Túneles. Segunda parte
La cueva
"Oh, don't it hurt deep inside
To see someone do something to her
Oh, don't it pain to see someone cry
Oh, especially when someone is her"
Silence is golden
Gaudio & Crewe.
En cuanto la andanada de flechas cayó sobre nosotros...
—¡Karla, saca a Noemí! ¡Sara, tú a Adriana! —gritó Paty mientras corría para arrastrar a Eloina a través de la puerta, no sin antes arrancarle la flecha del estómago, y aunque varias saetas alcanzaron a colarse antes que los tablones azotaran contra el marco, ya ninguna salió herida.
A la fecha no estoy seguro si un truco tan estúpido de veras funcionó o si la oscura voluntad detrás de aquel castillo simplemente nos dejó ir, lo que sea que haya sido, las chicas lograron avanzar a la siguiente habitación y mientras Karla y Adriana sanaban de sus heridas, Paty y Sara revisaban a Eloina.
—¿Ely cómo estás? ¿Cómo te sientes?
Casi sin fuerza para hablar, la rubia, quien yacía sobre las rodillas de la hermosa morena, se limitó a esbozar una ligera sonrisa, mientras Sara dejaba escapar la primera de un sinfín de lágrimas que derramaría por su amiga.
—N-no pasa nada, amiga... ya sabíamos que... que esto iba a pasar... ¿verdad, Paty?
La pelirroja miró a su amiga con profunda compasión, mientras asentía con un ligero movimiento de cabeza.
—Paty, sólo... ¡aghhh!... sólo despídeme de Hugo, dile... que lo lamento, lo lamento en verdad y... y cuídalo mucho... ya ves que es muy loco a veces.
La chica volvió a asentir.
—Sara, perdóname...
—¡No, Ely, no lo digas!
—Sí... perdóname por todo, por los malos momentos... por estar entre ustedes... y... y perdónalo a él por ser tan tonto... ¡ungh!... p-por no saber decirte lo que... lo que siente.
Sara comenzó, ahora sí, a llorar a lágrima viva, entre amargos sollozos, mientras Karla caía de rodillas y se dejaba acunar por Patricia, quien no soltaba la mano de su amiga agonizante.
—Pe-pero él te ama, Sara... él te ama tanto como tú a él... si tú lo vieras, Sara, cómo se le ilumina el rostro cuando te ve acercarte y cómo le cambia la voz cuando habla contigo... y cómo te mira y cómo tú lo miras... ¡Dios! Sus miradas, Sara... eso es magia, magia de verdad y nada de lo que hay en este horrible lugar puede comparársele y no hay magia ni poder en el universo que pueda separarlos, que pueda romper el lazo que hay entre ustedes, sólo tú Sara, sólo tú...
Incapaz de soportarlo más, Karla se dejó caer sobre el cuerpo de la rubia, quien todavía alcanzó a acariciar su cabeza, transmitiéndole la fuerza que le quedaba.
—¡Noooo! No, Ely, no te vayas...
—Lo siento, cariño, hay tanto que no te pude enseñar... pero, por favor, déjame ir... duele... duele muchísimo... déjame ir...
Los sollozos de las cinco jóvenes llenaron el lugar, mientras Eloina se dejaba ir.
—Tengo... ¡aahhh!... tengo frío, Sara... y tengo miedo... no quiero morir... tengo mucho miedo, Sara...
Y fue así como nos dejó, con un suspiro, el último acorde de una balada romántica y sencilla que se extinguió demasiado pronto; y fue así como Sara perdió a su mejor amiga, su apoyo, su fuerza en los oscuros años de su adolescencia, cuyo cuerpo ahora tendría que abandonar en aquel horrible lugar, pero con la certeza de que su alma encontraría para sí misma la alegría y el consuelo que nos regaló a nosotros en esta vida.
—¡¡Silencio!! ¡Basta, ya cállense! ¡Cállense, por favor!
