Calabozos. Primera parte

1. Cuarto de tortura

A menos de un metro de iniciada su caída, el pozo comenzó a curvarse de manera gradual, de modo que terminó por convertirse en una especie de tobogán que los arrojó, con escasa delicadeza, pero relativamente ilesos, justo en el centro de la peor pesadilla que cualquiera de ellos hubiera podido tener en 15 o 20 vidas.

—¿Ma... Manuel?

La primera en recuperarse del violento golpe fue Karla, quien en medio de una aplastante oscuridad se afanaba por encontrar a su novio.

—¡Aquí estoy, amor!

Manuel, por su parte, reaccionó de inmediato al sonido de aquella voz, la voz más dulce que conocía, la voz que lo habría hecho atravesar continentes si así se lo hubiera pedido, la voz que lo llevó hasta ella como un faro a través de la casi total oscuridad que los envolvía, la voz que se convirtió en un suspiro y un sollozo cuando ambos se abrazaron como si no se hubieran visto en  mil años.

—¿Dónde están los demás?

En cuanto aseguró su joya más preciada, Manuel por fin pudo preocuparse por encontrar a los demás. El resto de su grupo se hallaba amontonado en no más de tres metros cuadrados de aquel piso de tierra, de modo que encontrarse les tomó apenas unos cuantos segundos, ayudados, además, por la luz de una fragua a unos cuantos metros de ellos, la cual poco a poco fue cobrando fuerza, prestándole a la escena su rojiza y tétrica luz.

—Aquí estamos, "Flaco" —Detrás de él, César ya se había levantado y trataba de ayudar a Adriana —¿Cómo estás, "Gordita"?

Ni siquiera el voluptuoso cuerpo, logrado a base de horas y horas en el gimnasio, había logrado que su familia olvidara el apodo de su niñez, que ella detestaba y que César encontraba "tan tierno".

—¡Ah, qué necedad! ¡Que no me digas así! Y estoy bien, gracias ¿qué te pasó en la frente?

El rostro de César estaba cubierto por una brillante capa de sangre, producto de un feo raspón que se había hecho en la frente al golpear contra la áspera roca del "tobogán" que los había llevado hasta aquel lugar.

—¡Nosotros también estamos bien, eh!

Sin dar tiempo a que César se explicara, Omar ya se había levantado mientras Noemí, quien todavía se encontraba más que aturdida por el violento golpe del aterrizaje, todavía luchaba por dominar sus piernas, justo a un lado de su novio.

Hasta ese momento, los seis habían tratado únicamente de ubicarse los unos a los otros, todavía sin darse cuenta de dónde estaban; no obstante, conforme la rojiza y titubeante luz de la forja se iba haciendo más intensa, poco a poco fue dejando al descubierto un espectáculo tan dantesco que quizá ni siquiera el propio Dante habría podido imaginar.

Karla fue la primera en notarlo. La innata curiosidad de la chica la hizo ser la primera en echar un vistazo a su alrededor y aunque al principio lo único que alcanzó a distinguir fueron sombras de formas caprichosas, conforme la luz se abría paso disolviendo las sombras, las extrañas siluetas comenzaron a revelarse como visiones casi infernales que ahogaron las palabras en su garganta.

Aterrada, la joven buscó algo o alguien de quien aferrarse y mientras Manuel hacía un recuento de los que habían caído con él, lo único que Karla pudo encontrar fue la mano de Adriana, la cual estrujó de tal modo que hizo a la otra respingar.

—¡Óyeme, qué te pasa! ¡Suéltame, me lastimas!

La airada protesta de Adriana hizo a los demás volverse para ver a las dos chicas, al tiempo que esta última tomaba consciencia del gesto de absoluto terror que se había congelado en el mudo rostro de Karla, quien parecía incapaz de despegar la vista de lo que fuera que había más allá del pequeño círculo que los seis habían formado.

—¡¡¡Aaaaaaahhhhhh!!!

