Misterio en Europa

En el sombrío laboratorio, Irene y Bridget trabajaban bajo la luz parpadeante de un fluorescente, un contraste cruel con la opacidad de la muestra que habían extraído de la herida de N 13. Bridget, ajustando el microscopio con precisión casi obsesiva, no podía apartar la mirada de la extraña sustancia que oscilaba entre un brillo de obsidiana y una inquietante emanación azulada. El aire olía a sal y a algo corrosivo que quemaba las fosas nasales, como si la misma esencia de la muestra estuviera descomponiendo el ambiente.

Esto es fascinante —murmuró Bridget, con un brillo oscuro en los ojos—. No sé qué manejan en el mundo de tu compañera, pero esta composición desafía nuestra lógica. Son materiales conocidos, sí, pero lo que emiten... es como si estuviera vivo, como un ácido que respira.

Irene, con la mandíbula tensa, se inclinó sobre la mesa, los dedos tamborileando con impaciencia.

—¿No hay una forma de neutralizarlo? Esa cosa está devorando la sangre de N 13 desde dentro.

Bridget apartó la vista del microscopio, limpiándose el sudor de la frente con una mano temblorosa. Había algo en su expresión, una mezcla de fascinación y desesperación que no auguraba nada bueno.

—Haré lo mejor que pueda... pero necesitaré tu ayuda. No puedo hacerlo sola.

—Dime qué hacer —respondió Irene con una firmeza que traicionaba su miedo, su voz un susurro que resonó como un grito en la habitación vacía.

Bridget deslizó una hoja con anotaciones apresuradas.

—Empieza con esto. No pierdas tiempo. Yo seguiré experimentando con lo que tengo aquí.

Irene asintió con determinación y salió corriendo, dejando a su novia sola con los misterios de la muestra que parecía latir bajo el microscopio.

A las afueras del imponente edificio, Anna permanecía inmóvil, enfrentándose al titán de concreto y acero que alguna vez albergó a Ángelus Europa. Sus muros brutales se alzaban como una burla al cielo gris, un monumento a la tragedia y la crueldad. A pesar de las renovaciones para borrar su oscuro pasado, Anna solo podía ver una prisión.

Cuando extendió la mano para tocar el pomo de la puerta, un hombre apareció a su lado, su voz inesperada la hizo dar un respingo.

—¿Viene a ver a alguien? —preguntó con tono amable, pero su presencia era una sombra que se cernía sobre ella.

Anna llevó una mano al pecho, tratando de calmar el tamborileo frenético de su corazón.

—¡Maldita sea! Casi me matas del susto.

—Mis disculpas, señorita. Pero, como decía, ¿viene a ver a alguien?

Ella recuperó la compostura, mostrando su placa con un movimiento que era tan mecánico como frío.

—Anna. Agente del FBI. Estoy aquí para investigar.

El portero tragó saliva, sus manos temblando ligeramente mientras se frotaba los brazos en un gesto de nerviosismo.

—¿Un agente federal? ¿Qué interés tiene en un edificio como este?

Anna apoyó la espalda contra la pared, mirando el cielo con una expresión melancólica que delataba las cicatrices que llevaba dentro.

—¿Conoces el origen de este lugar?

—Sí... —El hombre frunció el ceño, sus palabras impregnadas de un odio visceral—. Era la sede de Ángelus. Esa gente... No tengo palabras para describir lo repugnantes que eran.

Los recuerdos se filtraban en su voz.

—Vi cosas que no debí haber visto. Niños... llevados como ganado por hombres en batas. Pensé que eran rumores, hasta que los vi con mis propios ojos.

—Ellos mataron a mi madre cuando yo tenía cinco años —susurró Anna, su voz temblando mientras apretaba los puños. La imagen del cuerpo de su madre, inerte en un charco de sangre, volvió como un espectro que nunca la abandonaba.

El portero bajó la mirada, avergonzado.

—Lo siento... no debí haber traído eso a colación.

—No te disculpes —dijo ella, enderezándose con una firmeza que ocultaba el dolor que ardía en su interior—. Por eso estoy aquí. Juré que nadie más sufriría como yo.

El portero la observó con un respeto silencioso mientras Anna miraba nuevamente el edificio, sus ojos llenos de furia contenida.

—El poder de las palabras... —murmuró Anna, casi para sí misma—. Esas bestias sabían cómo manipular a las masas. Ignorancia, sumisión... y gobiernos cómplices.

El hombre asintió, pero su meditación fue interrumpida por la pregunta de Anna.

—¿Por qué volviste? —preguntó, con un dejo de inquietud.

Ella lo miró directo a los ojos, su tono cargado de una gravedad que helaba la sangre.

