El coliseo

A furore normannorum libera nos, Domine(1)
Oración inglesa, s. VIII

—¡Huunh!

Fue como un relámpago. Apenas acabábamos de entrar, Karla gritó y cayó de espaldas como si un boxeador la hubiera golpeado. Rojas gotas de sangre tibia salpicaron el rostro de Manuel, quien, sin lograrlo, intentó sujetar a la chica que se derrumbaba frente a nuestros ojos.

Un grito salvaje, como un ulular, como la carcajada de la muerte; el salvaje grito de guerra tan característico de las tribus nativas americanas reventó nuestros oídos y nuestra alma. Frente a nosotros, una joven mujer de piel morena y largo cabello negro atado en trenzas todavía sostenía un segundo tomahawk en la mano izquierda, mientras se desvanecía en una nube de luces multicolores.

A su alrededor, una pequeña banda de guerreros, de orígenes tan diversos que no pudimos identificarlos a todos en el momento, parecían ansiosos de arrojarse sobre nosotros.

—¡Mis hermanos, la hermosa Hyawasee(2) ya se ha ganado su premio! ¿¡Quién quiere alcanzarla en la libertad!?

De algún modo, sabíamos que el rubio alto, de cabello largo y barba trenzada, estaba hablando en nórdico antiguo y aun así lo entendimos a la perfección.

Apenas terminó de hablar, un salvaje grito se desprendió de los otros seis miembros de la banda, quienes se adelantaron para trabar combate mano a mano con lo que quedaba de nuestro exhausto grupo.

—¡Rrrrrhhhaaaaaaa!

Pero Manuel no pudo esperar más, sabiendo que no había nada que pudiera hacer por Karla, la había depositado gentilmente en el suelo, se había levantado con la oscuridad del Hades ensombreciendo su rostro y sin dudarlo echó a correr, en medio de un iracundo rugido, hacia un soldado enfundado en una armadura de bronce, con un peto esculpido como un pecho musculoso, un ancho aspis y una pesada dory.

Al "Flaco" ni siquiera le importó que, pese a ser de la misma estatura, el recio hombretón pesara el doble que él, con rápidos e impredecibles movimientos logró evadir la afilada punta de la lanza para estrellar su espada en el ancho escudo, que restañó como una campana dentro de aquel salón.

Unos cuantos segundos después, el recinto, que fácilmente mediría 50 metros de diámetro, se llenó del clamor de las armas y los gritos de batalla. Sólo el rubio alto y yo seguíamos en nuestro lugar, aquél con los ojos cerrados, respirando cada vez más rápido y con más fuerza, yo, con los ojos bien abiertos, checando de reojo al resto de mis compañeros.

Y mientras respiraba lenta y pausadamente, vaciando mi mente de temores y aprensiones, fue el turno de la Llama de advertirme: No intervendría en la pelea, el desafío era sólo mío y tendría que superarlo o fallar absolutamente sin ayuda, nadie más podía intervenir, ni ella, ni mis amigos.

Al principio y con algo de arrogancia (cortesía de "Leo", seguramente) acepté sin dudarlo, sin embargo, apenas un segundo más tarde comencé a arrepentirme, cuando el rubio alto, vestido con una falda de velluda piel café y con la piel de un lobo a modo de manto, dio un resoplido final, abrió los ojos y se abalanzó sobre mí con un indefinible rugido gutural que antes del salón de la oscuridad me habría helado la sangre.

Ahora, no obstante, una fría serenidad envolvió mi mente y mi espíritu y me ayudó a aguantar a pie firme la embestida del berserker, quien, armado con un hacha de batalla en cada mano, lanzó un violento tajo descendente que habría partido mi cabeza en dos, de no haber sido porque conseguí atajarlo con un bloqueo alto.

Aunque aquel hombre estaba en medio de un furor sicótico auto-inducido, sabía manejar sus armas a la perfección y mientras su hacha derecha chocaba con mi espada, la izquierda se movió con la velocidad de un rayo, buscando la base de mi cuello. Con un rápido movimiento circular logré defender este segundo golpe, al tiempo que obligaba a la otra hacha a deslizarse sobre el filo de Albion, para luego arrojar ambas hacia un lado.

