La galería

—Espero que con esto sea suficiente.

Noemí había rasgado una de las colgantes tiras de encaje del olán de su vestido para usarla a modo de venda junto con la única manga que le quedaba a la blusa de Paty para "rellenar" la cuenca vacía del ojo izquierdo de César; no porque fuera necesario, pues la magia ya había detenido la hemorragia, sino porque parecía ser lo correcto y, quizá, porque la joven quería retener alguna sensación de control.

César, a su vez, se dejó hacer, dócil y silencioso. Por mi parte habría preferido que se levantara y comenzara a destrozar aquel lugar piedra por piedra hasta encontrar a su adorada Adriana, pero aquello no sucedió; simplemente se dejó caer del otro lado de la puerta, envuelto en un manto de silencio tan pesado, que era como si se hubiera tragado todo el sonido a su alrededor.

—Oye, mi hermano... yo... lo siento.

Antes de comenzar a explorar el nuevo pasillo al que habíamos entrado, Manuel intentó disculparse con nuestro amigo por algo que no era culpa suya; sin embargo, en aquel momento, la pena de César se le clavaba profundamente en el alma y hasta la fecha, el "Flaco" aún siente el peso de no haber podido ayudar a Adriana, a pesar de que no hubo nada que pudiera hacer.

César se había sentado en el primero de los varios taburetes y divanes colocados a intervalos regulares a lo largo de un pasillo de quizá dos y medio metros de ancho por 10 o 15 de largo y luego de algunos segundos de mirarlo con profunda compasión, el resto del grupo comenzó a diseminarse.

Por mi parte, no quería separarme de Sara, mi hermosa morena se había recargado contra la pared, a unos pasos de César y Noemí, con el rostro enrojecido, la mirada vidriosa y la temperatura elevada, pero no al grado de ser fiebre, al menos no todavía.

Y mientras la diminuta chica atendía a César y yo a Sara, Manuel y Patricia se adelantaron para comenzar a ubicar la siguiente puerta; la opulencia de aquel pasillo contrastaba con la mayor parte de lo que hasta entonces habíamos visto, de hecho, más que medieval, la decoración parecía ser renacentista.

Al pesado silencio que rodeaba a César se agregaba el hecho de que nuestros pasos se ahogaban en una mullida alfombra carmesí bordada con hilos de oro y plata, y nuestras sombras se disolvían bajo la luz de una gran cantidad de velas, colocadas sobre ricos candelabros de oro recamados con piedras preciosas, a las cuales se agregaban varios espejos ubicados cada tantos pasos para ayudar a distribuir la luz.

Pero había algo mucho más desconcertante que sólo el silencio o la falta de sombras, había un cierto "algo" que nos tenía intranquilos a Paty y a mí, algún tipo de presencia, algo, casi vivo (aparte de nosotros), que merodeaba en aquel lugar, pero que al menos a mí me resultaba imposible de ubicar.

Por fin, Sara pareció sentirse mejor y se echó a andar hacia el fondo del lugar, como siguiendo a Patricia; por mi parte, traté de darle un poco de espacio y luego de cerciorarme de que César y Noemí estuvieran bien (dentro de lo posible), también comencé a caminar, flanqueado por la huidiza mirada de media centena de retratos colgados en las paredes laterales.

Era inquietante la forma en que los ojos en aquellos rostros anónimos, casi tan vivos como los nuestros, parecían examinar cada centímetro de nuestras almas, dejando al descubierto recovecos abandonados y rincones oscuros, que habría sido mejor dejar en el olvido, sin embargo, no era eso lo que tenía a la pelirroja al borde de una crisis nerviosa.

En mi camino hacia una puerta que se alcanzaba a apreciar a la distancia, pude ver que Karla parecía fascinada con aquella galería poblada con gente de extraños ropajes.

En el tiempo que llevábamos ahí, la chica ya casi había recorrido el pasillo dos veces, observando con obstinación aquellos rostros, algunos adustos, severos la mayoría y sólo unos pocos, muy pocos, con el atisbo de una sonrisa escondida detrás de capas y capas de la más recalcitrante seriedad; con curiosidad infatigable, la joven buscaba algún indicio de sus identidades, sin embargo, no había nombres, lo más que llegaba a encontrar era la firma del artista que había inmortalizado a aquellas personas.

—¡Quién está ahí!

Con una palidez casi mortal en el rostro, Patricia volteó, hacha en mano, otra vez buscando algo que ninguno de nosotros podía ver.

—¿Qué pasó, Paty? ¿Qué fue eso?

Prácticamente de un salto, Hugo se colocó junto a la pelirroja, quien ya había bajado su arma, pero que aún revisaba ansiosa sus alrededores.

—No lo sé... por un momento creí... pero no, no fue nada.

Sin saber qué hacer, Hugo se quedó parado a un lado de la chica, mientras yo respondía a una silenciosa llamada de Sara, cuyos ojos reflejaban una profunda angustia.

—¿Lo sentiste?

La chica me abrazó, su suave piel enrojecida por la temperatura, pero, a la vez, erizada por el miedo.

—No, ¿qué fue?

—No sé, algo como... o alguien... no sé, no estoy segura.