En mala hora, Adriana decidió voltear a ver lo que tenía a Karla al borde de un paro cardiaco y su aterrado grito hizo que Manuel y César, casi sin darse cuenta, echaran mano de sus armas en un desesperado pero vano intento de protegerlas; aquella amenaza estaba más allá del poder de su armas o de su capacidad para proteger a sus seres queridos e incluso ellos mismos sucumbieron al terror.

Sin importar hacia dónde se volvieran, la lúgubre luz de la hoguera, ahora lo bastante intensa como para iluminar la mayor parte de la habitación, no hacía más que arrojarles un horror tras otro hasta pintar una cuadro de pesadilla: docenas, tal vez incluso cientos de esqueletos retorcidos y horriblemente mutilados saturaban cada rincón y cada recoveco de aquel "pequeño" espacio, de no más de 15 metros por lado, cuyo suelo de rojiza tierra se encontraba literalmente tapizado por armas muy parecidas a las que habíamos obtenido en el pasillo de las armaduras.

La mayoría de aquellos esqueletos estaban desperdigados por el suelo o simplemente colgados en las paredes, sin embargo, algunos seguían atados a una muerte tan horrenda que ninguno de nosotros le habría deseado ni al peor de sus enemigos.

Aparatos de tortura, la habitación estaba repleta de ellos y la mayoría, salvo los más grandes, estaban incluso duplicados. Aquí, un trépano aún taladraba el cráneo de algún desdichado; allá, una silla ardiente había dejado su sórdida huella en huesos retorcidos y resquebrajados por el calor; a su izquierda, una media naranja aún sobresalía de aquella cabeza aplastada hasta casi dos terceras parte de su altura, y a su derecha, una huesuda mano asomaba de una "dama de hierro" medio abierta.

El aterrador cuadro los hizo zambullirse de un solo y brutal golpe en el abismo más profundo del lado oscuro de la mente humana y ahí, rodeados de aquella crueldad casi palpable, más de uno de ellos comenzó a considerar que, tal vez, la silla eléctrica o la inyección letal no fueran sino instrumentos de piedad.

—¿A qué huele?

Y la pregunta, por completo inocente, de Karla logró que toda una nueva dimensión de horror se abriera en sus mentes.

—A carne quemada.

La respuesta de Manuel fue demasiado para Omar, quien, sin poder contenerse, comenzó a vomitar hasta los intestinos; mientras, Adriana hundía la cara en el pecho de César, quien con una mano la tenía fuertemente abrazada, mientras la otra no se decidía entre levantar el martillo o dejarlo caer.

Manuel también había abrazado a Karla, no obstante, la invencible curiosidad de la chica la obligó a mantener los ojos abiertos, escudriñando hasta el último detalle del horror que los rodeaba, fascinada por la variedad y la absoluta malevolencia de aquellos aparatos.

—¡Gracias a Dios, gracias a Dios! ¡Allá hay una puerta!

Parada detrás de Omar, Noemí, con los ojos dilatados al máximo por el terror, pero en medio de un suspiro de alivio, señalaba un rectángulo ligeramente más oscuro que se recortaba en una de las paredes de aquel recinto maldito.

Sin mediar palabra, César tomó la mano de Adriana y, no sin esfuerzo, logró sacarla del estado de shock en que se encontraba para guiarla hacia lo que parecía ser la salida.

—¿Quién... quién habrá sido capaz de hacer todo esto?

Apenas detrás de César, Karla no podía dejar de escudriñar la habitación.

—No sé y no me importa... y no vamos a quedarnos a averiguarlo.

Manuel intentaba jalarla por un brazo sin perder de vista la ancha espalda de su amigo, quien, con paso lento pero seguro, trataba de abrirse paso a través de los artefactos que abarrotaban cada metro cuadrado de la habitación y de la alfombra de huesos y armas que hacía casi invisible el piso de arcilla.