Lo cual sirvió de poco, pues el rubio no tardó en recuperar el equilibrio para redirigir sus armas en una veloz diagonal ascendente que habría abierto mi abdomen, de no ser por un rápido salto hacia atrás, gracias al cual sólo recibí un par de cortes paralelos justo abajo de las costillas.

De verdad odiaba estar a la defensiva, pero el salvajismo del vikingo no me dejaba otra opción; aquel guerrero carecía de pautas o patrones discernibles, sus hachas se movían con fulgurante velocidad, a veces separadas y a veces al unísono en movimientos prácticamente impredecibles que lo convertían en un oponente aún más formidable que Manuel, Hugo o incluso que el propio "Leo".

Pero no era yo el único con problemas. Luego de aquel primer arranque de ira y velocidad que lo llevó a unos cuantos centímetros de su rival, Manuel había sido incapaz de conectar siquiera otro golpe, aunque en algún momento consiguió cortar el asta de la dory, el espartano simplemente convocó su xyphos, una afilada espada corta curvada en el filo, digna rival de cualquier katana, y logró asestar varios golpes en mi amigo, quien seguía estrellándose una y otra vez con el enorme aspis, el cual, más que una defensa, era el arma principal del experimentado hoplita.

Un nuevo tajo del hacha derecha contra mi cabeza me obligó a agacharme para esquivarlo, mientras la izquierda describía un fulgurante arco en dirección contraria que habría impactado un lado de mi cabeza de no ser porque alcancé a lanzarme hacia el frente, dar una voltereta para colocarme un par de metros atrás de mi rival y lanzar un desesperado tajo que lo forzó a mantener su distancia y a mí me dio tiempo suficiente para volver a ponerme de pie, apenas a tiempo para verlo volverse con aquella demencial furia que le distorsionaba el rostro, al tiempo que seguía lanzando feroces hachazos.

Sin embargo, si de estilos opuestos se trata, Sara tenía muchos más problemas que yo, la esbelta chica enfrentaba a una inusual adversaria: una mujer armada con rapier y daga a la usanza del siglo XVII. Sara estaba entrenada para contrarrestar los veloces tajos de una katana, usando la singular velocidad del arma en su contra, pero ahora se veía en inmensas dificultades para defenderse de las fulgurantes estocadas que eran el principal modo de ataque de las armas que esgrimía la blanca mujer de negra cabellera, vestida con una especie de ceñido chaleco marrón de apariencia vagamente masculina y una larga falda del mismo color, cuya orilla estaba recogida hasta la altura de los tobillos por una suerte de "ligueros" o "tirantes".

Un veloz tajo pasó rozando mi mejilla derecha, mientras Albion detenía, a duras penas, uno más que buscaba mi costado izquierdo, haciéndome recordar lo débil que resultaba el kendo contra las armas dobles (sais, kama, hachas... xyphos y aspis, espada y broquel) y pensaba con desesperación una forma de nivelar el juego contra un adversario que me igualaba en velocidad y habilidad, y que me superaba en estatura y peso.

César, por su parte, se había topado con un problema exactamente opuesto al mío: la velocidad y agilidad de su adversario le impedían siquiera alcanzarlo, el diminuto hombre rapado y vestido con holgadas ropas color naranja se movía incansable alrededor de mi amigo, quien parecía incapaz siquiera de ver los veloces shuang gou (espadas gancho) que simplemente alcanzaban su objetivo y se ponían a salvo muchísimo antes que el desconcertado gigante siquiera lograra levantar su pesado martillo.

De alguna forma, mi espada, que descendía en un veloz kirioroshi, se atoró en la defensa cruzada de las hachas y, con un solo movimiento, el berserker consiguió arrebatármela de las manos; en general, aquello no habría sido ningún problema, habría bastado simplemente con volverla a convocar, sin embargo, el fúrico e incesante ataque de mi adversario me hacía imposible concentrarme lo suficiente como para recuperar mi arma o para llamar cualquiera de las otras, de modo que me vi forzado a usar toda mi velocidad y agilidad para esquivar las inmisericordes hachas, que parecían aterradoramente infatigables.