De manera repentina, aunque con gran delicadeza, la esbelta joven se deshizo de mis brazos y comenzó a caminar a un punto en la pared contraria, pero unos pasos adelante de nosotros, con los ojos fijos en una pintura en especial.

—¿Papá?

Eso es lo último que recuerdo con claridad, después, volví a sentirlo, la misma presencia que había percibido cuando entramos al lugar o, más bien, era otra, no tan poderosa pero que me parecía conocida, digamos... familiar.

La incesante sensación me obligó a voltear justo a mis espaldas y entonces lo vi, el retrato pintado sobre madera de un joven vestido a la usanza de la alta edad media, con un jubón o túnica largos y calças, cubierto por una pesada capa que le llegaba a medio muslo, todo en colores oscuros (pardo o negro, tal vez), cuyos ojos, casi estoy seguro, me habían estado siguiendo desde que cruzamos la entrada.

Yo no sentí nada, sin embargo, Manuel y Noemí pudieron verlo con aterradora claridad: unas manos espectrales, rodeadas por una especie de neblina que dibujaba brillantes bucles alrededor de los traslucidos miembros, salieron de los retratos y nos sujetaron a Sara, Hugo, Karla y a mí, y antes que ninguno pudiera reaccionar, nos arrastraron dentro de las pinturas.

No obstante, nuestros cuerpos se quedaron ahí, tendidos sobre la mullida alfombra, ilesos, pero vacíos; las inmateriales manos se habían llevado algo que Noemí describió cómo una silueta luminosa, pero difusa, de diferente color para cada uno, que fue arrancada de nosotros y llevada dentro del cuadro.

—¡Karla! ¿Qué tienes Karla? ¿Qué te pasa? ¡Karla, Karla! ¡Háblame, amor!

Por más que la llamaba y la sacudía, Manuel no conseguía ninguna reacción de la chica, a quien alcanzó a ver justo cuando se desplomaba, unos pasos adelante de él, frente a un retrato casi llegando a la puerta en el otro extremo del pasillo.

Aquello fue suficiente para arrancar a Arturo del estado, casi catatónico, en que había quedado luego de su ataque de furia en el salón de los orcos y al tiempo que vociferaba, agitando los brazos desmesuradamente, el "Güero" comenzó a caminar con grandes trancos hacia la puerta del fondo.

—¡Se los dije! ¡Bola de pendejos! ¡Les dije que teníamos que regresar! ¡Se los di...!

Sin embargo, Manuel no estaba de humor para aguantarlo, asustado hasta la médula (según me confesó después), el "Flaco" dejó por un momento a Karla para interceptar a nuestro compañero, a quien sujetó por las solapas y con un fuerte empujón lo sentó violentamente sobre una de las bancas.

—¡Ya basta de idioteces! ¡Siéntate y cálmate!

Desconcertado (o aterrado) por el inusual despliegue de fuerza por parte de Manuel, el "Güero" se quedó quieto en el asiento, aunque su iracunda mirada podría haber atravesado incluso los sólidos muros, en esta ocasión tapizados con algún tipo de tela dorada con un patrón de diminutas enredaderas en un tono ligeramente más oscuro.

Sin embargo, por muy mal que parecieran las cosas en el exterior, dentro de los cuadros, la verdadera pelea apenas había comenzado, una lucha que teníamos muy pocas esperanzas de ganar pues para hacerlo habríamos tenido que lograr una hazaña prácticamente imposible: cambiar nuestro pasado.


En un tiempo, Hugo había sido como un libro abierto para mí, prácticamente no había secretos entre nosotros de modo que cuando, más tarde, me contó su experiencia en el pasillo de las pinturas, ya conocía todos los detalles; lo que no sabía, sin embargo, era la verdad.

Hugo siempre se había jactado de su valor y su serenidad en los momentos de mayor tensión, ya fuera ir perdiendo por tres puntos cuando faltaban 30 segundos para que terminara la final del torneo de basquetbol inter-preparatorias o defender a Eloina de los avances de algún borracho estúpido en una de las frecuentes fiestas a las que invitaban a la rubia.

Y yo sabía que todo se derivaba de un hecho en especial que había presenciado en algún momento de su infancia; aquella vez, mi amigo fue testigo de un asalto particularmente violento, que había terminado en la muerte de la víctima, un joven que, en aquel entonces, habría tenido quizá nuestra edad.

Aquello lo había "curtido" (como dice él), pero no era tan sencillo, nunca lo era, y mucho menos ahora que tenía frente a él a aquel mismo muchacho, tal como recordaba haberlo visto por última vez: un pequeño pero sangriento corte en la mejilla izquierda, que sufrió al esquivar el primer navajazo artero; otro, bastante más largo, en el antebrazo derecho, con el que alcanzó a cubrirse del segundo y violento tajo que buscaba su pecho; el último fue una profunda estocada que había entrado por debajo de las costillas, perforando el diafragma hasta penetrar profundamente en el pulmón izquierdo, colapsándolo y acabando con su vida apenas unos minutos después.

—¿Piensas que al fin lo conseguiste? ¿De verdad crees que lo has logrado?

