Sala del Gran Concejo

Rápida como el relámpago, Sara levantó su arco y lo apuntó justo encima de mi cabeza.

—¡¿Qué fue eso?!

Sus enrojecidos ojos trataban, con obstinación, de ubicar algo sin conseguirlo.

—¿Qué fue, amor? ¿Qué viste?

Con gran cuidado, me acerqué a la joven y, con aún mayor delicadeza, apoyé una mano en la punta de la flecha y la empujé hacia abajo, con lo que Sara comenzó a bajar el arma y a aflojar la tensión sobre la cuerda.

—¿Lo vieron? ¿Tú lo viste, Paty?

Ante la mirada extrañada de los demás, Sara miraba suplicante a la pelirroja, quien se limitó a asentir a la vez que clavaba en mí, otra vez, sus penetrantes ojos negros.

—Era una especie de sombra; algo con alas que atravesó la puerta justo arriba de ti —dijo Sara con cierto tono de desesperación en su voz, como si temiera que no le creyera, aún cuando confiaba en ella con mi propia vida.

Al ver que, al menos de momento, no había peligro, los demás se relajaron y siguieron su camino dentro de este nuevo salón: una habitación circular de unos 10 o 12 metros de diámetro; tres círculos concéntricos formaban otras tantas plataformas más o menos de un metro de ancho y 30 centímetros de alto, que descendían hasta una explanada recubierta de pulido granito.

En el centro de aquella explanada, un estanque de unos cinco metros de diámetro estaba rodeado por 13 sillas, una de ellas más alta que las demás, pero todas finamente labradas en madera y tapizadas de algún tipo de tela roja; en el respaldo, cada silla llevaba grabado un escudo de armas, entre los cuales pude distinguir el muy simple dragón rampante mirando a diestra de mi escudo.

Poco a poco, la oscura agua de la pequeña alberca se fue iluminando con el reflejo de una hoguera que comenzó a encenderse sobre una plataforma justo en el centro del ojo de agua y que le prestó su luz a la antes oscura habitación.

Conforme el recinto se iluminaba, pudimos ver que en la alta pared que nos rodeaba colgaban 12 estandartes, los cuales portaban las mismas divisas que los respaldos de las sillas; después del de mi escudo, el que más me llamó la atención fue, en campo de sable, una corona de espinas en oro y sobre ella un lobo de plata armado y encendido en gules, pasante mirando a siniestra.

—¡Ahí está la puerta!

Noemí comenzó a encaminarse hacia el extremo norte del salón, donde otra puerta parecía llamarla, irresistible; sin embargo, el resto no nos movimos, no hacia allá, al menos.

Estábamos completamente agotados, nuestras últimas fuerzas las habíamos empleado en salir de aquel pasillo de pesadilla y ahora necesitábamos con urgencia un descanso; la propia Noemí, al ver que nadie la seguía, dejó escapar un suspiro de alivio y se sentó en uno de los escalones que formaban las plataformas concéntricas.

Cerca de ella, Manuel y yo nos acercamos a donde César, simplemente, se había dejado caer, taciturno y silencioso.

—César —Manuel se agachó para tocarle ligeramente el hombro —si quieres que regresemos...

—No. Primero hay que sacarlos de aquí ¿verdad?

Su único ojo, inundado en lágrimas, se fijó en mí y al ver que yo me limitaba a asentir, él volvió a clavar la mirada en el suelo, al tiempo que sorbía la nariz y se frotaba una mejilla con el dorso de la mano para limpiar una lágrima, la primera de muchas que derramaría por su adorada Adriana.

Al vernos, Sara se me acercó y me tomó de la mano, para guiarme con delicadeza a unos pasos de nuestro amigo, donde nos sentamos y ella se acurrucó junto a mí; su suave cuerpo se sentía mucho más caliente de lo normal, pero, aún así, infinitamente más reconfortante que cualquier cosa que hubiera yo sentido o que llegaría a sentir jamás.

—Sí, dime.

La casi obsesiva mirada que Patricia había clavado en mí desde que entramos a aquel salón por fin había logrado inquietarme y aunque ni siquiera me volví a verla, perfectamente me di cuenta de que ni así me quitó los ojos de encima.