Por el contrario, Noemí lucía exhausta, toda la noche su mayor defensa y su mejor arma había sido su agilidad, sin embargo, luego de horas (o tal vez días) de correr sin descanso huyendo de cualquier cantidad de enemigos, la chica parecía haber llegado al límite de su resistencia en el peor de los momentos, justo cuando enfrentaba a aquella enorme rubia armada con un moderno cuchillo de combate, casi tan grande como uno de los antebrazos de la chica, con corte de cabello tipo militar y de cuyo cuello colgaba una cruz gamada en una ancha cadena de acero.

Esta vez fue mi turno de reclamar una pequeña victoria, un rápido y corto paso lateral me permitió salirme del veloz arco descendente que el hacha izquierda había iniciado y al tiempo que me mantenía lejos del alcance de la derecha, conseguí aferrar el antebrazo izquierdo del vikingo para aplicarle un brutal y veloz candado a la muñeca que, por una simple cuestión de física, lo obligó a soltar el hacha. Sin perder el tiempo, pateé el arma lo más lejos posible, antes de tener que volverme a mover para esquivar el contraataque de la segunda hacha, que mi rival logró lanzar sin importar el agudo dolor que una llave como aquella debía causarle.

—¡¡Arrrggghhhh!!

Todos escuchamos el grito de dolor de Patricia, quien justo acababa de recibir una dolorosa estocada de una afilada naginata, un arma compuesta por una alargada hoja de unos 50 centímetros de largo, montada en un asta de casi dos metros, digna rival de la doble hacha de la pelirroja y esgrimida por una ágil joven vestida con un muy especial tipo de sailor fuku, el tradicional uniforme de marinero de las escuelas japonesas, y cuya variante callejera es prerrogativa de las violentas y letales sukeban, una de las cuales ya había conseguido varios cortes en el cuerpo de nuestra amiga, quien, no obstante, había logrado resistir el dolor... hasta ese momento.

Pese a toda su desesperación, Hugo fue incapaz de hacer algo, aunque escuchó (igual que todos nosotros) el quejido de Paty, se enfrentaba con el más formidable enemigo que jamás había soñado encontrarse, incluso más alto que él mismo y apenas un poco más fornido, el enorme zulú portaba el tradicional escudo de piel de buey y la lanza corta de su pueblo, la iklwa, con la cual ya había infligido un par de estocadas a mi amigo, quien tuvo que sufrir una tercera cuando el grito de su adorada pelirroja lo distrajo apenas por un parpadeo.

Aunque en realidad fue una "victoria pírrica" a mí me supo a un dulce triunfo cuando pude recuperar mi "visión en cámara lenta", la cual usé para ver a través del feroz movimiento descendente del hacha restante del berserker, tomar el brazo y proyectar al enemigo hacia el frente en un ippon seoi nage (derribe por un hombro) del judo y aunque yo mismo me provoqué un profundo corte en un costado al no poder modificar el movimiento lo suficiente para evitar el filo del hacha, sí conseguí arrebatarle el arma de las manos. Como dije: una victoria pírrica, vencí pero a un alto costo.

Al verse desarmado, el nórdico se vio obligado a detenerse un segundo para convocar una nueva arma, lejos de lo que yo pensaba, en lugar de recuperar sus dos hachas, mi enemigo decidió llamar una formidable espada vikinga, de unos 90 centímetros de largo, de guarda en cruceta con los gavilanes curvados hacia arriba, empuñadura ricamente adornada y un pomo con la forma de una estilizada cabeza de oso.

Por mi parte, en cambio, ya había decidido mantener mi estrategia, luego de lo que había ocurrido con mi "lado oscuro" necesitaba sentirme yo mismo, de modo que me limité a llamar a Albión y adoptar una sencilla chudan no kamae (guardia media), a la espera, simplemente, del destino.

No obstante, no fueron sólo mi visión en cámara lenta o la fría serenidad que había heredado de "Leo", ni siquiera la repentina afirmación de mi propia identidad, sino una combinación de todo aquello lo que me sumergió en un profundo estado zen, en el que el placer y el dolor, la vida y la muerte, el triunfo o la derrota perdieron todo significado, lo único que importaba era mi espada y lo único que existía era el presente.

Aún a la fecha no logro recordar exactamente la secuencia de movimientos que finalmente me llevaron a esquivar la espada de mi enemigo y colocarme fuera de su línea de acción por sólo una fracción de segundo, tiempo más que suficiente para lanzar un fulgurante tajo que rebanó su abdomen limpiamente, ante la desconcertada vista del berserker, quien seguía tan fuera de sí que ni siquiera parecía comprender exactamente lo que estaba ocurriendo y justo en el momento en que su mirada cambiaba de incrédula a iracunda, Albion describió un amplio y veloz arco horizontal que separó la rubia cabeza de sus hombros.