A pesar de haber dejado las tripas en el piso, Omar no tardó en ponerse adelante del grupo, mientras "su chica" (como le decía a Noemí), apenas había atinado a caminar detrás de Manuel, quien había tenido que cambiar de táctica y ahora empujaba a Karla por los hombros, en un intento de obligarla a despegar la vista del horrendo espectáculo.

De repente, un indefinible zumbido inundó el aire y, casi enseguida, un penetrante chasquido (que los científicos llaman estallido sónico) restañó en la habitación...

—¡¡¡¡Aaaaaarrrgghhhh!!!!

..!seguido del agudo alarido de Omar, quien cayó de rodillas retorciéndose de dolor! E incluso antes de que el grito de Omar se disolviera en el silencio de muerte que reinaba en aquella habitación, Manuel y César ya habían alzado sus armas y ahora volteaban en todas direcciones, intentando averiguar quién y qué había golpeado al muchacho.

—¡¡Noooo!! ¡Omar, Omar, hermanitooo!

El grito aterrado de Adriana no se hizo esperar y, con una fuerza que nadie le conocía, logró deshacerse de los musculosos brazos de César, para agacharse a donde su hermano aún se retorcía de dolor.

Y mientras la voluptuosa chica veía cómo el fulgurante golpe había rasgado la camisa de Omar desde el hombro derecho hasta el costado izquierdo, dejando una línea de color rojo encendido de la cual ya empezaban a brotar gruesas gotas de sangre, un nuevo chasquido inundó el silente aire de aquel macabro sótano.

De inmediato, César obligó a Adriana a agacharse aún más, al tiempo que la cubría con su cuerpo; Manuel levantó su escudo sobre su cabeza y la de Karla y, por último, Noemí se limitó a dejarse caer en cuclillas, cubriendo su cabeza y dejando escapar sonoros sollozos que revelaban el absoluto terror que ya la había dominado.

No obstante, en esta ocasión el golpe no estaba dirigido a ellos y fue a parar unos metros hacia su derecha; en rápida sucesión, tres más se escucharon: uno a su izquierda, otro detrás y uno más justo delante de ellos, exactamente a medio camino entre Omar y la puerta.

Aunque el miedo y la incertidumbre hicieron del tiempo una liga, en realidad no pudieron haber pasado más de dos o tres segundos encogidos en medio de aquel sótano maloliente después de que se apagó el eco del último chasquido y cuando al fin reunieron la fuerza y el valor para reincorporarse, se encontraron con un cuadro que redujo sus corazones al tamaño de una palpitante y ensangrentada ciruela pasa.

Un oscuro hechizo había imbuido una patética imitación de vida a los huesos esparcidos a su alrededor, los cuales se reensamblaron, levantaron las armas que estaban en el suelo y los rodearon cual tétricas marionetas, emitiendo un mortecino resplandor que no hacía sino resaltar la oscuridad de sus vacías cuencas.

Aquella imagen de pesadilla los tenía en el borde mismo del oscuro abismo de la demencia, sin embargo, con una determinación que ni él mismo creía tener, Manuel aferró su espada y, seguido de cerca por Karla, se encaminó a la reja que marcaba la salida.

—No se detengan —ordenó, a la vez que daba un primer paso rumbo a la puerta, que a punto estuvo de ser el último.

Con un tétrico crujido producido por aquellos huesos secos rozando unos contra otros, uno de los esqueletos, que se había armado con una espada corta tan mellada y oxidada que parecía estar a punto de desintegrarse, lanzó un fulgurante tajo al cuello de Manuel, el más alto de su grupo; este apenas tuvo tiempo para agacharse, al mismo tiempo que empujaba a Karla para librarla del peligro.

E incluso antes de que la chica diera el primer paso, Manuel ya había empujado un veloz tsuki (estocada) contra su atacante; sin embargo, como era de esperarse, su espada simplemente cruzó a través del costillar del espectro y a punto estuvo de atorarse cuando éste giró un poco para recomponer la figura y lanzar un tajo descendente sobre la cabeza de mi amigo.