—Y-yo... no sé... ¿lograr qué?

En un instante, la hueca voz del fantasma convirtió al largirucho en el mismo niño asustado por aquella cruda demostración del caos que gobierna las grandes ciudades; aterrorizado por la manera en que el azar es capaz de someter a cualquier desventurado a las más irracionales formas de violencia.

—¿O ya no lo recuerdas?

Claro que lo recordaba.

Aunque nunca lo había dicho, en ese distante momento de su vida, aquel niño aterrado juró que él nunca sería una víctima. Aquel niño asustado decidió que haría hasta lo imposible por no acabar él mismo bajo una sábana en alguna calle oscura, rodeado de curiosos salidos de la nada y de indiferentes policías y paramédicos, para quienes sólo sería un número más que sumar a las estadísticas del día, del mes... del año.

No obstante, el sobrenombre que había elegido para sí mismo, "Mal Karma", decía todo lo contrario; más bien, el extraño apodo revelaba la pesada losa de pesimismo que se anidaba dentro de su alma. Aquella carga se había incrementado con cada nuevo rechazo, con cada nuevo fracaso en el amor y, ahora, con la pérdida de Eloina.

Aquel pesimismo que ninguno de nosotros conocía y que había salido a flote a la vista de aquella alma desdichada, arrancada de las Mansiones de los Muertos, era lo que podía perderlo, encadenándolo por siempre a aquel instante, condenado a presenciar por toda la eternidad el acto más aterrador que había vivido.


—¡Paty, Paty! ¿¡Estás bien!? ¡Háblame, chica!

Al borde del terror, Noemí había llegado junto a Patricia, quien había sido la única que, de alguna forma, pudo resistirse al "secuestro". Después de un par de minutos de intenso forcejeo, ante la atónita mirada de César y Arturo, la ojinegra consiguió arrancarse del poderoso agarre de aquellas manos espectrales.

Casi en la entrada del pasillo, a donde había regresado sin que nadie lo notara, la chica cayó al suelo, respirando pesadamente y con la rojiza cabellera desparramada como un adorno más de la alfombra, extenuada por el esfuerzo casi sobrehumano que había tenido que hacer.

—Dame... dame un minuto...

La joven ya intentaba incorporarse, con la ayuda de Noemí, recuperando el aliento a duras penas, con la ropa empapada de sudor.

—Tal vez no tengamos un minuto.

Luego de apaciguar a Arturo y viendo que no había nada que él pudiera hacer por Karla, Manuel había cargado a la chica y, con una enorme delicadeza, la depositó en la alfombra frente a la banca a donde Patricia había alcanzado a llegar.

—Tenemos que encontrar una forma de sacarlos de ahí.

—Sí, lo sé.

Paty enfocó sus negros ojos en los de mi amigo, a la vez que le acariciaba con suavidad una mejilla, en un gesto que, de forma extraña, revelaba la enorme preocupación que la joven sentía.


A pesar de la magnitud de los secretos de Hugo, estos no se comparaban en nada con lo que desconocía de Sara; en aquel entonces, la mujer que amo era mucho más que una incógnita, era un secreto escondido dentro de un misterio perdido en un laberinto.

Ella nunca ha querido revelarme los detalles de lo que vio esa noche, sólo me ha dicho que volvió a encontrarse, cara a cara, con el monstruo que acabó con su familia y que casi destruye su vida; un ser tan aterrador que ni siquiera El Mago habría podido invocar, ni aun cuando hubiera buscado en lo más profundo de las Regiones Infernales: su propio padre.

Ya Eloina me había dejado ver parte de la verdad, no era que la rubia hubiera traicionado la confianza de su amiga, sin embargo, a lo largo de los años se le habían escapado algunos detalles, palabras sueltas o frases al azar que me habían ayudado a entender la verdadera naturaleza de la bestia.

Tiempo después (mucho tiempo después), Sara al fin reunió el valor para hablarme de su pasado y fue entonces cuando supe, al fin, que no sólo había sido un alcohólico abusivo, sino un auténtico animal que por milagro no la había matado, pero que sí había manchado su alma de maneras que ni siquiera soy capaz de imaginar.

Y cuando finalmente me lo dijo, con labios temblorosos y lágrimas en los ojos, entendí que la palabra terror ni siquiera se acerca a describir lo que Sara había vivido ni lo que experimentó aquella noche, y en ese momento fue mi turno de aterrarme, al darme cuenta de lo cerca que estuve de perderla.


Con la ayuda de César, Manuel y Paty nos arrastraron hacia el centro del pasillo, sin embargo, la ojinegra nos ignoró y, en cambio, examinó detenidamente las pinturas, tratando de encontrar algo que, seguramente, ni siquiera ella misma sabía qué era.

—Es inútil, están encerrados.

La chica regresó a donde estaba el resto del grupo con un suspiro de resignación, mientras pensaba desesperadamente en la forma de rescatarnos.

—¿Y de verdad sabes lo que estás diciendo?

Además de no confiar del todo en Patricia, Manuel no estaba dispuesto a arriesgar a Karla, aparte del peligro en que ya estaba la jovencita.