Y sólo entonces volví a sentir la presencia de la Llama, el místico artefacto no "habló", pero posado en mi hombro ejecutó lo que interpreté como una solemne danza en honor del noble adversario y mientras la pequeña flama despedía el alma del guerrero, me sorprendí a mí mismo por la serenidad que inundaba mi mente, no había tristeza ni regocijo, sólo un profundo estado de paz y de aceptación tanto de su derrota como de mi victoria.

Comprendí, en ese momento, que tanto él como yo habíamos elegido luchar y al hacerlo aceptamos también todas las consecuencias y, asimismo, de alguna forma entendí que la única manera de honrar su valor y su muerte era salir yo mismo de ahí y llevar a mis amigos de vuelta a casa con sus seres queridos, que era lo mismo que él quería para sus "hermanos y hermanas" en armas, como él mismo los había llamado.

En medio de ese sentimiento mi primer instinto fue ayudar a Sara, sin embargo, me fue imposible hacerlo, una luz parecida a la de un reflector cayó sobre mí y me encerró en un pequeño círculo donde lo único que podía hacer era ver, desesperado, cómo la chica aún no podía descifrar el complicado y veloz estilo de la esgrimista, quien, si bien había recibido sendos cortes de la doble lanza en piernas y abdomen, había logrado cubrir a la esbelta joven con un sinnúmero de pequeñas heridas que la tenían empapada en sangre.

Manuel, en cambio, había logrado cambiar el ritmo a su favor, luego de unos minutos de estrellar a Espina Sangrante una y otra vez contra el sólido aspis y la formidable armadura, había decidido cambiar de estrategia; en un segundo de reposo, convocó a su casi olvidada daga y comenzó a utilizarla como una suerte de ko-wakizashi, al modo de la niten ichi ryu (escuela de los Dos Cielos), estilo que había practicado por un tiempo.

Y aunque el efecto no fue inmediato, llegó un momento en que un amague logró que su enemigo lanzara un tajo a media altura, pero en lugar de atajar el xyphos con el lomo del cuchillo, como habría sido lo normal, Manuel optó por colocar la punta del arma de modo que la propia fuerza del espartano empalara su antebrazo en la daga. Al instante, mi amigo giró ligeramente el cuchillo para inmovilizar el brazo y, antes que el enemigo pudiera responder, el "Flaco" lanzó un rápido corte que cercenó la extremidad a la altura del codo; enfurecido, el hoplita todavía logró lanzar un poderoso golpe con el borde de su escudo, el cual alcanzó a Manuel en el hombro derecho, fracturándolo y obligándolo a soltar a Espina Sangrante.

Tan veloz como siempre, Manuel logró esquivar un nuevo golpe y al mismo tiempo recuperar su espada con la mano izquierda y, todavía sin recobrar del todo el equilibrio, lanzó una rápida estocada que se coló entre las desnudas piernas del rival, haciendo, al mismo tiempo, un limpio corte en la parte interior de su muslo, cercenándole la arteria femoral. Ya no fue necesario mucho más, Manuel se limitó a guardar su distancia y en un par de minutos, la pérdida de sangre debilitó al enorme guerrero, el cual terminó por derrumbarse sobre sus rodillas.

Al verlo en ese estado, el joven comprendió que no podía dejarlo así, sabía que luego de la intensa batalla aún le debía algo a aquel hombre, de modo que se acercó a sus espaldas y con mirada reverente y un gesto de inmenso respeto, apoyó la punta de su espada justo en la nuca de su oponente, en el espacio entre el pesado casco y la parte trasera del peto, y con un solo y rápido movimiento la hundió.

Pese a toda su desesperación, él tampoco pudo acercarse a Karla, la chica seguía justamente en el mismo lugar donde la había dejado, con el tomahawk clavado entre la clavícula y el cuello, sólo que ahora rodeada por un oscuro charco de su propia sangre y aunque un sutil cambio comenzaba a ocurrir en el aire alrededor de ella, en ese momento ninguno de nosotros pudo notarlo a cabalidad.