En medio del llanto de las otras jóvenes, la voz de Sara se levantó llena de desesperación y desconsuelo, mientras mi dulce morenita se tapaba las orejas casi con furia para hundirse en el confortante abismo del silencio.
Sin embargo, tras un instante que les pareció una vida, Patricia por fin se levantó, con dulzura tomó las manos de Sara y las apartó de su cabeza.
—Vamos, Sara, tenemos que irnos, tenemos que encontrar a los muchachos.
El toque de Paty calmó un poco la fiebre que comenzaba a afectarla y su mirada consiguió darle un poco de fuerza a la joven, quien se limitó a asentir, se limpió la nariz con el dorso de la mano y con suavidad se levantó mientras depositaba el cuerpo inerte sobre el duro suelo de tierra en que se encontraban.
Su consternación por Eloina era tanta, que ni siquiera se habían dado cuenta del brusco cambio de paisaje, pues de un momento a otro pasaron de un amplísimo salón construido con pulidas piedras, a una agreste caverna.
Por un momento, las chicas sintieron que habían entrado a un mundo de cabeza: el techo de la cueva era una insondable maraña de raíces de todos los calibres que, en algunos lados, colgaba hasta casi la mitad de los tres o cuatro metros de alto que tenía aquel lugar, en tanto en el suelo, ubicados a intervalos regulares, algunos pequeños aljibes tallados en las rocas iluminaban el lugar con tenues llamas producidas por la combustión de algún tipo de aceite.
Conforme avanzaban, comenzaron a notar, también, que las paredes estaban tapizadas de oscuros agujeros de diferentes tamaños, que iban desde los cincuenta centímetros, aproximadamente, hasta un metro de diámetro. Curiosa (como siempre), Karla decidió examinar uno de ellos, sin embargo, en cuanto dio un paso hacia la oscura oquedad, un extraño sonido —mezcla entre un siseo y un cloqueo— se escuchó de una dirección que no pudieron determinar.
—Mejor déjalo, Karla, y ven para acá.
Buscando en todas direcciones, Sara preparó su arco y jaló a la jovencita hacia atrás, dejándola al cuidado de Adriana.
—¿Qué era? ¿Lo alcanzaste a ver? —quiso saber la ojiverde.
—Creo que sí, creo que era un nido.
—¿Un nido?
—Sí, creo que alcancé a ver unos huevos...
Aunque la joven ya se había alejado de la pared, con cada paso que daban, nuevas voces se unían a la primera, formando un aterrador coro; unas más lejos, otras más cerca, de arriba, de abajo, a izquierda y derecha, adelante o atrás, sin embargo, era casi imposible saber exactamente de dónde venía cada una y mucho menos saber qué o quién "gritaba" con tal furia.
Poco a poco, la incertidumbre se fue convirtiendo en ansiedad, poco a poco la ansiedad se fue convirtiendo en miedo y, poco a poco, el miedo se convirtió en pánico y de ahí al terror sólo había un paso.
Como perseguidas por mil demonios, las chicas intentaron correr, dando traspiés en el irregular suelo de la caverna hasta que, finalmente, aquella alocada carrera les cobró el esperado precio cuando Adriana se tropezó y fue a parar al suelo cuan larga era.
—¡Aaaaaaayhh!
Con raspones en rodillas, manos y barbilla, la joven comenzó a incorporarse cuando una extraña visión la detuvo a la mitad del movimiento.
—¿Q-qué es e-eso?
—¡No la veas! ¡No la veas a los ojos!
Con una velocidad que yo mismo e incluso Manuel habríamos envidiado, Karla se arrojó sobre la voluptuosa joven —quien se quedó tan inmóvil como un cachorro asustado— y le tapó los ojos con una mano.
Sin saber por qué, todas las demás obedecieron el grito de Karla como si hubiera sido una orden, conscientes de que si la chica estaba tan asustada, era porque de verdad estaban metidas en un gran lío.
