Pasillo de los candelabros

—¡Rápido, cierren la puerta y aléjense! ¡¿No falta nadie?! ¡¿Están todos bien?!

Sin perder el tiempo, Hugo gritaba y repartía hachazos y martillazos contra los cinco o seis trasgos que habían cruzado la puerta colgados a nuestras espaldas.

—Tranquilo, mi hermano, ya la libramos.

Furioso, Hugo rechazó con un violento manotazo la mano que Manuel había puesto sobre su hombro para tratar de tranquilizarlo.

—¡¿La libramos?! ¡¿De verdad crees que la libramos, estamos a salvo?! ¿¡'Tas loco o qué chinga'os te pasa!? ¡Nadie aquí está a salvo! ¡Se supone que esas cosas... gremlins... trasgos... o lo que chinga'os sean sólo existen en el cine! ¿La libramos? ¡Pendejo!

Nunca había visto a Hugo tan asustado, aunque tampoco lo había visto nunca luchar por su vida contra monstruos salidos de alguno de los sueños más coloridos de Stephen King, así que "un poco" de miedo de su parte era absolutamente tolerable.

—OK, OK, no dije nada.

Y así también lo entendió Manuel, de modo que se limitó a dejarlo en paz y acercarse a donde Karla se aferraba a una pequeña maza.

—¿Estás bien, amor? ¿Cómo te sientes?

Por mi parte, me había dejado caer junto a Sara, aún cubierto por aquel líquido viscoso y transparente, el cual, curiosamente, parecía evaporarse mucho más rápido de lo normal y sin dejar manchas en la ropa.

—Asustada, con frío, adolorida y cansada, además tengo hambre, pero de ahí en fuera todo está perfecto.

Su intento de broma me arrancó una sonrisa y, al tiempo que la abrazaba, ambos nos recargamos sobre la pared. La esbelta morena se había recuperado más rápido de lo que uno hubiera esperado, quizá debido una cálida sensación que a todos nos había cubierto en el mismo instante en que entramos a aquella nueva habitación.

—Lo siento —le dije mientras la atraía un poco más hacia mí —pero no te preocupes, estoy seguro de que todo va a salir bien; es más... creo que aquí traigo todavía...

Busqué en la bolsa interior de mi chamarra el paquete de galletas que habíamos comprado antes de entrar al "antro"; por fortuna, todavía las encontré y aunque ya se habían convertido en un montón de moronas azucaradas, Sara las devoró sin convidar a los demás, ni siquiera a mí.

Mientras ella comía, revisé sus heridas y descubrí que todas iban desapareciendo poco a poco, lo mismo que las mías, en especial una profunda mordida que tenía en el hombro derecho, alrededor de la cual aquel cálido hormigueo parecía ser un poco más intenso.

—¿César, Adriana, están bien?

—Pues sí... más o menos.

César volteó a verme con un gesto de angustia mientras abrazaba a su adorada Adriana, quien poco a poco había dejado de llorar, pero aún se sacudía ocasionalmente a causa de aquellos profundos sollozos que tardarían un rato más en desaparecer.

—Lo siento... pero bueno, descansen un poco y ahorita...

—¡¡Ni madres!! ¡¡Nada de ahorita... nada de descansar...!! ¡Estamos aquí atrapados y tú quieres "descansar"! ¡Bueno, qué te pasa, maldito imbécil!

Estuve a punto de levantarme y romperle la cara al chamaco estúpido, pero un muy suave apretón de Sara en mi brazo me ayudó a contenerme.

—Tú también, Omar, serenate y descansa, no hay mucho que podamos hacer, aparte de descansar para tener la cabeza bien puesta antes de decidir qué demonios vamos a hacer.

Lejos de tranquilizarlo, la tensa calma en mi voz pareció alterar a Omar aún más.