—Porque yo nací de nuevo en este lugar.

El hombre, sin más palabras, simplemente asintió.

—Si necesita mi ayuda... estoy a sus órdenes.

Anna asintió ligeramente antes de volver su atención al edificio. Era solo el inicio de su enfrentamiento con los fantasmas de Ángelus.

Anna se cruzó de brazos, su semblante frío, casi impenetrable, traicionaba apenas una sombra de impaciencia.
—¿Ha ocurrido algo extraño últimamente en los alrededores? —preguntó, su tono firme, cortante.

El portero frunció el ceño mientras frotaba la frente con una mano, buscando en su memoria.
—No, no que yo recuerde... —hizo una pausa y dejó escapar un suspiro breve—. Bueno, desde que mi jefe compró el edificio, han intentado borrar todo lo relacionado con Ángelus. Todos los rastros, hasta los cimientos.

Anna ladeó la cabeza, sus ojos destellaron con algo entre suspicacia y desconfianza.
—¿Y los vecinos? ¿Ninguno ha reportado algo fuera de lo común?

El hombre se rascó la barbilla, pensativo.
—Ahora que lo menciona... El señor Schwarz, uno de los inquilinos del primer piso, se quejó hace tres meses. Decía que escuchaba ruidos... raros. Provenían del sótano. Duraron unas dos semanas.

La mención del sótano hizo que la expresión de Anna se endureciera.
—El sótano... —murmuró, apenas audible, mientras una punzada de inquietud le recorría la espina dorsal.

El portero asintió.
—Es el lugar que más les costó remodelar. Antes estaba lleno de túneles y habitaciones. Parte de eso se usó para construir el estacionamiento subterráneo y otra parte quedó como un sótano que conecta directamente con los inquilinos.

—Llévame allí, ahora —ordenó Anna, con una voz que no admitía discusión.

Mientras tanto, en otro lugar del mundo, Irene irrumpía en el laboratorio, jadeando y con las bolsas llenas de los encargos. Bridget estaba encorvada sobre la mesa, sus manos temblaban de frustración.
—¿Nada funcionó? —exclamó Irene, su tono cargado de urgencia.

Bridget negó con la cabeza, su cabello desordenado reflejaba su estado mental.
—Nada. Esto es más resistente de lo que pensaba... ¡Maldita sea! —su voz se quebró, y llevó ambas manos a su rostro, intentando sofocar el grito de impotencia.

—No importa —dijo Irene, colocando las bolsas sobre la mesa—. Traje todo lo que pediste.

La mirada de Bridget se encontró con la de Irene, llena de incertidumbre y un leve destello de culpa.
—Estamos trabajando a ciegas, Irene... Si nada de esto funciona, sólo un milagro salvará a N 13 —su voz apenas era un susurro, teñido de un agotamiento que rayaba en la desesperación.

La tensión en la sala era casi palpable mientras probaban cada sustancia, el tic-tac del reloj en la pared sólo amplificaba la presión que pesaba sobre ambas. Al llegar al último frasco, Bridget vertió el contenido sobre la muestra. Nada. Irene soltó un grito de frustración, golpeando la mesa con un puño cargado de energía que hizo temblar todo.

—¡Mierda, mierda, mierda! ¡Esto no puede ser! —rugió, mientras su puño brillaba con una energía abrasadora.

Bridget, aunque sobresaltada, notó algo: la muestra de la extraña sal comenzaba a cambiar.
—¡Irene, hazlo otra vez! ¡Pasa tu mano sobre la muestra!

Sin dudarlo, Irene obedeció, concentrando toda su energía. La sustancia reaccionó, petrificándose y finalmente desintegrándose bajo la presión. Bridget observó, fascinada y con una chispa de esperanza en sus ojos.
—¡Está funcionando! —exclamó, casi eufórica.

Cuando el proceso terminó, Irene se tambaleó, agotada. Su mirada estaba fija en su mano, incapaz de creer lo que acababa de lograr. Bridget corrió a sostenerla antes de que pudiera desplomarse.
—¿Estás bien? —preguntó, su voz cargada de preocupación.

—Sólo un mareo... Usar mi poder así de golpe... —Irene respiraba con dificultad, pero un atisbo de determinación aún brillaba en sus ojos—. No importa. N 13 me necesita...

Bridget negó con firmeza.
—No irás sola. En este estado no puedes ni volar. Te llevaré yo misma.

Mientras ambas abandonaban el laboratorio, en una habitación distante, Judith sostenía la mano de N 13. Los débiles rayos de sol del mediodía entraban por la ventana, bañando con una luz cruel el rostro pálido de la joven agonizante. Judith apretó su mano con fuerza, susurrándole palabras que apenas podían contener su propio temor:
—Aguanta un poco más... Por favor...