Varias figuras, de casi un metro de alto, con largos y rectos picos dentados, garras de cuatro dedos en los pies y de tres en las manos, algunas con una curiosa cresta de plumas —erizada por la furia—, una cola que se retorcía ansiosa y escamosa piel gris, les cerraron el paso un par de metros adelante.
—Basiliscos.
Patricia clavó la vista en el piso al comprender el problema en el que estaban metidas: ¿Cómo enfrentar a un enemigo que podía matarlas sólo con la mirada? ¿Cómo matar criaturas a las que no debían ver? ¿Cómo podrían huir sin ver a dónde iban?
Con la vista clavada en el piso, Patricia detuvo la mano de Sara, quien ya comenzaba a levantar su arco.
—Tranquila, Sara, tal vez le des a uno y luego qué, son demasiados y de seguro nos atacarían.
—¡Entonces qué hago! ¡¿Las dejo que se acerquen?!
Como si hubieran entendido a la joven, las extrañas criaturas comenzaron a abrir y cerrar sus afiladas garras y algunas de ellas se sacudían agitadas, estirando el cuello y erizando una larga hilera de plumas que recorría su espalda de la nuca a la cola.
—Tenemos que pensar en algo, nos están rodeando.
Noemí había intentado encontrar un camino hacia sus espaldas, sólo para darse cuenta de que los peligrosos bichos las tenían rodeadas y no sólo eso, poco a poco, las criaturas comenzaban a acercárseles, obligándolas a juntarse unas a otras, hasta formar un cerrado nudo en medio de la agreste caverna.
—Tengo una idea.
Esas simples palabras de Sara volvieron a encender una chispa de esperanza entre las aterradas jóvenes.
—Paty, a tu derecha hay un nido bastante desprotegido, cuando te diga, agárralo lo más rápido que puedas, yo te cubro.
—¿Sin ver? ¡Estás loca!
Ni siquiera el firme tono en la voz de Sara logró convencer a Adriana, quien ya se veía desgarrada entre los espolones de las criaturas, todo lo contrario de Patricia, quien de una ojeada ubicó el hueco en la pared y esperó la señal de su amiga.
—¡Ahora!
De un salto, la pelirroja alcanzó el agujero y extrajo la maraña de raíces que formaban el nido, mientras una de las criaturas, la madre seguramente, se abalanzaba sobre ella, únicamente para ser derribada a media carrera por una certera flecha de Sara, quien ya tenía otra saeta preparada cuando la cocatriz aún no tocaba el piso.
Patricia, a su vez, entendió de inmediato el plan y en cuanto tuvo el nido en sus manos, extrajo uno de los huevos, casi del doble de tamaño que el de una gallina, de color gris con manchas negras, y comenzó a jugar con él, arrojándolo al aire y atrapándolo de inmediato.
Al ver a sus huevos en manos extrañas, las criaturas se agitaron nerviosas y, casi al instante, el amenazante cloqueo-siseo se convirtió en una suerte de perturbador gorjeo que parecía una advertencia, tanto para las chicas como para el resto de la colonia.
—Ahora, caminen —ordenó Sara en cuanto estuvo segura de que los bichos habían comprendido la amenaza.
La hermosa morena dejó que Patricia, quien sostenía el nido con una mano por encima de su cabeza, abriera la marcha y ella se colocó a la retaguardia, avanzando de espaldas y guiada por Karla.
Con pasos calmados y cuidadosos, el mermado grupo avanzó entre el mar de criaturas, que nada contentas les cedían el paso. Un poco más adelante, el camino giró hacia la izquierda (el oeste) y por fin, luego de caminar lo que les parecieron millas (aunque quizá fueron apenas unos cien metros) alcanzaron a divisar un rectángulo oscuro que les prometía una salida.
—¿Y ahora qué?
Noemí tuvo que detener a una ansiosa Adriana, quien a punto estuvo de echarse a correr hacia la puerta, sin siquiera esperar una respuesta.
—Ahora nada, sólo seguimos avanzando —contestó Sara —¿alguna recuerda si trae un arma que pueda romper el candado?