—¡¡¡Vete a la chingada!!! ¡Por tu pinche culpa casi matan a mi hermana y luego todos tuvimos que regresar para sacarlos de ahí! ¡Dime quién se murió y te nombró rey... porque yo no recuerdo haber votado por ti! ¡¿Alguno de ustedes lo hizo?! ¡¿Alguien votó por este pendejo para comandante... o... o... o lo que sea?! —Omar volteó para mirar uno por uno al resto del grupo —¡¿No, nadie?! ¡Pues qué bueno, porque si yo estuviera al mando nada de esto habría pinche pasado!

—¡Mira, pendejo! —Haciendo caso omiso del fuerte tirón de Sara en la manga de mi chamarra, me levanté para encarar al tipo —¡Yo sólo hice lo que me pareció que era correcto! Las cosas no me salieron como yo esperaba pero no voy a disculparme, y menos contigo, porque no fue mi culpa ¡¿OK?! Pero si tú quieres y crees que tienes los huevos como para sacarnos de aquí pues adelante: vas, yo no me voy a interponer, pero tampoco te voy a seguir, así que como quieras.

Pese a tanto discurso y a las bravatas de macho Alfa, en realidad, sí me sentía culpable... y mucho, pero no pensaba admitirlo ante el tipo que casi lograba que nos mataran en el pasillo de las armaduras sólo por su afán de tener "el arma más grande".

Por un segundo, los ojos de Omar se clavaron, iracundos, en los míos, pero el chico ya no dijo nada; apretó los puños, escupió con desprecio hacia un lado y se alejó hacia donde estaba Noemí, quien se encogió al ver a su novio dirigirse furioso hacia ella.

Sólo cuando vi a Omar llegar hasta la esquina más alejada de mí y darle un puñetazo a la pared, me di cuenta de que César estaba junto a mí y Manuel un paso adelante, ambos listos para intervenir en caso necesario.

—Ahora sí —dije volviéndome hacia el grupo —no crean que se me olvidó, quiero agradecerles por haber regresado por nosotros, de no haber sido por ustedes...

—Está bien—, Manuel puso una mano sobre mi hombro —no te nos pongas todo sentimental ahora; tú habrías hecho lo mismo... quiero suponer.

A pesar del agotamiento, la broma de Manuel logró arrancarnos algunas leves sonrisas y los gestos de asentimiento de casi todos me hicieron darme cuenta de que ya no hacía falta decir nada más, así que todos nos limitamos a escoger un lugar dónde sentarnos; la idea de quedarnos en un solo lugar hasta que amaneciera aún no había sido descartada, de modo que ahora lo único que podíamos hacer era descansar y esperar.

—¿Y cómo te sientes?

En medio de la conmoción, Sara había preferido alejar a las chicas, en caso de que todo se saliera de control, y ahora estaba platicando con Karla, cuyas mejillas aún brillaban, mojadas por el sudor y las lágrimas, aunque más por las lágrimas que apenas había logrado contener.

—Ya mejor, Sara, gracias.

Sara sabía bien cuánto apreciaba yo a Karla —no por nada la llamaba "mi hermanita"— y Sara sentía lo mismo, un poco por empatía, pero más por el hermoso carácter de la chica, quien siempre parecía encontrar la forma de que los demás se abrieran con ella.

—Anímate, ya verás cómo todo va a salir bien.

—¿Tú crees, Sara? O sea... ¿de verdad lo crees? Porque yo también quiero creerlo pero... es decir... no sé...

La hermosa morena miró con enorme ternura a la muchachita y, con toda la delicadeza de la que era capaz, la atrajo hacia sí para abrazarla.

—¡Claro que sí! ¡Tú no te preocupes!

En algún lado, en algún programa de TV, creo, escuché que uno nunca debía confiar en un abrazo, que los abrazos sólo son una buena forma de que la persona que nos abraza oculte su rostro, y justo eso hizo mi novia en ese momento, pues mientras Karla veía exactamente en dirección contraria, el rostro de Sara reflejó una profunda preocupación que alcancé a ver mientras Manuel y yo nos acercábamos a ellas.

Un poco más tranquila y mientras tomaba la mano que su novio le ofrecía, la jovencita dedicó una larga e inquisitiva mirada al lugar al que habíamos entrado.