—Te ves diferente.

Al escuchar a la pelirroja, Sara, quien tenía recargada la cabeza en mi hombro, se enderezó y también comenzó a examinarme, con una mirada que parecía confirmar lo que su amiga acababa de decir.

—Qué curioso, yo me siento mejor que nunca.

Hugo, quien llevaba ya un rato sentado junto a Patricia, volteó a verme en ese momento.

—Yo te veo igual... ¡pero igual de feo!

Un intento de sonrisa se dibujó en su rostro, sin embargo, ni él mismo estaba de humor para soportar sus bromas estúpidas, de modo que de inmediato musitó algo que nos pareció una disculpa y clavó sus ojos en las llamas que fulguraban en el centro de la habitación.

Desde niño, siempre sentí que el fuego era una cosa viva, tan viva como cualquier persona, siempre cambiante, movible, capaz de evolucionar, de crecer, reproducirse y morir; sin embargo, aquella fogata en el centro de la laguna me parecía singularmente vivaz, afanada en una danza de apariencia caótica, pero de exquisita belleza.

Luego de un largo rato en absoluto silencio, salvo algún ocasional suspiro, me pareció que era momento de seguir adelante, aunque los demás lucían poco dispuestos e incluso Paty parecía haber olvidado su ominosa advertencia acerca del amanecer.

—Es hora de irnos.

—¿Seguro?

Sara se volvió a verme suplicante y aunque me dolía en el alma no poder dejarla descansar un poco más...

—Sí, entre más pronto nos movamos, más pronto vamos a salir de aquí.

Casi todos comenzaron a levantarse, algunos de mala gana, pero, al parecer, entendían la necesidad de seguir avanzando.

El único que seguía sin moverse era Arturo. Todo el tiempo, el "Güero" había estado de pie junto a una silla cuyo único grabado era la cabeza de un lobo.

—Arturo ¿Vamos?

Aunque siguió clavado en su lugar, el joven movió la cabeza en un gesto afirmativo apenas perceptible, con lo que le di la espalda y comencé a encaminarme, junto con los demás, hacia la puerta.

Mientras caminábamos, el irregular movimiento de la hoguera proyectó en la pared un conjunto de sombras danzarinas, que contrastaban por completo con el ánimo dentro de nuestros corazones.

"Deben encontrar la mágica llama

si quieren salir antes que el sol de mañana."

—¡¡¡Aaaaaaahhh!!! ¡Maldito seas, ya cállate!

Hugo se revolvió los cabellos en desesperación, mientras el martillo de César se detenía, como por un milagro, a escasos centímetros de destrozar el pequeño candado, y con su arma congelada en pleno movimiento, el fornido joven se volvió a verme a la espera de alguna instrucción.

—Hasta ahora no nos ha mentido.

Manuel tenía razón.

—OK, César, quédate aquí y en cuanto encontremos lo que sea que buscamos "truenas" el candado. Los demás, vamos a buscar.

Recorrí el grupo con la mirada y aunque la mayoría éramos una perfecta mezcla entre fastidio y frustración, ahora todos entendíamos lo importante que era hacerle caso a aquella voz, de modo que nos dispersamos por todo el salón.

En un intento por imitar la especial clase de razonamiento de Karla, pensé que si algún tipo de llama mágica estaba escondido en aquel recinto, seguramente lo estaría precisamente en la gran hoguera en el centro del estanque.

—Si yo fuera él, ahí sería el último lugar donde la escondería.

Sin embargo, la chica opinaba diferente y me detuvo antes que pudiera poner siquiera un pie en el espejo de agua.

—Además, hasta ahora, siempre ha habido alguna trampa: las armaduras en el pasillo de liza... los íncubos y súcubos en el salón de banquetes... sí me explico, ¿verdad?

Hasta ese momento ni siquiera se me había ocurrido pensar en qué tan profundo era el pequeño estanque, sin embargo, en cuanto la chica lo mencionó, me pareció que la laguna lucía sospechosamente oscura, de modo que en lugar de internarme directamente en el agua decidí primero llamar mi lanza y en cuanto la tuve en la mano, sumergí el extremo del mango en el agua.