—¿Y tú tienes alguna idea?

—Pues si tú compartieras algo de información, tal vez algo se me ocurriría.

Resentida, Paty clavó sus negros ojos en Manuel, quien, incómodo, prefirió volverse a ver el dulce rostro de su novia; su oscura cabellera, de por sí ya rizada, se había ido esponjando debido a la humedad, hasta formar una aureola de indomable pelo negro alrededor de su cabeza.

—La... cosa que por poco me mete en el cuadro es alguien que conocí hace mucho tiempo...

La pelirroja desvió su intensa mirada del rostro de Manuel y la enfocó en algún punto indeterminado del infinito, su voz amenazaba con quebrarse constantemente y una lágrima resbaló por una de sus blancas mejillas, dejando al descubierto un par de pecas al limpiar un poco del polvo y la mugre que habían acumulado en las últimas ¿horas?

—¿Entonces qué son? ¿Fantasmas?

—O esclavos, supongo, no estoy segura...

—Y Karla y los demás, entonces, están dentro de los cuadros.

Paty se limitó a asentir con la cabeza, dejando a Manuel y Noemí sumidos en funestos pensamientos.


—¿Daniel? ¿Eres tú?

No había duda, era él, exactamente como lo recordaba: el ensortijado cabello castaño permanentemente despeinado, vestido con el mismo uniforme blanco (de hecho, no recuerdo haberlo visto nunca con otra ropa) y las mismas sandalias azules ya gastadas por el incesante uso.

El muchacho, quizá unos tres años más joven que yo, era muy alto y demasiado corpulento para su edad; fue por eso que alguien (no muy listo, por cierto) decidió incluirlo en la gráfica de la categoría superior, "para que no lastimara" a los chicos de la división que, por su edad, realmente le correspondía.

La pálida figura se limitó a verme, la boba sonrisa que lo caracterizaba desmentida por cierta aura de tristeza.

—¿Por qué lo hiciste?

Después de un silencio que tal vez duró toda una eternidad, el muchacho clavó sus ojos cafés en los míos y en aquella mirada, antes sincera e inocente, ahora se adivinaba un dolor que me traspasaba el alma como un cuchillo ardiente.

—No quise hacerlo.

Al menos eso creía, sin embargo, la presencia de aquel fantasma hacía los recuerdos más vívidos, como si recién hubieran ocurrido y no 10 años atrás: los gritos del público, la distorsión que hacía casi ininteligible el sonido local, el olor a sudor, a pies y a desodorante; el mar de blancos uniformes tachonado por el colorido de escudos, cintas y emblemas, pero, sobre todo, el calor, el intenso calor producido por la aglomeración de gente y la intensa actividad que bullía en todos lados de aquel gimnasio no muy bien ventilado y cuyos enormes tragaluces dejaban entrar al máximo la luz del sol en un sofocante medio día de verano.

Era la primera vez que él llegaba a una final, yo, en cambio, llevaba casi un año con la cinta azul, empeñado en no pasar de grado (lo cual ya debía haber hecho) hasta no volver a ganar un torneo; así, después de tres o cuatro intentos fallidos, al fin estaba a otra vez a un paso del trofeo de primer lugar.

Pero Daniel se había vuelto hábil, muy hábil, y mientras yo había batallado lo indecible para conseguir aquella final, él lo había logrado en el primer intento, aparentemente, sin esfuerzo.

La pelea había sido muy pareja, su mayor estatura y peso le daban una innegable ventaja que yo trataba de compensar con experiencia y velocidad; por ello, terminados los reglamentarios dos minutos, estábamos empatados. 3-3. "Un minuto más o al primer punto claro". Aún antes de que el juez central gritara el ¡hajime! que marcaba el reinicio de la pelea, ya había encontrado el casi insignificante hueco por el cual haría pasar el tsuki que me haría campeón.

Fue la primera vez que la experimenté, aquella extraña sensación de que el tiempo se hacía más lento, pero más fluido; con los detalles importantes más nítidos que el panorama alrededor y con una extraña serenidad flotando dentro de mi mente, como si, de alguna forma, nada ni nadie importaran.

Mi "visión en cámara lenta" dilató 100 o 200 veces la fracción de segundo en que la guardia de Daniel abrió aquel espacio, que yo ya sabía que existía, y mi cuerpo simplemente reaccionó, disparando el veloz puñetazo que pasó entre los antebrazos del joven como si aquél hubiera sido una inerme estatua.

No fue mi intención, al menos no conscientemente, sin embargo, el golpe que sólo debía ser veloz llevaba mucha más potencia de la necesaria; de hecho, como hubiera sido en una pelea real, llevaba detrás de él la masa de mi cuerpo entero, firmemente anclada al piso por la desnuda planta de mis pies y descargada toda en menos de un pestañeo sobre el pecho del chico.

"Un accidente", dijeron todos. "Probabilidades de una en un millón", dijo el paramédico, quien tardó una eternidad en sortear el caos creado por el incidente. No había sido sólo el desmesurado poder del puñetazo, mi desafortunado golpe también había encontrado la casi inexistente ventana entre la diástole y la sístole en que semejante fuerza hace exactamente lo contrario que la resucitación cardiopulmonar: detener el corazón.

