Capitulo XIX
Salieron de la posada al otro día bien temprano con un mapa detallado de los distritos y un folleto sobre los yokais, que se aseguraron de leer antes de entrar a cada distrito, para asegurarse de no meterse donde y con quien no debían. Cuando Caesar le preguntó a Chelsea a dónde ir para la misión, ella simplemente les dijo que en algún momento debían pasar por la pagoda central de Saniese, pero que tenía ganas de explorar la nación, por lo que hicieron una simple ruta cruzando la mitad noroeste del pequeño continente, pasando por los distritos más interesantes y evitando los peligrosos.
En cuanto a los distritos, es cierto que en cada uno vivía una mayoría de cierto tipo de yokai, pero en realidad se podían topar a cualquiera.
–Debemos tener cuidado con las personas que se nos acerquen –les instruía Chelsea en lo que torcían entre calles laberínticas y abarrotadas hacía el tercer distrito, habitado por kitsunes y geishas, y su primer destino–. Cualquiera puede ser un yokai, y no todos son agradables.
–Sí, señora –murmuró Caesar, enfurruñado porque la bruja le hubiera prohibido llevar el mapa y guiarlos en esta ocasión.
–¿No podemos quedarnos más tiempo en el distrito de los felinos? –cuestionó Hemdu desde un costado, jugando con la trenza turquesa que ahora colgaba a un costado de su rostro con una pequeña cuenta de esmeralda al final, cortesía de Chelsea, y saludando a todos los gatos que veía, fueran yokai o no, y acariciándolos si lo dejaban.
–Me temo que no, pero siempre puedes volver en otra ocasión.
El asesino tarareó de acuerdo y los siguió, sosteniendo a Lucy en brazos para mantener sus manos quietas.
Dieron vueltas innumerables veces, disfrutando el ambiente tan diferente que reinaba en la nación, y notando como los extranjeros disminuían al alejarse del muelle. El cruce al tercer distrito era muy notable, con un gran arco anunciándolo y el cambio abrupto del diseño de los edificios. Seguía siendo arquitectura Saniesel, pero con un toque diferente, dejando las vibras marinas para aumentar el rojo y las flores perfumadas, junto a la seda y las lentejuelas.
–Este distrito también cumple el papel de barrio rojo, ¿no? –dijo Caesar, mirando sin disimular a una bella mujer en un kimono bastante destapado, haciendo señas a los transeúntes, y moviendo sus orejas y cola de zorro. Una kitsune.
–Ujum, pero me temo que no te voy a dejar probar sus servicios. Quiero ir al sexto distrito, aquí no hay nada de mi interés más allá de la arquitectura, que puedo disfrutar desde afuera –Chelsea miró con asco a un anciano con más arrugas que un buitre blanco de Gaara entrar muy emocionado a uno de los locales, sonriendo a una geisha que tocaba música en el porche.
–¿Y tú, Hemdu, no quieres probar? –llamó un muy curioso Caesar, deseando conocer los gustos de su otro compañero.
–No me interesa –respondió con mayor sequedad de lo usual, dejando claro su posición en esos asuntos, ganándose un nuevo nivel de compañerismo con Chelsea.
En su camino comenzó a anochecer, y miraron curiosos como todas las linternas de papel rojo se encendían, y un aura más oscura y mágica cubría la tierra. Incluso juraban que empezó a brotar niebla del suelo. De entre los arboles y follaje vieron numerosos zorros observarlos, algunos haciendo gala de varias colas, otros con tan solo una, pero todos con ojos más inteligentes y brillantes que la criatura promedio.
–No creo que debamos estar aquí a estas horas… –susurró Caesar, acercando a Chelsea y Hemdu, y acelerando el paso, ignorando la breve visión de una persona con un cuello demasiado largo como para ser normal acercándose a ellos. También miró varias veces a su cadera, confirmando que su sable seguía allí, pero suponiendo que no sería de mucha ayuda contra espíritus mágicos. Por eso la gente no le dio una segunda mirada a la gran arma.
–Si nos damos prisa podemos llegar al siguiente distrito antes de que la luna alcance su punto más alto –susurró de vuelta Chelsea sacudiendo su pulsera, trazando la ruta y agradeciendo a los antiguos por los caminos tan rectos, hechos así para que fueran fáciles de ver cada uno de los edificios.
Corrieron como alma que persigue un basilisco siguiendo el borde de un río que dividía el distrito de los placeres en dos, con los ojos fijos al camino de enfrente, no deteniéndose a averiguar qué rondaba en las sombras a su alrededor, ni lo que se reía y gruñía a sus espaldas. No fue hasta que vieron el gran arco en el camino que señalaba el cambio de distrito que los escalofríos y la piel de gallina se detuvieron, pero no por eso bajaron el ritmo, y entraron como una exhalación a la primera posada, justo a la derecha de la entrada. A la mañana siguiente mirarían con calma el lugar, ahora solo querían refugio.