—Es otro pasillo, pero es larguísimo.

La chica clavó, con obstinación, su penetrante mirada en el fondo del corredor, el cual, a simple vista, parecía medir entre 70 y 80 metros de largo por, quizá, cuatro de ancho y más de cuatro de piso a techo.

—Y muy bonito también.

Sara tenía razón, todo el lugar estaba cubierto por mármol; grandes placas blancas formaban las paredes, techo y columnas de carga, mientras en el piso, losetas blancas y negras se alternaban, dándole la apariencia de un tablero de ajedrez; además, tres grandes candelabros iluminaban el lugar y la luz de al menos cien velas se reflejaba en la pulida superficie desde todas direcciones, haciendo que las sombras prácticamente desaparecieran.

—¿Pero por qué esta parte será de piedra gris?

Entre el susto y las discusiones, ninguno de nosotros había notado, hasta que Karla lo mencionó, que la parte en la que aún estábamos parados era una especie de plataforma construida con grandes bloques de una piedra gris, tal vez granito o basalto, que sobresalía unos 30 centímetros del piso ajedrezado del resto del pasillo y se extendía unos tres metros desde la pared del fondo.

Y mientras Karla y Sara platicaban, Manuel y yo nos habíamos separado de ellas para reunirnos con Hugo y César en el rincón más lejano de la plataforma que, quizá por instinto, aún nos negábamos a abandonar.

—¿Y ahora qué?

Manuel alternó la mirada de uno a otro.

—No tengo ni puta idea—, Hugo hizo un gesto de incertidumbre —pero eso de esperar a que amanezca es una pendejada ¿no creen?

—Tal vez—, los tres voltearon a verme, extrañados —pero tampoco podemos lanzarnos nada más a lo güey, si lo que resta del camino es igual que lo que ya pasamos no llegaríamos muy lejos, además, todos tenemos otras personas en quienes pensar.

Los cuatro sabíamos que de haber sido sólo nosotros no habría habido problemas. A lo largo de los años, nuestra afición por el campismo, nuestra inconsciencia y una enorme dosis de inmadurez nos habían metido en toda clase de problemas de los que siempre habíamos salido razonablemente ilesos —salvo aquella vez que Hugo se había dislocado un hombro tratando de hacer rapel—; y aunque estar atrapados en el "castillo de los monstruos" (como lo había llamado Patricia) distaba años luz de cualquier situación que antes hubiéramos enfrentado, por alguna razón estaba seguro de que habríamos hecho lo mismo de siempre: seguir adelante hasta encontrar una salida, sin nada más que una lámpara de mano sin pilas y una suerte del tamaño del universo.

Sin embargo, como les acababa de recordar, en esta ocasión no éramos sólo nosotros y aunque Sara sabía perfectamente cuidarse ella misma (como ya lo había demostrado), tampoco estaba dispuesto a arriesgarla sin necesidad.

—Bueno, Mario, pero, de hecho, tampoco sabemos qué tanto falta ¿qué tal que la próxima puerta es la salida?

Con un breve movimiento de cabeza, Manuel señaló el extremo opuesto del pasillo, donde todos esperábamos que hubiera otra puerta; aunque, en realidad, a ninguno de nosotros se le había ocurrido, por lo menos, echar un vistazo.

—O tal vez la otra era la salida.

Los tres sabían que me refería a la puerta del fondo en el salón de los trasgos y, casi al instante, pude darme cuenta del gesto ofendido en la cara de César, pues, sin quererlo, un ligero tono de reproche se me había escapado y eso bien podría haber iniciado otra discusión, que de ningún modo necesitábamos en aquel momento.

—Sí, tal vez—, la voz y la postura de Manuel hicieron eco del gesto ofendido de César —y en ese caso, tal vez alguien debería regresar e intentar abrir esa otra puerta, para ver si podemos salir por ahí.

—¡Ay, ajá! ¿Y quién va a ser tan valientemente pendejo como para intentarlo?