—Yo traigo un martillo de guerra, pero tengo las manos ocupadas.
Patricia no dejaba de juguetear con el huevo que traía en la mano, mientras sostenía en alto el frágil nido.
—¿Alguien más?
Sara sabía que la puerta estaba cada vez más cerca y tenían que actuar rápido, pues las criaturas se mostraban cada vez más impacientes, silbando y siseando con cada paso de las asustadas chicas.
—Cre-creo que yo tenía una bola de fierro con picos.
—¿Bola de fierro?
—Un "lucero del alba", una maza —terció Karla antes que Adriana captara la burla de Patricia.
—OK —Sara trataba de mantenerse concentrada en ubicar tanto su camino como la posición de los basiliscos más amenazantes, todo con la vista clavada en sus pies —Tú abres la puerta.
—Pero la perdí casi desde el principio —La voz de la pelinegra se quebró por la angustia.
—No te preocupes —Karla le cedió su puesto a Noemí, mientras se acercaba a Adriana y la tomaba por los hombros —tranquila, sólo piensa en la maza... el arma, imagínala en tu mano y concéntrate.
Ya prácticamente habían llegado a la puerta, pero por más que Adriana se esforzaba, no conseguía invocar el artefacto y finalmente se vieron arrinconadas por una amenazante multitud de picos puntiagudos y afiladas garras que se cerraban impacientes.
—¡Apúrate, con una chingada!
El grito de Patricia, quien ahora se encontraba junto a Sara y de frente a las bestezuelas, provocó una ola de nerviosismo que recorrió la parvada completa.
—Eso no ayuda —siseó furiosa Karla entre dientes, mientras masajeaba los hombros de Adriana, en un intento por calmarla.
—¡Lo siento, no puedo!
Al borde del llanto, Adriana se volvió a ver a Karla, quien se limitó a acariciarle el rostro y alisarle el cabello.
—Está bien, está bien, no te preocupes, tal vez yo pueda hacer algo.
Quizá la joven pensó que, por ser más pesado, el lucero del alba de Adriana serviría mejor que su propia maza; de la variedad llamada "barreteada" o "de guerra", su arma estaba diseñada para penetrar las armaduras, pero era mucho más ligera que las tradicionales. No obstante, al ver la incapacidad de la novia de César para convocar el arma, no le quedó más remedio que intentarlo.
Mientras tanto, Sara había ya disparado un par de flechas, aunque sólo había apuntado al suelo para mantener a raya a las cada vez más nerviosas bestias, que parecían a un tris de lanzarse sobre ellas.
Sin embargo, como en la escalera al segundo nivel, el primer intento de Karla ni siquiera se acercó al candado; el segundo sí lo atinó, pero no tuvo la fuerza necesaria para romper el necio adminículo y, en cambio, el ruido agitó aún más a la parvada, que volvió a emitir aquel amenazante gorjeo que habían escuchado cuando tomaron el nido.
Un tercer intento volvió a errar el blanco, sin embargo, algo ocurrió, de una forma que en ese momento ninguna de ellas pudo entender, el candado se abrió con un leve chasquido y con tanta suavidad como si hubiera estado nuevo y recién engrasado.
Y justo a tiempo.
Uno de los basiliscos, asustado y furioso, intentó atacar a Paty, pero una veloz saeta de Sara lo derribó a medio camino, mientras la pelirroja comenzó a bajar el nido de modo que todas las criaturas pudieran verlo y eso las calmó un poco.
—Ahora vayan saliendo, una por una, muy despacio.
Cuando sintieron que las otras tres ya habían cruzado el umbral, Patricia y Sara caminaron lentamente de espaldas y mientras Karla cerraba poco a poco la puerta; con un movimiento deliberadamente delicado, la pelirroja se agachó, dejó el nido en el piso y soltó el huevo mientras su mano derecha terminaba de escurrirse por una estrecha rendija, al tiempo que Karla terminaba de cerrar.
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