Mientras tanto, Noemí parecía incapaz de alejarse de la enorme soldado que la perseguía; gracias a su agilidad, la chica había logrado propinarle un par de cortes que, no obstante, eran prácticamente insignificantes en comparación con el masivo tamaño de su enemiga, la cual, a su vez, no había logrado cortarla pero sí le había dado varios golpes con sus enormes puños, los cuales se notaban en el tierno rostro y en el escote de la jovencita, quien respiraba agitada mientras seguía intentando huir de aquella especie de amazona aria.

Justo cuando Noemí, con un increíble salto que la llevó por sobre la cabeza de la rubia, lograba un nuevo corte en uno de los hombros de su adversaria, un golpe de suerte le abrió a Sara el camino a la victoria. En medio del fulgurante combate que ambas habían sostenido hasta ese momento, la hermosa morena había hecho varios cortes en la holgada falda de la esgrimista, con lo cual los girones de la prenda comenzaron a volar libremente alrededor de las ágiles piernas, hasta que llegó el momento en que la propia falda o la vaporosa crinolina se enredaron en los tobillos de la mujer, justo cuando lanzaba una nueva estocada que habría herido gravemente a Sara.

Así, la mujer no sólo falló el golpe, sino que tropezó sobre Sara; por mero instinto, la otra joven soltó sus armas y aferró con ambas manos el asta de la doble lanza, al tiempo que Sara se dejaba caer hacia atrás para proyectarla con una especie de tomoe nage que lanzó a aquella a unos dos metros de la esbelta morena. De un solo y poderoso resorteo, Sara se levantó, para quedar apoyada sobre una rodilla, a la vez que llamaba su arco y disparaba una sola y certera flecha, la cual perforó el corazón de la espadachín, justo cuando ésta se volvía para buscar sus armas. El letal golpe cumplió su cometido y la pálida joven simplemente se derrumbó, justo donde estaba.

César, por su parte, seguía en una encarnizada batalla con su adversario, el ágil monje se mantenía fuera del alcance del martillo con velocidad y agilidad, mientras sus ganchos gemelos ya habían causado un daño importante en el abdomen, el pecho y las piernas del gigante, quien también había logrado propinarle un par de fuertes martillazos, pero no había podido restarle siquiera un poco de su endemoniada habilidad.

Pero él no era el único cuya pelea estaba casi por completo nivelada, Hugo se encontraba en una especie de "tablas" con su oponente; con reflejos casi sobrehumanos, el espigado zulú había podido contrarrestar todos y cada uno de los ataques de mi amigo quien, si bien había destrozado el frágil escudo de piel de buey, ahora se tenía que enfrentar con un enemigo igual de impredecible que él y ahora armado no sólo con la corta y fulgurante iklwa —una lanza cuyo mango estaba recortado hasta apenas un metro de largo y con un punta de más o menos 30 centímetros—, sino también con un iwisa, un sólido bastón de madera con un nudo en la punta, el cual podía propinar rápidos y devastadores golpes.

Aún atrapado en mi lugar por aquella extraña luz y mientras veía cómo el zulú invocaba su bastón, pude ver a César y Noemí intercambiar una peculiar mirada cuando una de las rápidas carreras de la joven la hizo a pasar frente a donde el moreno gigante a duras penas había conseguido esquivar un "latigazo" de una de las espadas del shaolín, luego que éste había enganchado ambas armas para blandirlas formando amplios arcos que impedían a mi amigo acercarse.

No obstante, aquella configuración no puede mantenerse durante mucho tiempo y el pequeño monje pronto tuvo que volver a tomar ambas armas con las manos, lo cual, sin embargo, no las hacía menos letales; no obstante, y aunque todos teníamos claro que no podíamos intervenir en favor de otro de nuestros compañeros, eso parecía ser exactamente lo que César y Noemí estaban esperando.

En cuanto el monje volvió a empuñar sus espadas, César maniobró para colocarlo en un muy preciso ángulo respecto de la joven y en cuanto lo consiguió, aquélla echó a correr hacia ellos, seguida por la enorme rubia, quien, pese a su tamaño, era bastante rápida.