Con un fuerte tirón, Manuel "mató dos pájaros de un tiro": logró esquivar el tajo que buscaba su cabeza y liberó su espada justo a tiempo para bloquear un mandoble ascendente dirigido a sus costillas.

El choque de acero contra acero restañó en el interior del pequeño cuarto y una chispa metálica se desprendió de la espada de Manuel, "Épine Sanglante", según el nombre grabado a cincel a lo largo del fuller (el canal de sangre o sangría que recorre una hoja a todo lo largo), nombre que más tarde se revelaría como mucho más que apropiado.

Aunque compartía el diseño básico de todas las espadas de la Baja Edad Media, "Espina Sangrante" o "Sangrienta" (dependiendo la traducción) era una hermosa arma por derecho propio: la empuñadura estaba recubierta por cuero rojo, delimitada abajo por un gran pomo redondo y arriba por una guarda en cruceta, ambos chapados en bronce, mientras la hoja tenía un diseño curioso, ya que el ricasso (la parte sin filo unida a la cruceta) era bastante más largo de lo normal y, además, se ensanchaba en ambos lados formando una especie de "diamante", que habría impedido las maniobras de "mano y media" tan comunes en la esgrima medieval.

No obstante, este curioso "ensanchamiento" servía para albergar un hermoso grabado a cincel que semejaba una corona de espinas, de la cual se desprendían varios zarcillos que se extendían hasta casi la mitad del llamado "lado corto" de la hoja.

Un nuevo mandoble, ahora en busca de su pecho, finalmente obligó a Manuel a emplearse a fondo y, tras detener el nuevo tajo, contraatacó con la velocidad de una mangosta lanzando un fulgurante migi ichimonji (corte horizontal de derecha a izquierda) que, si bien no lo cortó, sí arrojó a su enemigo hacia atrás, alejándolo no sólo de él mismo sino de su adorada Karla.

Con el impulso, el repulsivo ente se estrelló contra los cerca de diez esqueletos que se encontraban entre el grupo de Manuel y la puerta; el impacto hizo que varias costillas y algunas manos salieran volando, además que algunos pies y piernas se desarticularon, sin embargo, los esqueletos que quedaron de pie comenzaron a avanzar hacia ellos.

—¡Ha ha ha ha ha!

El gesto de profunda preocupación de Manuel al ver que sus mejores golpes no tenían el efecto deseado se convirtió en uno de ira total al escuchar aquella risa, que se burlaba de la desesperación y el terror que los habían invadido.

—¡¿Quién eres muéstrate!?

"¡Suoooooshhh!"

"¡¡Squishh!!"

El silbido del látigo y el estallido sónico de su punta fueron la única y frustrante respuesta que obtuvo, eso y un nuevo grupo de cinco o seis esqueletos que se levantaron poco a poco de entre los blanquecinos huesos que recubrían el suelo, clavando sus cuencas lóbregas y vacías en un Manuel que no estaba dispuesto a tolerar un minuto más de aquella cruel burla.

Un grito de furia y una mirada de la más férrea determinación que había sentido en su vida fueron el preludio de una embestida fulgurante; más rápido de lo que nunca había sido en su vida, Manuel se lanzó, acero en mano, al asalto de la pequeña banda de horrores que su carcelero había conjurado. La espada larga voló con letal precisión, golpeando, cortando y cercenando a cuanto enemigo se puso a su alcance, dejando a su paso pequeñas pilas de huesos desarticulados que lucían engañosamente inofensivas.

"Espalda con espalda". César nunca había olvidado lo que ambos se habían prometido en alguna de aquellas primeras borracheras que habían compartido en un estacionamiento vacío en una noche de invierno; ahora, cinco o seis años después, lucía ya tan lejana como infantil, pero aun así, el espíritu de aquella promesa se sostenía: "en el amor y en el odio, en la escuela y en la vida, espalda con espalda somos invencibles". Y así fue.