Hugo sabía bien quiénes lo harían y aquella era su muy particular forma de decir "cuenten conmigo".

Sin embargo...

—Están pensando en volver al salón ¿verdad?

La voz de Patricia nos hizo respingar a todos. Algún tiempo después, mientras trataba de ordenar en mi memoria los confusos detalles de aquella noche maldita, me di cuenta de que la pelirroja había estado parada junto a nosotros todo aquel tiempo; sin embargo, por alguna razón que en ese momento todavía no comprendíamos, ninguno de nosotros la había notado.

—Tranquilos, no les voy a hacer nada—, el "tonito" de burla en su voz nos hizo pasar de la sorpresa al fastidio en un microsegundo —por otra parte, ya pueden dejar de preocuparse—, una significativa mirada y una sonrisa sarcástica se dibujaron en el angelical rostro mientras una pálida mano señalaba a la esquina opuesta de la plataforma —la puerta ya desapareció.

El suspiro de alivio que se nos escapó al descubrir que una sólida plancha de mármol, de algún modo, había remplazado la puerta de entrada, fue tan evidente que la pelirroja no pudo evitar una risilla burlona.

—Pero, bueno, olvídenlo. ¿Qué opciones tenemos ahora?

—Sólo dos: quedarnos aquí o seguir adelante.

El constante tono mezcla de burla y condescendencia de Patricia generó una respuesta innecesariamente cortante de parte de Manuel. No obstante, la chica, al parecer, decidió hacer caso omiso de la hostilidad del "Flaco" y, por el contrario, tras un largo e incómodo silencio sin una respuesta, lanzó otro "dardo envenenado" (como les decía el mismo Manuel):

—¿Y bien, cuál va a ser?... ¿la número uno?... ¿la número dos?... ¿alguien?... ¿nadie?... ¡Vaya "héroes" que son, ni siquiera pueden decidir si se van o se quedan! Espero que al menos tengan el valor de lanzar una moneda.

Aunque hubiéramos sabido cómo responderle, ella no espero a que lo hiciéramos, simplemente dio media vuelta y se alejó, con una sonrisa burlona y bajo la mirada fascinada de Hugo, quien no podía despegar la vista del pantalón tipo sastre que, sin embargo, era lo bastante entallado como para resaltar el escultural trasero de la chica.

—¡Hija de su pinche madre! ¡Está buenísima, lástima que sea tan mamona!

Todos volteamos a verlo extrañados, no porque Patricia no fuera atractiva, de hecho, tenía el cuerpo de una modelo de lencería y una carita por la que un ángel habría matado; además, era obvio que la pelirroja estaba consciente de ello y sabía resaltar sus atributos con un estilo ligeramente andrógino en que el pantalón negro con "rayas de gis" se complementaba con una blusa de seda del mismo color, desabotonada para formar un invitante escote, mientras su breve cintura era resaltada por un chaleco blanco con detalles en negro, tan entallado que casi parecía un corsé.

Y aunque nadie en el grupo habíamos dejado de notarlo, hombres y mujeres por igual, lo verdaderamente extraño era que Hugo lo hubiera hecho.

—¡Válgame Dios! —Manuel se llevó las manos a las mejillas haciendo una exagerada "cara de espanto" —¡O sea que por fin vas a dejar de acosar a Eloina!

—¡Pinche "Flaco", no seas mamón!

Hugo le dedicó un fugaz gesto mezcla de disgusto y fastidio a Manuel, para de inmediato volverse a buscar a Eloina, sólo para encontrarla en la pared contraria, sumergida en una animada plática con Arturo. El "Güero" jugueteaba distraídamente con uno de los largos rizos de la rubia cabellera, mientras su otra mano sujetaba la de la joven, quien no paraba de reírse, seguramente gracias a una de aquellas absurdas historias que él había aprendido en Internet para "ligar" chicas.

—¡Hey, hey! Cálmate, hombre, no pasa nada. Nomás están platicando ¿sí?