El gigante tuvo que hacer uso de toda su habilidad para aguantar en su posición los fulgurantes embates de su adversario y aunque tuvo que moverse unos pasos en un par de ocasiones, por fin Noemí hizo su arribo a toda velocidad. Como un borrón negro y carmesí, la chica llegó justo cuando el monje lanzaba sus armas al unísono en busca del pecho de César, quien dio un rápido salto hacia atrás para permitir el veloz paso de las armas, en apariencia justo hacia la cabeza de Noemí; no obstante, en un nuevo despliegue de agilidad y habilidad, la joven saltó y se extendió de forma paralela a las dos armas para pasar girando justo por encima de ambos filos, los cuales impactaron en el pecho de la amazona aria, quien, incrédula, alternó un par de veces su mirada entre Noemí y las espadas que sobresalían, prominentes, de su generoso pecho.

César no espero siquiera un segundo más, la inesperada maniobra de Noemí distrajo al monje lo suficiente para que mi amigo invocara su hacha de batalla y la arrojara con toda su fuerza contra su adversario, el cual recibió el impacto, con un sonoro crujido, justo en el costillar derecho; no obstante, no tuvo tiempo siquiera de quejarse pues, casi al mismo tiempo, César ya estaba sobre él descargando un poderoso martillazo que machacó la rapada cabeza.

Y aunque César y Noemí habían conseguido sus victorias al torcer las reglas del Mago (quien al parecer nunca previó que sus asesinos pudieran matarse entre sí), Paty era otra historia. La pelirroja seguía en una desigual batalla contra una asesina despiadada, una guerrera urbana entrenada en el rigor del dojo y endurecida por la violencia callejera que pareciera tan alejada de la idílica imagen que en occidente tenemos de la vida citadina en el Japón de los 60 y 70, ataviada con una larga falda tableada color azul marino y una blusa blanca tipo marinero, con las mangas enrolladas y recortada hasta la altura de las costillas para dejar ver el firme abdomen de la joven.

La sukeban, como son llamadas las líderes de las poco comunes pero muy violentas pandillas femeninas que rondaban las calles de los peores barrios en las ciudades niponas, no había dado tregua a la pelirroja, su arma lanzaba fulgurantes tajos desde cualquier posición imaginable, reinventando o simplemente ignorando las precisas técnicas y reglas del naginatajutsu, con lo cual tenía a la joven al borde de la derrota, sin que Hugo o cualquiera de nosotros pudiera hacer algo por ella.

Este último, además, tenía sus propios problemas; su sangrienta batalla contra el zulú había llegado al punto en que sólo un golpe de suerte inclinaría la balanza a favor de alguno de los dos, el hacha-martillo había superado una y otra vez la defensa de la iklwa y el iwisa, no obstante, no había logrado el daño deseado, sólo algunos cortes, si bien profundos, ninguno letal.

A su vez, el enorme africano había perforado y cortado en repetidas ocasiones a mi amigo, pero tampoco había conseguido un daño real, toda vez que aquél se las arreglaba para no estar del todo en la línea de ataque de las veloces armas que una y otra vez se habían tenido que conformar con apenas un par de gotas para saciar su sed de sangre.

Los golpes, aunque cada vez más espaciados y más lentos, seguían sucediéndose uno tras otro con increíble potencia, no obstante, en un concurso de fuerza mi amigo tenía la desventaja, tal vez muy ligera, pero decisiva a la larga, de modo que poco a poco había tenido que retroceder contra los altos muros del redondel, donde a duras penas se las arreglaba para bloquear los potentes golpes del bastón y las veloces estocadas de la lanza.

Y fue en ese momento que ocurrió, él asegura que todo lo tenía planeado desde el principio, sin embargo, desde donde yo estaba, me pareció que hubo una pizca de fortuna cuando el esbelto joven esquivó un bastonazo dirigido a su sien, con lo cual la cabeza del arma se fue a estrellar contra el muro y la potencia del golpe logró que la dura madera se quebrara contra la sólida piedra.

La violenta onda de choque en el brazo del zulú logró distraer al guerrero apenas por un parpadeo, lo cual Hugo aprovechó para, con lo último de sus fuerzas, lanzar un solo y preciso hachazo a la zona de las costillas, donde un tétrico crujido hizo retroceder a su adversario; este todavía intentó lanzar una última estocada con su iklwa, sin embargo, el golpe nunca llegó, con una velocidad que incluso Manuel habría envidiado, Hugo logró esquivar el golpe dirigido a su yugular.