—Ahora lo ves, sí fue tu culpa.

La voz, ligeramente más grave que la mía, que caracterizaba a mi "lado oscuro" hizo que un escalofrío recorriera mi espalda (si acaso en ese estado teníamos algo parecido a una "espalda").

—No... yo no quise... yo... yo nunca...

Era más una súplica que una afirmación, mi voluntad comenzaba a flaquear y con ello, la presencia de Leo se volvía cada vez más fuerte, como la aterradora sombra de la luna ocultando el sol en un eclipse que amenazaba con durar para siempre.


—Creo que tengo una idea.

Patricia despegó los ojos del enrojecido rostro de Sara, para volverse a ver a Manuel, quien acariciaba con delicadeza la hirsuta cabellera de Karla.

—Dices que están dentro de los cuadros ¿verdad?

La pelirroja se limitó a asentir con parsimonia.

—Y los cuadros son como qué... ¿una jaula? ¿Una prisión?

—Más bien como una jaula.

—Pues toda jaula tiene una puerta y toda puerta tiene una cerradura y toda cerradura tiene una llave.

—¿Pero a poco crees que el Mago... o quien sea, iba a dejar la llave donde cualquiera pudiera encontrarla?

La voz de Arturo, cargada de sorna, hizo al resto del grupo volverse hacia él con sentimientos que iban del fastidio al franco rencor, sin embargo...

—En realidad... tiene razón.

En esta ocasión, Paty tuvo que apoyarlo, pero pese a la abatida mirada que le dirigieron César y Noemí, Manuel no claudicó.

—Cualquier cerradura puede forzarse, tal vez tú, Paty...

La pelirroja empezó a negar con la cabeza, sin embargo, de repente, un rayo de esperanza iluminó sus negros ojos.

—No, pero hay alguien entre nosotros que tal vez sí pueda.

Noemí, segura de que iban a volver a pedirle algo que en realidad no quería hacer, comenzó a retroceder sobre la alfombra, arrastrándose como un cangrejo, hasta chocar con una de las piernas de César, quien seguía la conversación envuelto en un deprimente silencio, que hizo que el corazón de la chica se encogiera aún más de lo que ya lo estaba.

Sin embargo, la mirada de Patricia la pasó de largo, para posarse en el tierno rostro de Karla. Las finas facciones reflejaban una dulce serenidad, que contrastaba por completo con la ira, el temor o la angustia que distorsionaban los de Hugo, Sara y el mío.

—Pero si ella está también atrapada cómo...

—Creo que tú puedes ayudarla a "forzar" su cerradura.

Una negra sombra de duda nubló los ojos de Manuel, mientras sostenía, con obstinación, la mirada de la pelirroja.

—"Creo", "tal vez", en realidad no me das mucha confianza ¿eh?

—Lo lamento, es todo lo que tengo.

En vez de sostenerle le vista al "Flaco", la chica bajó los ojos, sinceramente apenada por algo que tampoco era culpa suya, y Manuel cedió.

—Ok, ¿qué tengo qué hacer?


—Tal vez no querías hacerlo, pero lo hiciste.

De repente, la presencia de Leo se volvió más que una mera voz en las profundidades de mi cabeza; de alguna manera, aquel conjunto de ideas, pensamientos y sentimientos (o falta de sentimientos) que durante tanto tiempo había habitado mi mente había cobrado forma y aunque en aquel momento todavía era una oscura nube de humo, podía sentirlo perfectamente a mi lado.

—¡¿Por qué lo hiciste, por qué me mataste?! ¡Yo nunca te hice nada!

La voz de Daniel sonaba cada vez más dolida, conforme dejaba salir el enorme rencor que su alma había guardado durante los últimos 10 años, y mi corazón se encogía cada vez que lo escuchaba, lleno de culpa por haber convertido a aquel muchacho, que había sido todo afabilidad e inocencia, en un espíritu amargado y, tal vez, vengativo.

—¡Se suponía que éramos amigos!

Aunque me dolía aceptarlo, nunca lo consideré mi amigo, no realmente; éramos compañeros de clase y me llevaba bien con el chico, pero, ¿amigos? Creo que nunca lo vi de esa forma, pero aquél era el peor momento para un arranque de sinceridad...

—¡Ah! Pero él no pensaba lo mismo y tampoco lo hace ahora.

La sombra que había sido la existencia de Leo, cobró forma finalmente y de pronto lo percibí, más bien, como algo frío y resbaladizo, como una serpiente que reptara por mi cuerpo, rodeándome con sus anillos, tan dúctiles y escurridizos como poderosos y traicioneros.

—¡Lo sabía! ¡Según tú me enseñabas tus mejores movimientos! ¡Pero era mentira! ¡¿Verdad?! ¡Todo era una maldita mentira! ¡Una trampa para ganarme en el torneo! ¡Eres un maldito traidor y mentiroso!

Aquello sí me lastimó, la insidiosa voz de Leo había hecho su trabajo y yo no podía replicar, el dolor y la tristeza me habían cerrado la garganta como un grillete de acero, mientras el frío abrazo de mi "lado oscuro" me impedía concentrarme lo suficiente para hablar con el chico, para explicarle...