Manuel sujetó a Hugo por un brazo, sólo por si acaso se le ocurría dejarse llevar por alguno de los infantiles arrebatos de celos a los que todavía no lográbamos acostumbrarnos y los cuales se habían hecho incluso más frecuentes desde que nos enteramos de que, un par de semanas antes, Eloina había pasado toda una noche fuera de su casa, en una cita con Arturo. Nunca nadie nos supo decir si acaso había pasado "algo" entre ellos, pero aquello había sido suficiente para despertar los más rabiosos celos de Hugo.

Sin embargo, justo cuando incluso César y yo nos preparábamos para tratar de detenerlo en caso necesario, Hugo se limitó a arrancar su brazo, mediante un brusco tirón, del agarre de Manuel.

—Voy a checar aquel lado del pasillo, ustedes quédense aquí y si no hay broncas me siguen ¿OK?

Enseguida, mi amigo dio media vuelta, puso un pie fuera de la plataforma y comenzó a encaminarse al otro extremo del corredor.

—¡¡¡Hugo, noooo!!!

Todavía a un par de pasos de nosotros, Patricia intentó detenerlo, sin embargo, sus pies se detuvieron bruscamente justo sobre la orilla de la plataforma.

—¡Cállate, Patricia! ¡Querías acción ¿o no?!

El repentino intercambio de gritos llamó la atención de todos.

—¿Hugo, a dónde vas?

Ni siquiera la voz de Eloina logró detenerlo y tampoco pudo alcanzarlo, detenida por la firme mano de Patricia, quien justo acababa de recuperar el equilibrio.

—Déjalo, pero si de verdad lo quieres, ruega para que llegue a salvo al otro lado.

Apenas a un paso de ella, pude escuchar a la perfección el extraño comentario de la pelirroja, sin embargo, con la atención absolutamente enfocada en Hugo, en medio del tenso silencio que había envuelto al grupo, de momento no me quedó más remedio que dejarlo pasar.

Entre tanto, Hugo ya había avanzado unos 10 metros. Con paso deliberadamente lento, volteando constantemente a cada lado del pasillo en busca de cualquier señal de peligro, el espigado joven se había ido alejando poco a poco de nosotros.

Sin embargo, no éramos nosotros por quienes debió haberse preocupado, sino por la hermosa rubia que no podía despegar los ojos de aquella escuálida espalda, pero que tampoco podía terminar de alejarse, al menos no del todo, de un Arturo que desde hacía unos seis meses se había convertido prácticamente en su sombra.

Así, atrapada entre la madurez y la experiencia de Arturo y la espontánea rebeldía de Hugo, la chica hizo lo primero que se le ocurrió, lo mismo que había estado haciendo desde que nos conocimos: tomó mi mano a la espera de que yo pudiera alejarla de la insoportable tensión que amenazaba con desgarrar su corazón y su alma.

El gesto, no obstante, no pasó desapercibido para Sara, quien, a un lado mío, se revolvió incómoda tratando de librarse de mi brazo que rodeaba sus hombros, celosa de un pasado que se sentía incapaz de compartir.

Y mientras los lazos que nos unían a nosotros cinco se estiraban tanto que amenazaban con reventarse, Hugo ya había recorrido más de la mitad del pasillo; todavía sin señales de peligro, la ominosa advertencia de Patricia no parecía sino parte del delirio de un paranoico esquizofrénico.

—¡¡¡Aaarrrrgggghhhh!!!

¡Hasta ese momento!

La tensa calma que había envuelto al grupo durante el último par de minutos de repente estalló en una alarma generalizada, que convirtió aquel girón de tiempo en un conjunto fracturado de acciones y reacciones que, incluso ahora, es difícil de recordar en el orden adecuado.

El grito de Hugo es lo primero que la mayoría de nosotros recuerda con claridad, sin embargo, un microsegundo antes, tres "líneas de movimiento" se extendieron cruzando el corredor de pared a pared, dejando a su paso el silbido de tres afilados objetos cruzando el aire; este fue seguido, ahora sí, del grito de dolor de nuestro amigo y, casi enseguida, de la visión del larguirucho cayendo al suelo sujetándose el muslo derecho que, en algún punto en aquella vorágine de acontecimientos, había comenzado a sangrar abundantemente.

