expresión voraz en medio del sofoco.
—Tú, pequeña salvaje, eres demasiado buena para simples soldados. Desde hoy, eres mía.
Ina levantó la mirada a las manchas de moho, viéndolas hasta que el jalón de su nuevo amo la arrojó fuera de la luz a la profunda oscuridad.
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