Al instante, la intromisión de mi arma envió ligeras ondas a través de toda la superficie, sin embargo, no había recorrido ni siquiera 40 centímetros cuando el pomo metálico chocó con la sólida piedra del fondo. Aquello me hizo sentir seguro y ya me disponía a meter un pie en el líquido cuando, de nueva cuenta, Karla me detuvo.

—¡Espérate! ¿Ya viste?

Mientras los demás seguían revisando, no de muy buena gana, el resto de la habitación, los desorbitados ojos de mi "hermanita" me hicieron voltear a ver el sitio donde el mango de la lanza salía del agua, el cual lucía una blanca capa de escarcha, que poco a poco trepaba por el asta de madera.

—Te lo dije.

Al sacar el resto del arma, pudimos ver que entre más profundo había llegado, más gruesa era la capa de hielo y mientras la chica veía la alberca, desalentada, aquello me hizo sentirme más optimista aún.

—Si quien quiera que sea que nos tiene aquí encerrados se tomó la molestia de poner una trampa aquí, eso quiere decir que definitivamente hay algo que vale la pena del otro lado ¿no crees?

—Sí, pero...

—Sin peros, voy a entrar.

—No, Mario, tal vez podamos improvisar un puente con algo... con las sillas.

Sólo por darle gusto a la chica, traté de levantar una de las sillas, únicamente para descubrir que estaban firmemente clavadas al piso.

—No hay de otra, pero si te hace sentir mejor, voy a tratar de saltar el estanque.

El salto no era muy largo, dos o quizá dos metros y medio, no obstante, la chica me examinó de arriba a abajo, tratando de calcular mis posibilidades.

—No sé... mejor Manuel... o Hugo...

Ambos eran bastante más altos y más delgados que yo, de modo que, incluso con poco impulso, era más probable que libraran la distancia, de modo que accedí y la joven se encaminó a buscarlos a ambos. Sin embargo, obedeciendo a un extraño impulso, en cuanto la chica me dio la espalda, retrocedí un par de pasos para tomar carrera y me lancé hacia la otra orilla.

Debí haberlo imaginado, las cosas no podían ser tan fáciles; en medio de mi necedad, no me di cuenta que el espacio entre las sillas era demasiado estrecho y mientras despegaba en mi intento de vuelo, mi pie se atoró con las patas de uno de los muebles y me hizo tropezar justo hacia el estanque.

—¡¡Nooooo!!

—¡¡¡Mariooooo!!!

El corto y penetrante chillido de Karla casi se vio opacado por el angustiado grito de Sara, quien me veía horrorizada desde el otro lado del salón, mientras mi mente sólo atinaba a preguntarse qué se sentiría morir congelado en menos de un segundo.

No obstante, justo cuando esperaba sentir la salvaje mordedura del frío, ocurrió todo lo contrario: el estanque entero emitió un potente resplandor y pareció estallar en una oleada de calor que arrojó miles de chispas en todas direcciones.

En medio de mi caída, varias de aquellas chispas o pequeñas llamas (más bien) se cruzaron en mi camino pero, para mi mayor sorpresa, casi todas ellas me evitaron, todas excepto una, que chocó con mi brazo izquierdo. La flama, más o menos del tamaño de una pelota de golf, de algún modo atravesó piel, músculo y hueso, al hacerlo dejó la roja señal de una quemadura en el punto de entrada y la violácea marca de una quemadura de hielo en el sitio de salida; sin embargo, no lo noté en el momento, lo único que sentí fue un agudísimo dolor, que incluso logró opacar el causado por las contusiones y raspaduras que sufrí al estrellarme contra la áspera roca.

El tiempo, ya de por sí enrarecido en aquel lugar, pareció detenerse en mi camino al suelo y durante esos escasos milisegundos, un silencio de muerte se apoderó del salón hasta que...

—¡Aayy! ¡Queman!