Judith sostenía la fría mano de N 13, como si su tacto pudiera anclarla al mundo. Su voz, cargada de un anhelo desesperado, intentó traspasar las capas de dolor y agotamiento de la joven.
—Ten fe, no pierdas la esperanza, N 13.

Dentro de la mente de N 13, la figura etérea de V emergió como una sombra opresiva, su tono impregnado de burla y veneno.
"Eres una ilusa al depositar tu fe en alguien que apenas conoces. ¿Qué te asegura que le importas realmente? Puede que solo te esté utilizando... y cuando bajes la guardia, te aniquilará. Tu debilidad es tu nobleza. Negar tu verdadera naturaleza no cambiará quién eres."

Con una mirada fija en el abismo de su subconsciente, N 13 respondió, su voz teñida de cansancio, pero cargada de convicción.
—Yo confío en Irene. He visto su dolor, lo he sentido. Ella no es como tú, V. Tú no sabes lo que es el dolor humano, ni lo que significa cargar con un peso invisible que aplasta el alma. Mis victorias siempre han sido amargas, pero son mías.

El espectro de V rió, un eco que resonó como mil cuchillos en la oscuridad de su mente.
"Qué conmovedor. Solo no vengas llorando cuando tu 'confianza' te devore."

En el exterior, el caos interrumpió la frágil calma. Bridget e Irene irrumpieron en la habitación, intentando atravesar la puerta al mismo tiempo. La escena, cómicamente torpe, contrastaba con la tensión que impregnaba el aire. Al final, ambas se estrellaron contra la pared, arrancando un suspiro exasperado de Judith, quien les ayudó a levantarse.

—¿Se encuentran bien? —preguntó la joven, intentando mantener la compostura.

—Estamos bien, no te preocupes —respondió Bridget, la excitación iluminando sus ojos—. ¡Tenemos la cura!

Irene, sin embargo, se acercó lentamente a N 13. La inseguridad y el peso de lo que estaba a punto de hacer se reflejaban en cada paso. Cuando sus miradas se cruzaron, la rubia extendió su mano con dificultad, sus dedos temblorosos buscando el calor de Irene.
—Sabía que vendrías —murmuró N 13, su voz apenas un susurro.

La pelirroja tragó saliva, recordando un fragmento olvidado de su pasado: una niña atrapada entre escombros, su mirada llena de terror.
—Esto dolerá —advirtió Irene—, pero sé que puedes soportarlo.

—Haz lo que debas hacer.

Con determinación, Irene concentró todo su poder en la palma de su mano, el calor irradiando en oleadas mientras lo dirigía hacia la herida de N 13. La reacción fue inmediata y brutal. La joven gritó, sus alaridos reverberando en las paredes como una sinfonía de sufrimiento. Judith apretó los puños, sus uñas clavándose en sus palmas, incapaz de soportar el espectáculo.

Bridget, a su lado, le tomó la mano, ofreciendo un consuelo silencioso.
—Todo saldrá bien. Confía en mí.

La sustancia salitrosa comenzó a evaporarse, el aire llenándose de un olor acre y metálico. N 13 jadeó, su cuerpo convulsionándose mientras el dolor cedía, reemplazado por un calor reconfortante que se extendía por sus venas. Su poder regenerativo, que había estado dormido, despertó, cerrando la herida como si nunca hubiera existido.

—Es... cálido —susurró, su voz apenas audible. Sus ojos reflejaban una inocencia inesperada, como la de una niña mirando a alguien que acababa de salvar su mundo.

Irene terminó el proceso y, sin previo aviso, N 13 se lanzó a sus brazos, su abrazo lleno de una gratitud visceral. Una lágrima rodó por su mejilla; Irene la atrapó suavemente con un dedo.
—No llores —le dijo, su voz firme pero dulce—. Estoy aquí.

Mientras tanto, al otro lado del océano, Anna caminaba con cautela por los pasillos del sótano del edificio. Cada paso resonaba como un eco en su mente, arrastrándola a un pasado que preferiría olvidar. Sus piernas temblaban, y el portero, atento, se giró hacia ella.
—¿Está bien?

Anna intentó sonreír, pero su voz salió quebrada.
—Sí... Solo... este lugar me trae recuerdos horribles.

El portero frunció el ceño, inseguro de si debía preguntar. Finalmente, rompió el silencio.
—¿Qué tipo de recuerdos?

Ella apretó los labios antes de responder, su voz cargada de una amargura que podía cortar el aire.
—Infierno. Este lugar era un infierno en la tierra.