Aunque el guerrero no murió al instante, todo había acabado, un abundante chorro de sangre manchó el suelo y salpicó la pared cuando Hugo retiró el hacha, tras lo cual el orgulloso zulú se derrumbó, ante la consternada mirada de mi amigo, quien no encontró alegría ni consuelo en el triunfo y sí, en cambio, una profunda desolación ante lo inútil de aquella muerte y lo estéril de una victoria que ni siquiera se atrevió a llamar suya.

Del mismo modo, Patricia parecía destinada a perder, aunque a lo largo de la noche se había mostrado como una combatiente hábil y astuta, no estaba al nivel de la despiadada jovencita (casi tan joven como Karla) que tenía enfrente, quien no dejaba de atacar en ningún momento con fulgurantes tajos y precisas combinaciones que sacaban a la alabarda de la línea de acción o de balance a su oponente, quien de puro milagro no había recibido aún un golpe mortal.

Desde mi lugar podía ver a Hugo encerrado en la luz y gritando desesperado instrucciones a la pelirroja, sin embargo, yo no alcanzaba a escucharlo y estoy seguro que ella tampoco. A la fecha, ninguno de nosotros está plenamente seguro de por qué no lo había hecho, pero tampoco había usado sus poderes, quizá por la misma razón que la Llama y la Daga nos habían dejado solos, tal vez porque los consideraba una ventaja injusta o quizá porque el Mago había hecho algo para privarla de ellos, al menos durante esta prueba.

Cualquiera que fuera el caso, Patricia no parecía tener oportunidad en un combate mano a mano, a tal grado que, cuando por fin la sukeban logró derribarla y arrebatarle su arma con un poderoso golpe con el extremo del mango de su naginata, yo ya me había resignado, con un nudo en la garganta, a verla morir.

No obstante, en cuanto la esbelta jovencita, de corta cabellera pintada de morado y fucsia, levantó la hoja del arma para dar el golpe final, una especie de oscuridad pareció rodear a la ojinegra, quien, a juzgar por su gesto y por los pequeños arcos eléctricos que recorrían su piel, estaba haciendo un esfuerzo verdaderamente sobrehumano.

Con un funesto silbido, la hoja finalmente cayó como un relámpago plateado, sin embargo, justo un milímetro antes que el filo golpeara el cráneo de la derribada Paty, ésta extendió una mano y con un simple gesto contuvo no solo el arma, sino que paralizó a su enemiga, casi al instante, otro gesto arrojó a la ahora desvalida chica contra la pared a casi 10 metros de distancia, donde se estrelló con un conjunto de tétricos crujidos que evidenciaron múltiples fracturas.

Hecha una furia, la pelirroja se levantó con tal suavidad que más bien parecía haber "flotado" o "volado", se acercó lentamente a su inconsciente rival y con otro gesto de su mano volvió a levantarla, el sudor perlaba su frente y en sus ojos, que se habían vuelto completamente oscuros, se leía una ira absoluta que estaba a punto de estallar, sin embargo...

—¡¡No!! ¡No lo haré! ¡¿Me escuchas!? ¡Si quieres cobrar su vida vas a tener que hacerlo tú mismo!

Mirando desafiante a lo alto, donde una cúpula de piedra gris cubría por completo el coliseo, la pelirroja dejó en claro que no volvería a mancharse las manos de sangre sólo por el capricho de aquél loco y simplemente soltó a la chica, quien cayó desmadejada sobre la compacta arcilla roja que formaba el piso.

Las luces que nos inmovilizaban se fueron desvaneciendo poco a poco y no bien pudimos movernos, Sara y yo corrimos uno hacia el otro, mientras Hugo se abalanzaba para revisar a Paty, quien se había derrumbado llorando sobre la arena, y un desesperado Manuel, sosteniéndose el fracturado hombro derecho, prácticamente voló a buscar a su adorada Karla.

Y cuando los demás finalmente pudimos volvernos para buscar a la pareja, nos quedamos sin palabras al ver la inesperada visión de Manuel parado a cierta distancia de la joven, en tanto una anciana que me parecía familiar, pero cuyo rostro no podía identificar plenamente, sujetaba entre sus brazos el delgado cuerpo, ambas en medio del charco de roja sangre que se llevaba, gota a gota, la vida de nuestra amiga mientras una extraña luminiscencia ya rodeaba a ambas mujeres.