–Ahora cobra sentido el porqué de las advertencias para cualquiera que desee venir a Saniese –divagó Caesar, apoyado en la puerta de la habitación que obtuvieron luego de que Chelsea azotara un saquito con monedas contra la recepción y prometiera pagar lo que faltara a la salida del sol, arrebatando la llave de las manos del pobre recepcionista y arrastrando a sus dos compañeros tras ella.
–Desde el principio se deja claro en las señales del muelle que la noche es el gran momento de los yokais, así que admito que fue culpa mía no buscar un lugar donde quedarnos antes de que oscureciera –se disculpó Chelsea, notando por fin que estaban en una habitación pequeña al estilo tradicional de Saniese, sin muebles más que un armario donde estaban guardados varios futones y sabanas.
Pero hey, estaban en terreno seguro, y ya había comprobado que la puerta y la ventana estaban cerradas con llave, además de iluminar con su peridoto cada sombra del lugar por si acaso.
–A estas horas cualquiera que salga lo hace bajo su propio riesgo, y los yokais pueden hacer lo que quieran, no hay ninguna ley que los retenga durante la noche –aportó Hemdu, sacando a una muy dormida Lucy de su capucha, que no se enteró de nada y solo parpadeó cuando su dueño se sentó en el suelo y la acomodó en su regazo.
Caesar bostezó, contagiando a sus compañeros, por lo que sacaron los futones y se acomodaron entre algunos gruñidos y empujones para hacer espacio y no quedar uno encima del otro. Pero igualmente cuando despertaron a la mañana siguiente, eran un enredo de extremidades y sabanas.
–¿De quién… –Caesar bostezó hasta que le crujió la mandíbula, empujando la extremidad ofensiva al lado de su rostro–… es este pie?
Hemdu, el presunto dueño, gruñó por respuesta, escondiendo el rostro bajo la almohada para huir de la luz del sol que se filtraba por las ventanas de papel.
–Tengo pelo en la boca, y no es mío –se quejó Chelsea, tratando de sentarse solo para notar que Lucy se había mudado a su pecho, y su brazo estaba atrapado bajo Caesar, mientras su pierna cubría las del mercenario y pateaba el costado del asesino.
Tras una rápida lucha para desenredarse, y luego arrastrar a Hemdu que se había hecho un capullo con las sabanas, bajaron a la recepción, donde estaba el mismo hombre que los había atendido la noche anterior.
–Buenos días, disculpe lo de anoche…
–No se preocupe, madame –acomodó su pelo en un bollo tras su cabeza, ganándose una atenta mirada del mercenario presente, y le indicó a la bruja el precio real de hospedaje–. No es la primera vez que un extranjero descubre a las malas porqué no debe salir de noche.
Chelsea pagó lo que faltaba mientras Caesar decidía hacer investigación de su actual destino.
–Entonces… El distrito kitsune era algo así como un barrio rojo, y el de los gatos es el muelle principal, por lo tanto, me imagino que cada distrito tiene su función.
–Efectivamente. Y al mismo tiempo los yokais mayoritarios de ese distrito son algo así como los expertos en el tema –terminó de contar las monedas y Chelsea le entregó la llave de la habitación.
–Genial. Y ahora estamos en el distrito de… –le hizo señas a Chelsea para que le pasara el mapa, pero ella lo ignoró, estudiando una bonita pintura de objetos con ojos que decoraba la pared junto a las escaleras, mientras Hemdu se había sentado en los cojines de la “zona de espera” y practicaba hacer trenzas con los mechones más largos de su pelo, para emparejarlos con la solitaria mecha turquesa en el mar blanco.
–De los tanuki –se apiadó el recepcionista–. Son ávidos bebedores, vas a encontrar los mejores bares de todo Saniese aquí; además de glotones, también hay restaurantes y puestos de comida; y bromistas. Tengan cuidado cuando salgan, siempre hay trampas para tontos escondidas a plena vista. Debido a todo eso esta zona fue apodada como el distrito fiestero.
Antes incluso de que Caesar abriera la boca, por el brillo en sus ojos, Chelsea ya sabía lo que iba a pedir.
–Un día –le rogó–. Es todo lo que te pido. Incluso te compraré una botella del mejor vino –se giró de vuelta al hombre–. ¿Cuál es el mejor vino de aquí?
–“La sonrisa del emperador”. Hay un puesto específicamente que vende las botellas, y se encuentra al lado de la casa de juego, que a su vez está cerca del centro del distrito, es bastante grande así que no se la van a perder.
Caesar volteó de nuevo a la bruja y caminó hacia ella, que fruncía el ceño y hacía cálculos en su cabeza.
