Túneles. Primera parte
El callejón
La torrencial lluvia de flechas que cayó sobre nosotros y los desesperados gritos de Sara y Patricia tratando de organizar la fuga nos indicaron que la primera parte del plan había funcionado a la perfección (o algo así), sin embargo, aunque Hugo había lanzado la Daga para cortar el candado, era imposible saber si las chicas habían sido lo suficientemente rápidas como para cargar con tres heridas, atravesar y cerrar la puerta totalmente a salvo.
Ninguno de nosotros había resultado herido y lo único que nos quedaba era correr, correr tan rápido como pudiéramos, tan lejos como pudiéramos, pero primero teníamos que doblar la esquina y justo al hacerlo nos topamos con dos desprevenidos elfos, quienes seguramente esperaban que siguiéramos de largo hacia la puerta del "norte".
La sorpresa obró en nuestro favor, sobre la carrera y con un rápido movimiento le rebané la panza a uno, mientras César, con un salvaje martillazo, estampaba al otro contra una columna; con algunos gritos guturales (para desahogar la tensión) el resto brincó los cadáveres, mientras César y yo los seguíamos sin volver la vista atrás.
Pese a nuestra alocada carrera a través de la extraña bóveda, pude distinguir el nítido patrón alternado que seguían las columnas; sin embargo, las inestables sombras producidas por la luz de las antorchas hacían difícil juzgar las distancias y aunque sabía que las columnas estaban separadas por cinco o seis pasos, tenía la mente demasiado ocupada tratando de anticipar posibles ataques como para contar cuántas pasamos antes de volver a atisbar la pared.
Aunque parecía que habíamos corrido durante horas, la sola vista del extremo del salón fue suficiente para darnos nuevos bríos y para distraernos tanto como para no notar un elfo emboscado, quien disparó una solitaria flecha que iba destinada (supongo) a mis pulmones, pero que (por suerte) únicamente se me clavó en la parte de atrás del hombro izquierdo.
Aún puedo recordar la intensa explosión de dolor que atenazó mi brazo cuando la acerada punta del proyectil se abrió paso a través de mi carne, cortando algún nervio, para terminar clavada en el hueso; la vista se me nubló, por un momento perdí el control de mis piernas y durante un microsegundo pensé: "Hasta aquí llegué".
Sin embargo, con una velocidad y agilidad que yo nunca le había visto, Manuel dio vuelta en "U" y se abalanzó sobre el cazador sin darle tiempo siquiera a tomar otra saeta, mientras César se detenía, apenas por un segundo, para tomarme del brazo contrario y arrastrarme hasta la pared.
Una vez superado el shock inicial, la herida comenzó a producir un dolor agudo pero constante, que podía ignorar al menos por el tiempo suficiente como para llegar a la puerta, que aún estaba a unos 10 metros al "sur" de nosotros.
Aunque ya no se veía ni se oía amenaza alguna, echamos nuestro resto con una explosiva carrera hasta la puerta, que César abrió de certero martillazo y antes de entrar, Hugo arrancó la flecha de mi espalda, recordando que por no haberse sacado el dardo, había tenido que soportar la herida que sufrió en el pasillo de las trampas hasta que salimos de las mazmorras.
Apenas atravesé el umbral, la ya familiar sensación de un cálido y reconfortante cosquilleo invadió la zona de la herida, dejándome como nuevo en apenas unos segundos.
-¡Bien hecho, genio! ¡Ahora cómo vamos a encontrar a Eloina y a las otras! ¿Eh?
Una creciente llamarada brotaba por los ojos de Arturo, quien con pasos rápidos y firmes se acercó hasta mí, me tomó de las solapas y, con una fuerza insospechada -seguramente nacida de la ira -me levantó hasta obligarme a quedar de puntillas.
-Cálmate, pinche "Güero", te prometo que vamos a encontrarlas.
Para fortuna de ambos, Manuel se interpuso entre nosotros, sujetó a Arturo y lo apartó algunos pasos.
-Yo confío en ustedes, "Flaco", pero cómo chinga'os vamos a encontrarlas, si ni siquiera sabemos dónde putamadre estamos nosotros.
Por primera vez en los cuatro años que llevaban de conocerse, Hugo y Arturo estaban de acuerdo en una misma cosa al mismo tiempo.
-Algo es seguro -dije rodeándolos a ambos -no vamos a encontrarlas aquí parados, así que muévanlas .
Sólo hasta que comenzamos a avanzar, encabezados por Manuel, nos dimos cuenta de que una constante y fina llovizna había comenzado a empaparnos y al voltear a donde debía encontrarse el techo, descubrimos, con sorpresa, que otra vez estábamos a cielo abierto, aunque en esta ocasión nuestro camino estaba claramente delimitado por dos enormes muros, de unos siete u ocho metros de alto, cuyas cimas estaban adornadas a intervalos por figuras alargadas, de las cuales brotaban delgados chorros de agua, que se rompían en incontables gotas conforme seguían su camino hacia el suelo de un pasillo de unos seis metros de ancho.