—¡Hugoooooo!

—¡Eloina, nooo!

Los gritos de Eloina, primero, y de Patricia, apenas un nanosegundo después, se mezclaron en mi cabeza a tal grado que apenas pude distinguir uno de otro, al tiempo que sentía cómo la rubia soltaba mi mano y, arrancándose el indeciso tirón de la pelirroja, se echaba a correr desesperada hacia Hugo, quien yacía en el suelo tratando, por alguna razón, de moverse lo menos posible.

Si acaso por mi mente pasó la posibilidad de quedarme en mi lugar, ni siquiera lo recuerdo; lo único que sé es que, de repente, me vi a mi mismo corriendo detrás de Patricia, quien, también por un mero reflejo, había arrancado en persecución de su amiga. Detrás de mí, el inconfundible sonido de la respiración agitada de Sara tratando de alcanzarme y, un segundo después, el extraño claqueteo de los zapatos de suela de cuero de Arturo, quien, no sé si por amor o por orgullo, había corrido en pos de la rubia.

En cuanto llegué a donde Hugo sostenía su propia pierna, en medio de sonoros bufidos de dolor y con las manos empapadas de sangre, alcancé a distinguir el asta emplumada y la aguda punta que sobresalían en lados opuestos del muslo derecho de mi amigo. Dos más de aquellas cosas yacían en el piso, a donde habían caído tras rebotar en el sólido mármol de la pared izquierda.

Otro vistazo me reveló la hendidura abierta en la pared derecha de donde habían salido las flechas y mi mente no tardó en hacer la conexión.

—¡Ya no se muevan! Que no se mueva nadie.

Sara y Arturo, quienes venían un paso detrás de mí, se quedaron paralizados al instante, tanto por la visión de la sangre como por mi desesperada orden...

—¡¡Marioooo!! ¡¡Marioooo!! ¡Ayuda! ¡Auxilio!

...orden que yo mismo no dudé en desobedecer en cuanto escuché los desesperados gritos que llegaban desde el otro extremo del pasillo.

En aquel momento, no pude sino maldecirme a mí mismo por no haberme dado cuenta, por haber estado tan desesperado por alcanzar a uno de mis amigos que había olvidado por completo a los otros dos, por haber cerrado no sólo mis oídos sino mi mente a las claras señales de peligro: el casi imperceptible chasquido bajo mis pies, el pesado golpe de una reja de al menos media tonelada contra la piedra y, por último, el rápido y aun así ominoso roce de piedra sobre piedra.

Siempre me ha sido increíblemente difícil perdonar incluso el más mínimo de mis errores, sin embargo, en aquel momento, ver a Manuel tratando de mantener a Karla sobre la plataforma que se metía en la pared del fondo, a César tratando de cargar a Adriana por encima del inevitable peligro, a Noemí encogida en una esquina mirando aterrada el oscuro foso que crecía a sus pies y a Omar tratando desesperadamente de alcanzar la reja que cada vez quedaba más lejos de ellos fue un golpe demasiado duro para mí; tan duro, que por poco no percibía el mosaico hundiéndose levemente bajo mi pie derecho ni el ligero "click" que delataba un nuevo mecanismo activándose.

Por fortuna, mi instinto de supervivencia (o algo más oscuro) despertó justo a tiempo para librarme de la embestida de dos bólidos de cien kilos de acero y madera que reventaron ligeros recubrimientos de mármol en ambas paredes. El primero pasó a escasos dos centímetros de mi nariz y el segundo medio metro más allá, no sólo obligándome a detenerme, sino arrojándome de nalgas al piso, donde fui obligado a ser testigo de la caída de mis amigos en las fauces de un foso oscuro y maloliente.