La salvaje embestida de César, triturando y destrozando huesos a diestra y siniestra a golpe de martillo, era el opuesto físico y filosófico del calculado y preciso ataque de su mejor amigo, cráneos, costillas y fémures volaban por todo el lugar mientras ambos desarticulaban las torpes marionetas que no sólo se interponían en su camino a la puerta, sino que ya habían comenzado a rodearlos.

Una nueva orden del látigo y los esqueletos dejaron de estar a la defensiva para lanzarse en un ataque tumultuario sobre los dos defensores y aunque eran como una nube de langostas al asalto de un tornado, más tardaban Manuel y César en desarmar un esqueleto, que los huesos en volver a unirse cada vez que el látigo de su invisible captor restallaba sobre el suelo o sobre alguno de los aparatos de tortura.

Los huesos así reconstruidos no adoptaban más la configuración normal de un esqueleto humano, de hecho la falta de piezas clave los obligaba a ser más... "creativos", de modo que no tenían empacho alguno en sustituirlas con cualquier otro hueso, formando nuevas y extrañas estructuras, la mayoría de ellas tanto o más eficientes que la forma... tradicional.

Así, no era raro que vieran a un esqueleto con un brazo en vez de cabeza, con manos en lugar de pies, con brazos en vez de costillas o, por el contrario, con costillas en lugar de dedos formando una aterradora garra capaz de destrozar un grueso poste de madera de un solo zarpazo.

—¡Auxilio! ¡César! ¡Ayúdame, César!

Fue hasta ese momento que Manuel por fin se dio cuenta: el verdadero objetivo del masivo y desordenado ataque de los esqueletos nunca fue matarlos, aquello sólo había sido una maniobra para alejarlos de las personas que intentaban proteger.

El grito desesperado de Adriana sacó a César de concentración y ese escaso segundo fue más que suficiente para que un esqueleto lograra asestarle un profundo tajo en un brazo, no obstante, aquello lo único que logró fue liberar la furia que mi amigo ya sentía al ver a los diabólicos entes poniéndole las manos encima a su adorada Adriana.

Con una furia desconocida aun en las Regiones Infernales, César ignoró la profunda herida y se lanzó en pos de su novia, a quien habían arrojado sin miramientos sobre el potro; sin embargo, un nuevo enjambre de espectros se levantó al estallido del látigo, impidiéndole al desesperado gigante llegar a donde su razón de vivir ya había comenzado a ser atada al diabólico artefacto.

Omar, por su parte, había sido capturado casi sin oponer resistencia; el grueso muchacho se había derrumbado en el suelo llorando mientras su hermana era capturada y atada, en tanto Noemí, por el contrario, había mostrado una velocidad y una agilidad insospechadas para mantenerse un paso adelante de las infernales huestes.

Con astucia y habilidad, la diminuta jovencita corría alrededor, sobre y a través de los múltiples obstáculos que representaban los aparatos de tortura, brincando, deslizándose, ocultándose y, cuando tenía la oportunidad, volviéndose para atacar a sus perseguidores con un par de espadas cortas que, de alguna forma bastante extraña, parecían hacer juego con su personalidad.

Ambas de unos 40 centímetros de largo, una era curva, de un solo filo, como un wakizashi y la otra recta y de doble filo como un jian; por mero instinto, Noemí usaba la primera en la derecha principalmente para atacar con feroces tajos, mientras la segunda la usaba para defenderse y, de cuando en cuando, lanzar rápidas e impredecibles estocadas.

Y mientras Manuel y César aún luchaban por quitarse de encima el implacable ataque de aquel enjambre de espectros, Karla prácticamente se había arrojado a las manos de un pequeño grupo de esqueletos que, sin perder el tiempo, la habían tomado y, ante la absoluta pasividad de la chica, ya la habían atado a una gran mesa junto a la forja.