No, no había nada qué explicar, todo había sido mi culpa.


Entre todos se organizaron para regresarnos frente al cuadro que nos había secuestrado. Manuel había encargado a César que llevara a Sara —a sabiendas de que nuestro amigo cuidaría de mi hermosa morena con su vida, de ser necesario—, mientras él mismo llevaba a Karla para después regresar a ayudar a Paty y Noemí a arrastrar a Hugo, y Arturo batallaba con mis 75 kilos.

Enseguida, llamados por Paty, el "Flaco" y Noemí se sentaron a cada lado de Karla.

—Su nombre y tu amor —dijo la ojinegra mirando fijamente a mi amigo —forman la llave de su corazón; sólo tú puedes alcanzarlo y si lo haces, quizá ella encuentre la forma de abrir su prisión.

—¿Y yo qué?

Noemí fue incapaz de disimular el temblor de su voz y su extraña pero atractiva carita palideció de miedo cuando Patricia fijó sus negros ojos en los de ella.

—No queremos que ninguno de los dos se pierda, tal vez ella no esté lejos, pero si lo está, tú tendrías que guiarlos, de ida y vuelta.

Antes de que la chica pudiera decir algo, Manuel alcanzó su mano y la estrechó con delicadeza, al mismo tiempo que le dedicaba una reconfortante sonrisa.

—Tú puedes. Ya has hecho cosas más difíciles esta noche.

La joven pasó saliva con dificultad antes de asentir y posar sus asustados ojos en el rostro de Karla.

—¿Y ahora?

Manuel miró a Paty esperando instrucciones.

—Sólo llámala —dijo, pero antes que Manuel pudiera articular palabra, ella lo detuvo con un suave apretón en el brazo —pero no con la boca, con el corazón.

Manuel asintió y, sin soltar la mano de Noemí, levantó a Karla con el brazo derecho, hasta que sus mejillas se tocaron.

—Karla, Karla. Escúchame, amor, tienes que regresar, preciosa. Tú y yo somos un equipo, la pareja perfecta, ¿recuerdas? Vuelve Karla, te lo suplico.

Una lágrima escapó de uno de los ojos de mi amigo, hasta caer en el surco formado por las mejillas de ambos, donde resbaló hasta desaparecer, absorbida por la cálida piel de la pareja, y tras unos minutos que les parecieron una eternidad (y que tal vez lo fueron), en los que Manuel no dejó de repetir el nombre de la joven, ésta por fin comenzó a reaccionar.

Con lentitud exasperante, sus ojos comenzaron a abrirse, hasta revelar aquella limpia mirada que, por un instante, volvió a reflejar la misma infantil chispa que había cautivado el corazón de mi amigo desde el primer instante en que la vio.

—Estuve con ella, Manuel —la joven reconoció al instante al hombre que amaba —estuve con ella y me dijo que me está esperando.

En medio de la alegría que lo embargaba por haber recuperado a su amada, mi amigo sintió un profundo desasosiego que hizo que el estómago le diera un vuelco.

—¿Quién amor, quién te está esperando?

—Mamá Lía.

—No hay tiempo para esto, tenemos que sacar a los demás.

Antes que el "Flaco" pudiera objetar, Patricia se agachó y con ayuda de Noemí puso en pie a Karla, prácticamente de un jalón y, ayudándola en sus frecuentes tropiezos, la llevaron hasta donde Sara había pasado del enrojecido color de la fiebre que la había afectado, hasta el tono ceniciento de alguien que ya se encamina hacia La Luz.

—¿Crees que puedas ayudarla a salir?

Desconcertada, Karla se volvió a ver a la pelirroja, quien, a su vez, la miraba apremiante.

—Yo... no sé... no sé cómo...

—Está en un lugar parecido al que tú estabas.

Manuel, quien ya se encontraba a un lado del cerrado núcleo que las jóvenes habían formado a un lado de Sara, ignoró la apremiante mirada de Paty e intentó aclarar las cosas a una aún muy aturdida Karla.

—No lo creo —se limitó a contestar esta, al tiempo que clavaba una dura mirada en el rostro de su novio.

—Tienes razón —Patricia terció antes que Manuel pudiera decir algo —ellos están atrapados en sus infiernos particulares, pero tal vez tú puedas encontrar las llaves para sacarlos.

De forma extraña, la chica pareció comprender lo que le estaban pidiendo y, de forma aún más extraña, de inmediato supo lo que tenía qué hacer.

—Estos... estos retratos... si se fijan, todos tienen una puerta en el fondo, detrás de la figura central, ésa puede ser la salida... pero las llaves... no sé, no estoy segura.

El grupo entero (es decir, los que estaban despiertos) posó sus ojos en Karla, quien se arredró por un momento bajo el peso de tantas miradas con sentimientos tan variados en ellas.

—Tal vez los nombres de cada uno.

César nunca había sido muy seguro cuando de ideas se trataba, sin embargo, en aquel momento entendió que, pese a las circunstancias, su silencio no beneficiaba a nadie, ni siquiera a él mismo.