El agudo grito de Noemí desató un nuevo pandemónium alrededor, las armas aparecieron en nuestras manos casi al instante; incluso yo, al momento de levantarme ya portaba a Albión en la derecha y mi escudo en la izquierda, mientras recorría a toda velocidad el camino hacia el último lugar donde había escuchado a Sara.

En mi desesperada carrera, alcancé a ver a Hugo y a Paty blandiendo sus armas a diestra y siniestra, tratando de sacudirse a las diminutas criaturas; "fatas" las llamó Karla cuando pasé junto a ella como un suspiro, justo antes de alcanzar a Sara, quien yacía tendida en el piso, su morena piel perlada de sudor frío y su frente ardiendo en fiebre.

Atravesar la nube de diminutos entes en alocado vuelo me había dejado varias quemaduras por todo el cuerpo (curiosamente no le causaban ningún daño a la ropa), las cuales ya comenzaban a mandar agudas señales de dolor a mi cerebro, que hasta entonces había logrado ignorar gracias a mi preocupación por Sara.

Incluso sin moverme, yo ya estaba sudando, el caótico vuelo de las fatas —que llenaban por completo el enorme salón— había comenzado a elevar la temperatura y aquello no podía ser nada bueno para mi hermosa morenita, quien ya respiraba con mucha mayor agitación que antes.

Los gritos de batalla y las exclamaciones de dolor de mis amigos se alternaban y se entremezclaban mientras luchaban con desesperación por sacudirse a enemigos tan pequeños y veloces que era casi imposible tocarlos; ni siquiera César había podido permanecer en su lugar, el (aparentemente) furioso ataque de las fatas lo había hecho alejarse de la puerta sin siquiera tocar el candado.

Ante ello, intensos sentimientos de angustia, impotencia y desesperación comenzaron a invadir mi mente, aunados a un miedo, casi mortal, de perder el frágil control que aún tenía sobre mi propia mente y dejarle el camino libre a "Leo" en el peor momento posible, sin embargo, tampoco podía evitarlo y en el clímax de aquella vorágine de emociones...

Nada...

Por alguna razón nada ocurrió, por el contrario, por fin logré encontrar un poco de calma (y extrañeza) al percatarme de que Arturo ni siquiera se había movido y más sorprendente aún era que no tenía ni un rasguño, de hecho, al observarlo con mayor atención, pude darme cuenta de que las veloces centellas incluso parecían evitarlo.

Más aún, con mi mente trabajando ya a una velocidad increíble, pero con absoluta tranquilidad, me di cuenta de que también a Sara y a mí nos habían "perdonado" (por así decirlo) y fue entonces cuando por fin lo entendí.

—¡Quietos! ¡No se muevan!

La única que me escuchó, aparentemente, fue Paty, quien a duras penas logró tranquilizarse y quedarse tan inmóvil como una estatua, al grado que sólo su agitada respiración, causada por el dolor y el intenso esfuerzo por repeler a las fatas, era evidencia de que era una persona viva. Sin embargo, fue la única, el resto del grupo seguía corriendo o tirando golpes sin ton ni son, haciéndose cada vez más daño ellos mismos en un vano intento por alejar a las peligrosas criaturitas.

A punto estaba yo mismo de emprender carrera para romper el candado, cuando me topé con la mirada de Paty, quien intentaba recordarme el mensaje del Mago; no obstante, nada podía hacer y así se lo hice saber con un gesto de impotencia y resignación, y fue de este modo como, de repente, una de las pequeñas centellas abandonó su caótico vuelo y comenzó a sobrevolar la palma extendida de mi mano derecha.

Con delicadeza, levanté la mano para dejarla frente a mi pecho, mientras observaba a la escurridiza flama tranquilizarse poco a poco hasta que, con gran delicadeza, se posó sobre mi mano; yo ya estaba preparado para soportar el penetrante dolor de la quemadura, pero nada. Por el contrario, con asombro vi cómo la diminuta criatura adoptaba, por un par de segundos, una delicada forma femenina, antes de encogerse hasta formar una bolita, del tamaño de una canica pequeña, y quedarse quieta en mi mano.