Con curiosidad, Manuel se acercó a una de las paredes y, casi al instante, la comisura izquierda de su boca se torció en un característico gesto de frustración.
-Mario...
Al acercarme, pude ver uno de los cientos de nichos tallados en la dura roca a lo largo y alto de ambos muros, dentro del cual una pequeña y horrenda figura de piedra parecía condenada a mirar al vacío por toda la eternidad, con un grito perpetuo labrado en su desproporcionada boca.
-Me preguntaba cuándo íbamos a encontrarlos.
Los otros tres se acercaron a nosotros para ver qué preocupaba tanto a Manuel.
-¿Qué son? -Quiso saber César.
-Gárgolas, guardianes de castillos y catedrales.
Arturo dejó escapar una burlona risilla nasal, a la que el "Flaco" se limitó a responder con una encendida mirada.
-No son "gárgolas", se llaman Grotescos; gárgolas son las que están arriba.
"El Güero" nunca perdía la oportunidad de demostrar que había dejado "una promisoria carrera de arquitectura" para dedicarse a su "verdadera pasión: el periodismo" y el gesto de superioridad con el que señalaba a las alargadas (y demoniacas) figuras en lo alto de las paredes sólo logró hacerlo ver más odioso que de costumbre.
-¡Oigan, tal vez podamos escalarlos para salir de aquí!
Quizá Arturo tuviera razón, después de todo, los nichos eran lo bastante profundos y estaban colocados a intervalos bastante accesibles para cualquiera, desde la base hasta la cima de los muros, sin embargo, en su desesperación por escapar de la pesadilla estaba olvidando algo importante...
-¡Pues no que mucha prisa por encontrar a Eloina!
La voz de Hugo, mezcla de ira y burla, hizo a Arturo detenerse en seco y voltear a ver al espigado joven, de nuevo con la vidriosa mirada de un hombre al borde del asesinato sangriento.
César y yo nos paramos a ambos lados de Hugo, y Manuel se aprestó a detener a Arturo, quien, no obstante, pareció perder repentinamente el interés en el odiado rival y de pronto volteó exactamente a sus espaldas, como tratando de ubicar a alguien más.
-¿Quién dijo eso?
-¡Pues yo, pendejo! ¿Qué no me estás viendo?
Pero el "Güero" se había olvidado por completo de mi amigo y comenzó a sacudir la cabeza cómo si él mismo empezara a dudar de sus cinco sentidos.
-¿De verdad no lo escucharon?
-¿Escuchar qué?
Arturo detuvo sus ojos en Manuel por apenas un segundo, antes de continuar paseando su febril mirada por todo el lugar.
-No, nada -Fue su última respuesta antes de reemprender la marcha.
El pasillo parecía interminable y la cerrada cellisca formaba una tenue cortina que ocultaba de nuestra vista el extremo o cualquier posible salida.
"El Flaco" se había colocado otra vez a la cabeza del grupo, avanzando con absoluta cautela y, aun así, con gran seguridad, por lo menos hasta que me acerqué a él para mantenernos tan unidos como fuera posible.
No bien llegué junto a él, mi amigo comenzó a mostrarse incómodo o tal vez nervioso a tal grado que le fue imposible ocultar su malestar y cuando volteé a verlo, palideció tanto que casi desaparecía y fue incapaz de sostener mi mirada ni siquiera por un segundo.
A punto estaba de preguntarle qué le ocurría cuando...
"Asesino"
El suave susurro junto a mi oído me erizó el cabello y me hizo voltear a ver quién me hablaba, justo como Arturo unos minutos antes, sin encontrar el origen de la voz.
-¡Qué me ven!
Por un momento creí que Arturo y Hugo estaban peleando otra vez, pero no, "El Güero" le gritaba a uno de los "grotescos" en la pared, pero tampoco pude acercarme a tratar de calmarlo...
"¡Tú lo mataste!"
"Asesino"
Pero incluso los insistentes susurros en mi cabeza se vieron acallados por un segundo cuando Manuel apareció como de la nada frente a mí, al borde del llanto.
-¡Perdóname, Mario! ¡No fue nuestra intención! ¡Sólo queríamos experimentar!
"¡Sólo tenía 13 años y tú me lo mataste!"
Cada voz era diferente, pero ésta me recordó una que no había escuchado en 10 años, la voz de una madre que...
-¡Qué chinga'os le ve a este cabrón! ¡¿Nada más porque ya tiene carro?!
-¡Dios! ¡No he hecho nada con mi vida! ¡Soy un güevón!
Los lamentos de Hugo y César lograron opacar un poco las voces cada vez más numerosas, sin embargo, el ruido crecía en mi cabeza al grado que apenas escuché a Manuel...
-¡De verdad, Mario! ¡Sólo... probar... vez! ¡Curiosi... otra... yo! ¡Y ahora... no podem... parar! ¡Perdónala, ...rio! ¡Por favor!
-¡¡¡Fue un accidente!!!