—No sé, no creo que sea tan fácil.

Patricia consideró la idea por unos minutos, antes de desecharla.

—¡Nombres! ¡Eso es! ¡Nombres!

El entusiasmo de Karla contagió a los demás, quienes se volvieron a verla, esperanzados.

—Los retratos son muy diferentes, en tamaño, en forma, en estilo, en técnica, incluso en antigüedad, de hecho hay algunos tan deteriorados que apenas si se distinguen los rasgos de las figuras principales, sin embargo, si se fijan, todos, todos tienen la firma de quien los pintó.

—¿Y eso qué? ¿Qué no todos los pintores firman sus cuadros?

La negra mirada de Paty obligó a callar a Arturo y lo hizo retroceder casi como el mejor golpe de Hugo.

—Sí —respondió Karla —pero, sin importar lo deteriorado que esté el retrato, la firma siempre es nítida y brillante...

En un instante, la alegría en la mirada de la chica se apagó y esta bajó el rostro, avergonzada.

—El problema... el problema es que no sé leerlas, sé que son firmas, pero no reconozco las palabras, ni siquiera las letras.


—¡Te odio! ¡Te odio tanto!

La tensa mandíbula y los dientes apretados daban una particular intensidad a las palabras de Daniel, quien dio unos pasos hacia mí, como si estuviera dispuesto a comenzar una nueva pelea.

Yo, en cambio, me sentía incapaz de moverme y no era ni siquiera por la fuerza del extraño cuerpo que Leo había adquirido, ahora tan sólido como todo dentro de aquella pesadilla. No, más bien estaba atado tanto por el rencor y la amargura del chico, como por mi propio sentimiento de culpa; de hecho, en el odioso instante en que entendí que el joven estaba a punto de atacarme decidí que no iba a defenderme, estaba dispuesto a aguantar cada golpe hasta que la ira que carcomía aquella alma se disipara, sin importar que me matara en el intento.

—Perfecto. Acéptalo. Acepta tu penitencia. Acción y reacción, causa y consecuencia, crimen y castigo... Karma, en eso has creído siempre ¿no?

La serpiente que era Leo aflojó su abrazo y al instante caí de rodillas en el suelo, en espera de sentir el primer golpe o lo que fuera que aquel fantasma pudiera hacerme en ese lugar.

Sin embargo, justo en ese instante, en el preciso momento en que decidí rendirme, pude sentirlo, así como él había "leído" mis verdaderos sentimientos hacia Daniel, yo pude percibir el diminuto instante en que Leo se regocijaba en su triunfo, seguro de que mi cuerpo ya era suyo, que mi vida ya estaba en su poder.

Justo antes de que el chico soltara su primer golpe conseguí estirar una mano e interceptar su puño, como un relámpago me levanté y extendí los brazos...

—¡Perdón, Daniel! Perdóname.

...sólo para abrazarlo.

—No sé qué me pasó, ni por qué hice lo que hice, sólo sé que me arrepiento y, aunque tal vez no lo merezco, te suplico que me perdones.

En un instante, la tensión que se sentía en aquella alma torturada se relajó y pude percibir cómo una débil luz comenzaba a asomarse en su interior.

—¡Eres un imbécil! ¡Blando y débil, no te mereces el poder que se te ha otorgado!

Más rápido que yo, y cada vez más fuerte, Leo volvió a atraparme, la enorme y oscura "serpiente" me envolvió por completo en sus anillos, apretando con tal fuerza que incluso en aquél estado fantasmal podía sentir cómo mis pulmones se colapsaban y mi corazón se detenía.


—Entonces yo digo que los dejemos y salgamos de este maldito lugar.

Mientras hablaba, la mirada de Arturo recorrió con nerviosismo el largo y ancho del pasillo, quizá temeroso de que algún fantasma viniera por él.

—¿Quieres irte? Vete, adelante, nadie te está deteniendo.

El miedo que Arturo había tratado de esconder, se convirtió en ira concentrada a través de su mirada cuando se volvió a ver a Manuel, quien se había hecho a un lado, franqueándole el paso.
Mientras el "Güero" se encogía en su lugar, con una inmensa furia quemándole las entrañas —pero sin el valor para separarse del grupo—, Manuel se volvió a ver, de manera alternada, a Karla y a Patricia.

—Debe haber otra forma —dijo el "Flaco" —si no se puede usar la llave, tal vez pueda "forzarse" la cerradura, como lo hicimos contigo.

Karla sostuvo la mirada de su novio, al tiempo que negaba con la cabeza.

—Tal vez, pero hacerlo podría tomar tiempo y ni siquiera sabría por dónde empezar.

—¿Y no hay alguna otra palabra mágica... o algo?

Aún abatido, César trataba de reincorporarse poco a poco a lo que quedaba de nuestro grupo... y de su vida.

—Ay, César, no existen las "palabras mágicas".

Aunque Paty lo dijo con la mejor intención, su tono condescendiente obtuvo por única respuesta una rencorosa mirada de César, sin embargo...

—"Palabras mágicas"... ¡palabras mágicas! ¡Eso es!