Mientras la contemplaba, maravillado, pude darme cuenta de que el minúsculo ser comenzaba a titilar con un ritmo hipnotizante, el cual, poco a poco, comenzó a congregar al resto de sus compañeras.

Primero fue una, que también comenzó a volar, oscilante, sobre mi mano y a sincronizar sus brillantes destellos con los de su compañera dormida; entre ambas llamaron a cuatro más y conforme una se posaba en mi mano, llamaba otras dos de entre la aún enorme masa de centellas que volaban conmocionadas por todo el salón.

No obstante, el proceso no tardó mucho, en cosa de unos segundos, prácticamente todas las centellas se encontraban volando a mi alrededor y poco a poco comenzaban a posarse, en grupos cada vez mayores, sobre la palma de mi mano.

Como mera precaución, Patricia había pedido a Hugo que alejara a Sara, mientras el resto contemplaban, exhaustos y asombrados, el maravilloso espectáculo de las fatas volando a mi alrededor, emitiendo veloces pulsos de luz, que, también poco a poco, comenzaban a armonizar con el de aquella primera criaturita que había confiado en mí.

Tal era el tamaño de la masa que por unos momentos dudé seriamente que pudiera contenerla sólo en mi mano; sin embargo, llegó un momento en que el enjambre parecía haberse reducido a la mitad y aún así, sólo una pequeña llama, de no más de 10 centímetros de altura, danzaba suspendida a unos cuantos centímetros de mi palma.

Mientras esperábamos que todas las pequeñas criaturas se acomodaran en mi mano, Hugo le hizo una discreta seña a César, quien de inmediato se encaminó a la puerta y, para no asustar a las fatas, tomó su hacha arrojadiza e hizo palanca hasta lograr forzar el candado.

Aún había unas cuantas centellas volando aquí y allá, sin embargo, no parecían particularmente interesadas en unirse a sus hermanas, de modo que por fin pude relajarme por completo y me acerqué a donde Hugo sostenía a Sara.

—¿Cómo está?

Noemí me dirigió una mirada de preocupación, mientras tocaba una de las encendidas mejillas de la joven.

—Ardiendo en fiebre. No sé qué hacer. Tendríamos que llevarla a un hospital.

Aquella era la principal razón que me impulsaba a buscar una salida.

—¿Quieres cargarla?

Con una mirada de profunda compasión, al verme al borde del llanto, Hugo me ofreció a la esbelta joven.

—Sí, pero no sé...

La pequeña llama, que seguía bailando en mi mano, pareció entender mis deseos y con suavidad y rapidez se desplazó sobre mi brazo, haciéndome cosquillas, hasta acomodarse sobre mi hombro derecho.

—OK, pero ¿sabes qué? espérame un momento.

Arturo no se había movido un ápice y mantenía la vista clavada en la hoguera, que aún brillaba en medio del estanque, ahora vacío, y al verlo ahí parado, aparentemente sin la intención de ponerse en marcha, me le acerqué para tomarlo por un brazo.

—¡¡Jamas vuelvas a tocarme!!

Al feroz grito del joven se unió un violento manotazo que dejó una roja marca en mi antebrazo derecho.

—¡Hey! ¡Tranquilo! Tranquilo, no pasa nada.

Aun antes de que lanzara el golpe, en mi mente ya se habían dibujado por lo menos tres formas de contenerlo, dos de ellas sin dañarle el brazo (en definitiva aquél era su día de suerte); sin embargo, decidí simplemente aceptar el manotazo, con el fin de no iniciar una pelea que no necesitábamos en aquellos momentos.

—No hay problema, si quieres quedarte aquí es tu decisión; nadie va a obligarte a ir con nosotros.

Aunque Hugo estaba a un tris de saltarle al cuello, al ver mi actitud logró tranquilizarse un poco; mientras Arturo, igual que el propio Hugo unos minutos antes, esbozó un intento de sonrisa, sin embargo, al tratar de forzar el gesto, su cara se convirtió en una desagradable máscara de falsedad.

—Lo siento, no sé que me pasó.

Con un último y ligero gesto de asentimiento, me volví hacia Hugo, tomé a Sara en mis brazos y nos encaminamos a la salida.

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