El remordimiento y la impotencia me vencieron y caí de rodillas, con la cabeza llena de amargos recuerdos y no era el único: frente a mí, Manuel me pedía perdón por algo que él y Karla habían hecho; más allá, César lamentaba el tiempo perdido, Arturo resoplaba por la nariz como un toro de lidia y Hugo se lamentaba por lo que no tenía.
-...un carro, con un carro ya me la habría ligado y habría mandado a este a la chingada...
Fue lo último que alcancé a escuchar, las voces en mi cabeza ahora parecían ser millones, todas susurrando una misma cosa...
Y la respuesta automática de mi mente era la misma, cerrar toda vía al dolor y al remordimiento, un absoluto cierre emocional que dejaba la puerta abierta para que el siempre presente "Leo" tomara las riendas de mi existencia. Las señales eran muy evidentes, sobre todo un escalofrío que se originaba justo en la base de mi espina dorsal y subía poco a poco a lo largo de mi espalda, hasta llegar al hipotálamo, donde se extendía por cada neurona y, con mayor razón, por cada rincón de mi mente.
No quería hacerlo... no debía hacerlo, en las últimas horas ya lo había liberado dos veces y la última por poco no podía volver a controlarlo, sólo el tacto de Eloina me ayudó a recuperar el control de mis emociones; pero ahora ella no estaba y al remordimiento y el sentimiento de culpa se unió el miedo de no volver a ser yo mismo, de nunca volver a hablar con mis tías, con mi hermano, de pasar el resto de mi vida viendo cómo un maldito psicópata destruía todo mi mundo pero, sobre todo, me inundó el terror de perderla; seguramente "Leo" encontraría la forma de retener a Sara, pero ya no sería conmigo con quien hablara, no sería yo quien la abrazara, quien la besara, quien la acariciara, sería "él", pero, aunque no podía permitirlo, ya era demasiado tarde, el escalofrío estaba a punto de llegar a mi cerebro y entonces...
¡C L A N G!
El golpe resonó en todo el pasillo como si hubieran golpeado una inmensa campana. Arturo, en un arranque de ira, había arremetido contra una de las estatuillas con un tremendo golpe de su espada y ahora la pequeña escultura yacía destrozada a sus pies.
Eso detuvo las voces y ese respiro era todo lo que necesitaba para reaccionar y como Hugo había sido el más cuerdo, incluso más que yo, recurrí a él antes que a nadie.
-¡Llévate a Manuel y a César!!
Aquellos dos estaban recuperándose y tuvieron el buen sentido de dejarse llevar, en cambio a Arturo tuve que arrastrarlo en busca de la salida y mientras corríamos, las voces volvieron a inundar nuestras cabezas, ahora más numerosas y más vehementes.
-¡No las escuchen, sólo concéntrense en encontrar una puerta!
Mi voz, según me contaron Hugo y Manuel, apenas se escuchó por encima de las voces de las gárgolas; por fortuna, ya todos, o casi todos, habíamos recuperado la cordura, el único que seguía "hechizado" era Arturo, quien no dejaba de luchar por alcanzar la pared y destruir más gárgolas, lo cual podía empeorar mucho nuestra situación, de modo que, mientras yo luchaba por controlarlo, César se nos acercó y con un certero puñetazo consiguió noquearlo.
Entre tanto, Manuel, quien marchaba unos ocho pasos por delante de nosotros, encontró lo que buscábamos.
-¡Hey, banda! ¡Por aquí!
Una estrecha puerta de tablones en la pared de la derecha parecía ser nuestra mejor opción de alejarnos de aquellas voces y, sin siquiera pensarlo, Hugo descargó un violento martillazo sobre el candado; sin embargo, la desesperación y la falta de concentración lo hicieron errar el golpe, el cual rebotó sobre uno de los herrajes de la puerta.
El fallido impacto resonó primero en nuestras cabezas como el tañido de un gong y luego las voces aumentaron su volumen, al grado que, por un momento, temí quedarme sordo, sin recordar que aquel griterío estaba, en realidad, dentro de mi cabeza.
En medio del infernal escándalo, nos miramos unos a otros preguntándonos si valdría la pena arriesgarse a fallar un nuevo golpe que evidentemente provocaría más gritos, lo cual nos pondría al borde de la locura, o si sería mejor buscar alguna otra salida. La pregunta se resolvió cuando, repentinamente, el inconsciente Arturo comenzó a convulsionarse y a arrojar espuma por la boca; aparentemente, las voces lo afectaban incluso estando desmayado.
Por un segundo pude ver la duda en los ojos de Hugo... sin embargo, él era mejor que eso y tras un instante recuperó el sentido común y, con la precisión de un francotirador, hizo saltar el candado en pedazos de un solo y poderoso golpe.
Cargamos a Arturo, cerramos la puerta, que pronto se convirtió en piedra y argamasa, y recorrimos unos 100 metros de un estrecho corredor antes de encontrarnos con otra puerta, que César abrió con un violento martillazo.
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