Al principio, Manuel no sabía qué hacer; sabía que tenía que liberar a Karla a toda costa, pero también entendía que si se separaba de César, muy pronto los aplastarían como moscas, sin embargo, el enfurecido gigante no cejaría en sus intentos por alcanzar a Adriana, a quien las inmisericordes ligaduras del potro ya habían comenzado a estirar.

Sin embargo, en medio de toda su desesperación, Manuel alcanzó a darse cuenta de algo: Karla no había gritado, ni una sola vez, a pesar de que había sido bruscamente arrojada y atada a la mesa de tortura y a pesar de la infame colección de cuchillas, navajas, ganchos y pinzas de toda especie que reposaban, diabólicas, en una mesita adyacente, la chica no había soltado siquiera una exclamación.

Pese a su mirada aterrorizada, la joven no sólo exhibió su sangre fría y la fe casi ciega que tenía en su novio, sino que ofreció una pequeña demostración de la inteligencia que recién le había valido una beca completa en una de las universidades más caras del país, al conseguir que su carcelero saliera de entre las sombras.

Una sombría figura se abrió paso por entre la penumbra que reinaba más allá de la rojiza luz de la forja; conforme avanzaba, la casi gigantesca silueta dejaba de ser sólo un bulto confuso en la oscuridad para revelar un torso desnudo, enorme y musculoso, sobre el cual el tatuaje de una enorme serpiente roja parecía tener vida propia. Las piernas como troncos estaban cubiertas por un gastado pantalón de piel sin curtir y la cabeza se ocultaba bajo un tosco costal de arpillera, que ni siquiera parecía tener agujeros para los ojos.

Con paso lento pero firme, como saboreando el momento, el verdugo se acercó a la mesa y de entre su sádica colección tomó un gran gancho de hierro forjado, el cual contempló por un segundo antes de acercarlo a Karla, quien supo que había llegado el momento.

—¡¡¡Manueeeeel!!! ¡¡Es él!! ¡Es él! ¡Destruye el látigo! ¡Tienes que destruir el estúpido látigo!

El instrumento maldito colgaba de una especie de gancho en su cinturón y en cuanto el verdugo comprendió las verdaderas intenciones de Karla, volvió a tomarlo y con malsana habilidad lo hizo estallar para levantar frente a él un pequeño pelotón de esclavos que lo protegieran.

No hubo necesidad de palabras, en cuanto oyeron el grito desesperado de Karla, Manuel y César simplemente intercambiaron una mirada. Ignorando, en lo que le era posible, los gritos de Adriana, este último realizó la embestida inicial, libró al "Flaco" de los esqueletos que los rodeaban y le abrió paso hacia el verdugo, quien, para fortuna de todos, por el momento había olvidado a Karla, para concentrarse en el desesperado intento de ataque de mis amigos.

Dos espectros fueron incapaces de librarse de fulgurantes tajos de Espina Sangrante, sin embargo, uno más, que se acababa de alzar a su izquierda, logró alcanzarlo con la mellada punta de una lanza; sus buenos reflejos libraron a Manuel de una herida mortal, pero el arma cortó profundamente en su costado.

Una rápida gedan barai (defensa baja barrida) desvió una nueva estocada y un centelleante hidari ichimonji (corte horizontal de izquierda a derecha) partió por la mitad a la criatura. No obstante, ni con toda su velocidad, Manuel habría podido evitar el golpe de un lucero del alba que buscaba su cabeza.

—¡¡¡¡Rrraaaaaahhh!!!!

Sin embargo, no tuvo que hacerlo, salida prácticamente de la nada y en medio de un rugido, Noemí saltó desde una "silla ardiente" y cayó con todo su peso sobre el atacante, desarmándolo y librando a Manuel del letal golpe.

Sin siquiera voltear, el "Flaco" siguió su camino rumbo al verdugo, quien no paraba de conjurar más "marionetas" en su auxilio. Un providencial lanzamiento de un hacha arrojadiza de César le quitó de encima a dos de un solo golpe y una rápida carrera de Noemí, quien amagó ir por el diabólico carcelero, distrajo a varios más. El resto fueron presa relativamente fácil de Espina Sangrante.