El hombre la miró, horrorizado, pero antes de que pudiera responder, un sonido pesado resonó en las cercanías. Ambos se quedaron helados.
—¿Escuchó eso? —susurró el portero.

—Sí. Vaya a un lugar seguro. Ahora. Esto podría ser muy peligroso.

La oscuridad impregnaba el ambiente mientras el portero, con un rápido asentimiento, abandonaba el sitio, dejando a Anna sola en la penumbra. El eco de sus pisadas pesadas resonaba en el estacionamiento desolado, guiándola hacia el origen de aquel perturbador sonido que se hacía más intenso con cada paso.

Al llegar, se ocultó tras un pilar desgastado, asomándose apenas para observar a la imponente figura que emergía de una habitación secreta. La luz parpadeante reveló una presencia grotesca y estilizada: Gantus, el inquisidor. Sostenía una maleta de metal con sellos de bioseguridad que irradiaban un aura de amenaza. Anna sintió un escalofrío recorrer su cuerpo.

"Jamás había visto algo así..." pensó, paralizada entre el miedo y la incertidumbre. Sus pensamientos se interrumpieron de golpe cuando la voz mecanizada de Gantus resonó en el espacio, acompañada por su respiración errática, un sonido que heló su sangre.

—Parece que tenemos una rata... ¿Por qué no sales de tu escondite y me muestras tu cara? —su tono burlón era como un cuchillo que desgarraba el aire.

Anna respiró profundo, tratando de calmar el temblor de sus manos. Su voz salió firme, desafiante.
—Está bien, me mostraré ante ti, criatura inmunda. Pero no dejaré que te marches hasta que me digas qué estás tramando.

Con pasos medidos, salió de las sombras, revelando su figura. La mirada de Gantus se clavó en ella, sus ojos de fulgor rojo y pupilas anaranjadas se abrieron con sorpresa al contemplarla.
—¿Qué clase de brujería blasfema es esta? —rugió, con una mezcla de confusión y rabia—. ¿Cómo puedes estar en dos lugares a la vez? ¡Responde!

Anna apretó los puños, plantándose frente a él.
—Soy Anna. Parece que conoces a mi hermana, Irene. Supongo que eres el responsable del caos que ha azotado Nueva York estos meses.

La mención del nombre encendió algo en el inquisidor. Sus labios deformes se curvaron en una mueca de burla.
—¿Irene? Así que esa hereje de cabellos rojos tiene un nombre... Y tú, Anna, eres el famoso proyecto que tanto ensalzaban esos científicos. Interesante. Irene debe ser el clon del que tanto presumían. Recuerda mi nombre, niña: soy Gantus, tu verdugo.

La risa grotesca de Gantus resonó como un eco maligno, haciendo que Anna frunciera el ceño.
—¡Cállate! —gritó con furia—. Si no me dices lo que planeas, te lo sacaré a la fuerza.

Sus ojos se tornaron de un púrpura intenso, mientras una aura ominosa la rodeaba. Gantus la observó con interés, aunque su tono seguía cargado de burla.
—Tu fulgor es igual al de Irene, pero dudo que seas más fuerte que ella.

Anna sonrió con sarcasmo, mirando la armadura parcialmente deteriorada de Gantus.
—Parece que ya luchaste con mi hermana. Y por lo que veo, no te fue tan bien.

La provocación logró su cometido. Gantus desenvainó un enorme cuchillo y apuntó hacia ella.
—¡No tengo tiempo para tus juegos, Anna! Usaré toda la tecnología de este mundo para mis planes, y ni tú ni nadie me detendrá.

Con un movimiento abrupto, Gantus abrió un portal que infectó el espacio a su alrededor. Las luces comenzaron a parpadear y el lugar se deformó, convirtiéndose en un paisaje infernal. Del portal emergieron seis criaturas abominables, sus cuerpos retorcidos y espasmódicos, rugiendo al unísono con una cacofonía que erizó la piel de Anna.

—¿Esto está ocurriendo de verdad? —susurró, aterrada, mientras sus ojos reflejaban puro horror.

Gantus rió con sadismo mientras las criaturas comenzaban a rodearla.
—Buena suerte con mis mascotas —dijo antes de desaparecer en un segundo portal.

Anna intentó detenerlo, pero las bestias bloquearon su camino. Apresada entre ellas, apretó los dientes.
—¡Mierda! Si quieren pelear, lo tendrán, malditos monstruos.