La mujer, vestida con una túnica blanca y un manto del mismo color que cubría su cabeza, levantó por un momento el rostro para observarnos a todos con detenimiento antes de posar la vista, más afilada que Albión y Espina Sangrante, en Manuel, quien ni siquiera se había atrevido a aproximarse.

—No temas, hijo, ella estará bien.

Al escucharla, mi amigo se acercó lentamente a las dos mujeres y se arrodilló junto a Karla, al otro lado de la anciana; entre tanto, Sara y Noemí lloraban a lágrima viva e incluso César y Hugo fueron incapaces de contener las lágrimas, mientras yo ocultaba el rostro en la fragante cabellera de mi hermosa novia.

—Movida por la curiosidad, te pidió que la llevaras por caminos oscuros y extraños, pero gracias a tu amor ella logró recorrerlos sin mancha y sin reproche, y de esa forma aprendió cosas sobre sí misma y sobre la naturaleza humana que no habría podido aprender de ninguna otra forma.

La anciana había extendido su mano para acariciar el rostro de mi amigo y enjugar sus lágrimas, sin dejar de abrazar a la joven, mientras sus ojos encontraron a una tímida Noemí, quien tampoco se había atrevido a acercarse del todo y se encontraba a medio camino entre ellos y nosotros.

—No llores mi niña, el lazo que ustedes comparten es tan poderoso que nunca estarán realmente separadas, pero su momento ha llegado, ella parte en paz, feliz de haberlos conocido y de haber compartido su camino, aunque fuera por tan corto tiempo.

Y otra vez volvió a mirar a Manuel, quien sujetaba la ahora pálida mano de Karla con tal fuerza que parecía dispuesto a irse con ella, hasta que, con inmensa ternura, la anciana los separó.

—Ahora debes dejarla marchar, pero quédate tranquilo, sabiendo que su corazón y su amor se quedan contigo para acompañarte en tus horas más oscuras y en los aterradores senderos que es tu destino recorrer.

Poco a poco, mientras la luz aumentaba, signos idénticos a los que adornaban la Daga, pintados con tinta azul en los bordes de la túnica de la anciana, empezaron a brillar también y las dos mujeres comenzaron a desvanecerse lentamente, mientras la mayor de ellas tomaba la cadena con la Llave del cuello de Karla y se la extendía a Manuel.

—Ahora tú eres el guardián de las puertas, el Señor de los Secretos. Su camino está a punto de llegar a su fin, sólo son tres puertas más. No te rindas, ellos no podrán hacerlo sin ti. Tú tienes las respuestas, encuéntralas y sácalos de aquí.

Las dos figuras terminaron de desvanecerse y la luz se fue disipando poco a poco, hasta dejarnos a los siete que ya éramos sintiéndonos cada vez más solos y a mí en especial, con aquella amarga sensación de fracaso, pues, pese a mis mejores esfuerzos, el maldito Mago seguía arrancándonos nuestras vidas, pedazo a pedazo.

—Que la luz de Dios puedas ver adelante en tu camino
cuando la senda que recorres oscura se vuelva.
Que escuchar puedas,
incluso en tus horas de tristeza,
de la alondra el gentil trino.
Cuando sean duros los tiempos, que la dureza
tu corazón en piedra no convierta,
y que siempre recordar puedas
que solo no estás en tu camino..

Aquella vieja bendición irlandesa para tiempos de pena fue el último regalo de Karla y su voz resonando en el amplio espacio le dio a Manuel la serenidad para aceptar su partida y a todos nosotros la fuerza para seguir adelante.

Sin una sola palabra, Noemí eligió una de las rejas de barrotes entrecruzados que bloqueaban el paso a por lo menos una docena de oscuros túneles situados tras las elevadas paredes del inmenso redondel, que ahora se sentía tan silencioso como una tumba, y hacia allá se dirigió Manuel, quien encajó la Llave en el ojo de la cerradura para que pudiéramos dar un paso más hacia nuestra libertad.

***

1).- Del latín: De la ira de los hombres del norte líbranos, Señor.

2).- Del cherokee: Pradera

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