El rítmico vaivén de las dos afiladas cuchillas con forma de media luna que se balanceaban frente a mí era casi hipnótico, tanto, que nunca supe exactamente cuánto tiempo pasé sentado en el suelo, viendo, al mismo tiempo, los dos péndulos alternarse frente a mis ojos y el abismo que, detrás de aquella pesada reja, se había tragado a mis amigos.

—¡Mario! ¡Mario!

—¡No, no te muevas! ¡Voy para allá!

Ni siquiera en el estado catatónico en que me encontraba podía permitirle hacerlo, no podía dejar que Sara se arriesgara de esa forma, ni por mí ni por nadie. No obstante, no fueron el tono de mi voz, ni el imperativo gesto de mi mano lo que la detuvieron, más bien fueron la expresión vacía en mi rostro y la mirada ausente los que, según recuerda, hicieron que se detuviera, con el corazón roto y el alma aterida de dolor al verme en aquel lamentable estado.

A la fecha no recuerdo absolutamente nada de lo que ocurrió durante los siguientes cinco o diez minutos, pero lo que sí recuerdo perfectamente son su voz y sus ojos guiándome como un hilo salvador en medio de aquel laberinto de silencio y oscuridad en el que mi propia mente se encerraba cada que se encontraba con algo tan traumático que le resultaba imposible procesar.

Y mientras mi mente y mi corazón decidían que lo único que realmente querían en todo el universo era volver a los cálidos brazos de Sara, ellos cuatro aún trataban de lidiar con el shock emocional causado tanto por la desaparición de nuestros amigos como por el estado de Hugo, cuya herida ni siquiera habían atinado a cubrir y mucho menos a vendar adecuadamente.

Quizá por alguna especie de milagro o tal vez por gracia de la oscura voluntad que nos mantenía prisioneros, no activé ninguna otra trampa en el camino de regreso; sin embargo, Arturo, pálido al grado de haberse vuelto transparente, volteaba de un lado a otro con los ojos fuera de sus órbitas, aterrado ante la posibilidad de que alguna otra de aquellas nefastas trampas nos tragara, nos atravesara de lado a lado o nos rebanara por la mitad.

—Deberíamos irnos.

Fue él mismo quien trató de ponernos en movimiento, aferrando a Eloina con mano temblorosa e intentando que la chica lo siguiera hacia la pequeña puerta que ahora se recortaba a unos 10 o 15 metros de nosotros.

Sin embargo, la rubia opuso una inesperada resistencia. Ante la ahora iracunda mirada de Arturo, Eloina le arrebató su brazo y volvió a reclinarse sobre Hugo, acariciando el rostro contraído en un rictus de dolor, el cual pareció disminuir considerablemente ante el cálido contacto de la blanca mano.

—¡A la chingada, si ustedes quieren quedarse, muy su pedo, yo me largo!

Ni Hugo ni yo estábamos en condiciones de detenerlo y ni siquiera Patricia, extrañamente aturdida por todo lo que estaba pasando, se atrevió por lo menos a contradecirlo y ante el absoluto silencio el "Güero" dio media vuelta furioso e intentó alejarse.

"click"

En medio del silencio sepulcral que ahora reinaba en aquel pasillo, el chasquido bajo el pie derecho de Arturo se escuchó como la detonación de una bomba nuclear. El sonido y la sensación del mosaico que se hundía ligeramente bajo sus pies lo hicieron volverse hacia mí con el rostro desencajado de terror, justo medio segundo antes de que el suelo bajo nuestros pies se deslizara dentro de la pared en un solo y ligero movimiento, arrojándonos de narices en otro agujero, oscuro y maloliente como el hocico de un depredador.

***

¡Jugadores! ¡Jugadoras! Aquí nadie se salva, ¿en qué trampa cayeron ustedes?

¿Ustedes qué harían? ¿Siguen adelante o se quedan en un solo lugar?

Por otra parte, ¿qué les parece la historia hasta el momento? ¿Bien? ¿Mal? ¿Meh? ¿"Shut up and take my money"? ;-)

Leo sus comentarios, porque los amodoro.

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