Todos se volvieron a ver a Karla, cuya expresión triunfante iluminó el lugar de extremo a extremo e incluso pudo infundir algo de ánimo en el alma apesadumbrada de César y en el oscuro rencor que Arturo anidaba.

—Paty... Paty ¿qué es la magia en este lugar?

La pelirroja se volvió a ver a la joven con un gesto de total confusión, mientras aquella seguía hablando a todo trapo.

—Es decir, en algunas historias, la magia es energía y los magos usan las "palabras mágicas", amuletos o encantamientos para "dirigir" esa energía; en otras, la magia efectivamente está en las palabras y conocer el "verdadero nombre" de las cosas te da poder sobre ellas, y en otras la magia está dentro del mago y las palabras, hechizos y encantamientos sólo le sirven para enfocar su propio poder, su voluntad, en las cosas para conseguir los efectos que quiere; entonces... ¿qué es la magia aquí, en este castillo?

La ojinegra se tardó un momento en asimilar el atropellado discurso de la chiquilla, quien la miraba con ojos expectantes, lo mismo que el resto del grupo.

—No sé si sea "magia", pero siento que hay otros... como... ¿"lugares"?... ¿"mundos..."?

—¿Dimensiones?

—Sí, algo así, junto al nuestro y cuando se cruzan con nosotros su "energía" o "magia" entra aquí y te permite hacer cosas que sólo pasan en ese otro mundo.

—¿Y cómo haces que se crucen?

—Usando la llave correcta. Algunas ya existen, pero otras hay que crearlas.

Cuando Manuel me contó todo este intercambio, también a mí me costó bastante trabajo entenderlo, Karla, en cambio, lo comprendió al instante.

—Entonces, cuando abres la "puerta" a otra dimensión sus leyes naturales se superponen a las nuestras...

—Por un tiempo, al menos.

—...y puedes crear diferentes efectos.

—Dependiendo el mundo al que entres.

—Entonces, todo es cosa de entrar al mundo adecuado.

El resto se habían quedado viendo el rápido intercambio entre ambas jóvenes con la misma mirada, entre fascinada y desconcertada, con que habrían visto a Einstein discutir con Freud acerca de la mejor forma de freír un huevo.

—¿Y esto como nos ayuda?

Manuel, quien más o menos había entendido toda aquella diatriba, trató de aclarar aquella "tormenta de ideas", pero ninguna de las dos jóvenes pudo darle una respuesta.

—Si las firmas son la "llave"... ¿puedes usarlas para sacarlos de ahí?

Karla se volvió a ver a Manuel con un gesto de profunda angustia.

—Tal vez, pero...

—Nada de "peros", chica, si no los sacamos se van a morir, o algo peor; además, se nos acaba el tiempo, hay que seguirnos moviendo o no vamos a salir de aquí.

Al tiempo que hablaba, Patricia arrastró a Karla por un brazo hasta llegar al cuadro que mantenía prisionera a Sara.

—Pero... pero... ¿qué hago?

—Lo que sea necesario.

Los duros ojos de Patricia se clavaron en los ojitos cafés de Karla, quien, visiblemente nerviosa, le dedicó al cuadro una larga e insegura mirada y tras un segundo (o una eternidad), la chica levantó una mano temblorosa y lentamente comenzó a recorrer cada uno de los trazos que componían la firma de aquel cuadro, en que la imagen de un hombre de rasgos afilados y mirada malévola parecía condenado a contemplar el vacío por el resto de la eternidad.

El dedo índice de Karla comenzó despacio, incluso temblando ante el contacto de la áspera tela sobre la cual estaban pintadas aquellas palabras; sin embargo, con cada instante que pasaba, su mano se volvió mucho más segura y comenzó a seguir los signos cada vez con mayor velocidad.

El delgado dedo recorrió los trazos una y otra vez, hasta que, de manera inesperada, las palabras comenzaron a brillar intensamente, ante la atónita mirada del resto del grupo, y justo cuando parecía que el lienzo estaba a punto de arder por la intensa luminosidad, la joven cubrió la rúbrica con una mano, mientras apuntaba el índice de la otra hacia la puerta que mantenía aprisionada a Sara.

En un borrón de luz, la silueta que había sido arrancada de mi hermosa morena regresó a su cuerpo, el cual se arqueó en un estertor casi doloroso para de inmediato volver a relajarse, al tiempo que el rostro recuperaba su color afiebrado pero normal y la respiración volvía a ser perceptible.

A instancias de Paty, Karla repitió el mismo proceso primero conmigo y luego con Hugo; ambos regresamos de manera menos dramática que Sara y también nos recuperamos más rápido que ella.

Luego de unos minutos, Manuel y la pelirroja, quien me clavó una mirada mezcla de duda y consternación, comenzaron a apremiar al grupo para salir cuanto antes de aquél infierno; sin embargo, mientras yo le brindaba mi aún inseguro apoyo a Sara, el "Flaco" se retrasó un poco para acercarse a la ojinegra y justo antes de salir, luego que César rompió el candado, lo escuché decirle:

—¿Sí sabes que en algún momento vas a tener que explicarte, verdad?

—En cuanto yo misma tenga alguna explicación... sí.

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