Sin más espacio para conjurar a sus lacayos, parecía que el verdugo estaba en manos de Manuel, no obstante, un kirioroshi (corte descendente) que lo habría partido por la mitad se encontró la inesperada resistencia de una sólida barra de acero al rojo vivo que el rival había retirado de la forja.


Demasiado rápido para alguien de su tamaño, el carcelero golpeó con puño de piedra el costado herido de Manuel, a quien el dolor lo obligó a doblarse sobre su izquierda, sin embargo, antes de permitirse recibir otro puñetazo, su daga apareció en su mano izquierda como por arte de magia y un rápido movimiento de muñeca dejó al verdugo con una profunda herida en un muslo.

Al ver que su rival parecía perder su determinación, Manuel aprovechó para lanzar un migi gyakugesa (corte diagonal ascendente de derecha a izquierda), el cual cortó profundamente en el pecho de su enemigo; no obstante, este súbitamente recuperó su impulso y se arrojó sobre el "Flaco", quien se vio obligado a soltar la espada para enredarse en una feroz pelea cuerpo a cuerpo con un rival que le llevaba al menos unos 50 kilos.

Sin arredrarse, Manuel aferró su daga y tras asegurar a su enemigo por la nuca con la mano derecha, comenzó a apuñalarlo con la izquierda una y otra vez en la espalda, hasta que el dolor lo obligó a tratar de arrancarse violentamente del letal abrazo. En medio del feroz forcejeo, de repente, Manuel se quedó en la mano con el saco que cubría la cabeza del verdugo.

La sorpresa y el terror paralizaron al joven por un segundo al ver aquella calavera desnuda, de cuyas rendijas y junturas emergían extrañas sombras como flama o llamas como sombras y al fondo de cuyas cuencas vacías brillaba una llama parecida a la luz de una vela.

La criatura aprovechó el momentáneo desconcierto de Manuel y de su mesa de instrumentos alcanzó una suerte de largo punzón que dirigió hacia el corazón de mi amigo, quien, al darse cuenta de que no podría detenerlo, entró en una especie de trance en el cual ya lo único que esperaba era la muerte.

De repente, una pequeña explosión en la forja, la cual arrojó un brillante fogonazo azulado, pareció detener el tiempo en aquel diminuto rincón del multiverso. Frente a la hoguera, una exhausta Noemí contemplaba la llamarada que parecía extinguirse en cámara lenta, mientras la espada de un esqueleto se había detenido, casi como congelada, a un par de centímetros de alcanzar el azabache de su cabellera.

Lo primero que escucharon luego del pequeño estallido, en medio del sepulcral silencio que había inundado el lugar, fue el golpe sordo del punzón que tenía el verdugo cayendo al suelo de arcilla, mientras el demonio aquel buscaba desesperado su látigo, el cual, durante el forcejeo, había caído de su gancho y ahora yacía desintegrándose en las llamas.

Desesperada, la criatura se levantó y trató de echar a correr en busca de la puerta, sin embargo, no había dado ni tres pasos cuando los esqueletos, que aún conservaban su grotesca imitación de vida, lo rodearon y en unos cuantos segundos lo encerraron en una blanca "jaula" de odio que terminó por consumirlo.

Y mientras los esqueletos consumaban su venganza y Manuel se sumía en la inconsciencia a pasos agigantados a causa de la pérdida de sangre, César se hizo cargo de abrir la reja, primero, y luego de levantar a su amigo, para escapar cuanto antes de aquel olvidado rincón del infierno.

***

¡Eso estuvo cerca, jugadores y jugadoras!

Y ustedes, ¿a quién protegerían con su vida?

De estas tres, ¿cuál es su pareja favorita? ¿Manuel y Karla? ¿César y Adriana? ¿Omar y Noemí?

Espero que ninguno haya sido atado a un aparato de tortura, repórtense para saber que todos están bien dejando un comentario aquí abajito.

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