Con un grito de guerra, desató ráfagas de energía desde sus manos. Sin embargo, las criaturas eran rápidas, y una de ellas se abalanzó sobre ella, desgarrando su pecho con un movimiento brutal, dejando su ropa hecha jirones y una herida profunda. La sangre manchó el suelo mientras Anna retrocedía, jadeante, pero sus ojos ardían con determinación.

—No acabaré aquí... —murmuró, preparándose para enfrentar el infierno que se desataba frente a ella.

Las gotas de sangre caían al suelo con un sonido húmedo, un eco extraño en la lúgubre atmósfera. Anna, jadeando pero sin ceder, sintió el calor ardiente de su herida cerrándose mientras su poder regenerativo se activaba, dejando tras de sí una piel apenas marcada por el ataque.

Era mi blusa favorita, malditos bastardos. —masculló con un odio palpable. Con un gesto rápido y sin ceremonias, arrancó el resto de su ropa desgarrada, dejando su cuerpo al descubierto bajo la penumbra, como un desafío tanto físico como espiritual. Su energía comenzó a fluir, endureciendo sus músculos y piel en una coraza improvisada.

Con un rugido feroz, Anna cargó hacia los grotescos enemigos. El aire parecía vibrar con su movimiento, pero pronto comprendió que estas criaturas no eran meras bestias salvajes. Su salvajismo estaba acompañado de una oscura inteligencia; sus ataques eran coordinados, precisos, y algunos incluso proyectaban ráfagas de energía que obligaban a Anna a mantenerse en constante movimiento.

Joder, esas cosas son más listas de lo que pensé. También pueden usar energía... Debo cambiar mi estrategia. —pensó, mientras una gota viscosa y cálida caía sobre su mejilla.

Instintivamente alzó la vista y el horror la paralizó por un segundo eterno. Una criatura amorfa, con la textura y forma de un maniquí de carne, saltó hacia ella con una agilidad aberrante, su rostro desprovisto de humanidad emitiendo un siseo. La patada brutal de la criatura impactó su rostro, arrojándola contra un pilar. Antes de que pudiera recuperarse, otra abominación—una bestia sin piel, con músculos palpitantes—intentó hundir sus garras en su vientre. Anna esquivó ágilmente, su elasticidad salvándola una vez más.

Nada mal... ¡Pero tendrán que hacerlo mejor! —gritó, descargando un puñetazo devastador en el abdomen de la criatura. Su mano atravesó carne y hueso con un chasquido grotesco, desatando un torrente de sangre caliente que salpicó su rostro. Sacó su brazo de las entrañas de la criatura con un sonido nauseabundo, dejando a su enemigo desplomado y sin vida.

La sangre de su víctima pareció enfurecer a las demás, que cargaron contra ella como una jauría desquiciada. Anna, aunque agotada, les plantó cara con una ferocidad inhumana. Golpe tras golpe, cortes y arañazos cruzaron su piel endurecida, algo que jamás habría creído posible. Sus músculos, su armadura natural, eran vulnerados por la fiereza de estas monstruosidades.

Finalmente, solo quedaban dos. Las criaturas la rodearon, moviéndose de forma errática, sus alaridos y gruñidos llenando el aire de una cacofonía perturbadora. Anna respiraba con dificultad, sus ojos púrpuras centelleando con rabia y determinación.

No sé qué carajos sean, pero no saldrán vivos de aquí. —su voz temblaba, mezcla de desafío y agotamiento.

Entonces, uno de los engendros se detuvo, inclinando la cabeza con un gesto espeluznantemente humano. De su garganta brotó una risa gutural, distorsionada, que se convirtió en palabras.

Tu mundo... tan alegre, tan brillante. Pero veo tu dolor, siento tu pena. Es... exquisita. —la criatura jadeaba, su respiración errática resonando como un eco en la máscara de gas hecha de piel humana que cubría su rostro. Anna sintió un escalofrío. Sus pupilas dilatadas, exaltadas por la cacería, la atravesaban como cuchillas.

Con un salto coordinado, las dos criaturas se abalanzaron sobre ella. Anna reaccionó instintivamente, canalizando su energía en dos espadas brillantes que surgieron de sus manos. En un solo movimiento fluido, cortó las cabezas de ambas abominaciones, dejando que sus cuerpos colapsaran en el suelo.

El aire se llenó de silencio mientras los cadáveres comenzaban a desintegrarse, convirtiéndose en polvo ante sus ojos. Anna, cubierta de sangre y temblando, observaba en silencio, incapaz de procesar lo que acababa de suceder.

¿En qué puto lío me has metido, Irene? —murmuró entre dientes, su voz quebrada por la fatiga y el impacto.

La oscuridad volvió a envolverla, dejando solo el eco de su respiración en aquel lugar profano. Continuará...

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