–Te conseguiré descuentos para los mejores dulces y-
–Sí, sí. Ya entendí. Cállate –Chelsea le puso una mano en la boca y lo hizo a un lado, luego se dirigió al recepcionista que aún los observaba–. Voy a mantener la habitación por otro día.
Caesar gritó felizmente, y ya que no podía agarrar a Chelsea que guardaba la llave de su cuarto y no era fan del contacto físico, fue hasta Hemdu y lo sacudió por los hombros. Hemdu se escabulló del agarre del otro, tratando de decidir si estaba alegre de que Caesar por fin había agarrado confianza con él o no. El siseo molesto de Lucy desde su capucha parecía decidir por él.
–Bien, niños –les llamó la bruja–. Vamos a hacer turismo y comer hasta reventar.
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Los tanuki no se molestaban en disimular en lo más mínimo lo que eran, pues abundaban los enormes mapaches paseando de un lado a otro con una pata llena de comida o licor, en botellas curiosamente redondas, y la otra sobándose la gran barriga. Caesar no había visto una barriga de esa envergadura desde el difunto conde Ruy. El gran arco de entrada que no pudieron apreciar la noche anterior era de hecho una cola de tanuki, y el ochenta por ciento de los edificios eran bares al aire libre, con el catálogo de bebidas más grande que Caesar había visto desde aquella taberna en aquella isla regida por piratas, con el agregado de linternas de papel muy grandes en cada esquina y muchos murales de colores vibrantes.
La calle principal del distrito estaba cubierta de sombrillas coloridas, mantenidas en su lugar por una red que colgaba de los techos de los edificios a cada lado del camino, y a cada paso habían puestos vendiendo aperitivos con mucha energía, básicamente arrebatando el dinero de la mano del comprador y arrojándole su compra antes de ir por el siguiente. Chelsea no dudó en conseguir una larga varilla llena de frutas caramelizadas antes de seguir con calma a Caesar y vigilar que no se emborrache antes de la hora del almuerzo.
Decidieron pasar por la casa de juego al final del día antes de cenar, y dieron vueltas comiendo todo lo que se les atravesara.
–No estamos ni cerca de la hora de la cena y ya estoy a reventar –suspiró Chelsea, mordisqueando otro palillo con frutas cubiertas de caramelo y azúcar, su ultimo bocadillo por un tiempo, mientras jugaba con una satisfecha Lucy, que tampoco había evitado el destino de comer todo lo que podía y más.
–Esa eres tú, y quizás la gata, yo no he comido tan bien desde mi último viaje a Crexus –habló Caesar, con la cara enterrada en la sopa de fideos que vendía el puesto en el que estaban, llenando su estómago de “comida real” para recibir el permiso de Chelsea para beber.
–¿Crexus? –indagó Hemdu, también devorando su propio tazón de sopa. Para ser un hombre tan delgado, comía cantidades dignas de un gigante del norte.
–Sí. Es una nación pequeña en uno de los continentes más al sur, en el Mar Caldera. Tienen fama de ser genios en la gastronomía, y no es ninguna exageración. Están dedicados al cultivo y cuidado de la naturaleza, así que en lugar de talar árboles y bosques para construir sus viviendas, tienen un enorme sistema de cuevas y madrigueras donde construyen lo que necesiten para no invadir la superficie.
–Como los enanos –aportó Chelsea.
–Algo así, solo que en lugar de enanos hay centauros. Es bastante impresionante porque se mudaron a cuevas que ya estaban allí naturalmente, pero lo genial es que en realidad no hay un techo de piedra como en una cueva común, es solo un gran hueco en la tierra, y se puede ver el cielo y los arboles de la superficie mientras están en el fondo. No sé cómo explicarlo, en más fácil verlo. Además de que pueden saltar por los salientes y subir fácilmente, como una cabra o un yeti.
–Admito que suena muy interesante –murmuró Chelsea entre el ultimo bocado de su dulce–. Debería ir allí en algún momento.
–Me avisas y con mucho gusto te acompaño –golpeó con el codo el costado de Hemdu, casi haciéndolo escupir el bocado de fideos que tenía en la boca–. No sé si tienen gremio de asesinos, son bastante pacifistas a pesar de los rumores sobre su especie, pero seguro que no iría mal un viaje, Hemdu.
El apelado asintió con la cabeza y añadió Crexus a su creciente lista mental de los lugares que quería visitar luego de oír todas las historias de Caesar.
Volvieron por un segundo round a las calles principales, solo para chocar de frente con un muro que antes no estaba ahí al doblar una esquina. Mientras Caesar se sobaba la nariz y se quejaba, oyeron claramente unas risas desde la copa de un árbol cercano, y elevaron la mirada justo a tiempo para ver una cola de mapache huir a otro lugar, mientras el muro falso desaparecía con un “puf” de humo blanco.
–Malditas alimañas… –ignoró las risitas de Chelsea y Hemdu.
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