✡ CXV

Capítulo 115: Trato

Raidel abrió bruscamente los ojos. Observó que se encontraba, una vez más, en la cabaña del Ermitaño. Y esa simple visión le heló la sangre, ya que recordó lo que había sucedido antes de perder el conocimiento. ¿Qué estaba haciendo él en ese monstruoso lugar?

Vio que en el colchón de al lado estaba Keila, quien seguía inconsciente. Al parecer no se había despertado todavía...

Si no era ella, ¿entonces quién los había llevado a la cabaña del Ermitaño? Por más que lo pensó, Raidel no logró encontrar la respuesta a esa pregunta.

El muchacho se fijó en los alrededores. ¿El viejo loco estaría cerca de ellos? ¿Sería él quién los trasladó a la cabaña?

Raidel tragó saliva. ¿Acaso planeaba torturarlos? ¿No se conformaba con matarlos?

Con pasos silenciosos, el pelirrojo se levantó y se dirigió cojeando hacia Keila, a quien la zarandeó con una mano, mientras susurraba:

—¡Despierta! ¡Vamos, despierta!

Ella no reaccionó al principio, pero luego de unos pocos minutos articuló una palabra ininteligible, mientras abría lentamente los ojos.

El muchacho sintió un enorme alivio al verla despertarse.

Keila miró a sus alrededores hasta que su vista fue a posarse sobre Raidel.

—¿Por qué estamos...? —empezó a decir en un murmullo. Parecía muy sorprendida.

—No lo sé —dijo Raidel, encogiéndose de hombros—. No sé qué demonios estamos haciendo aquí...

Ella se asombró al ver que los puños de Raidel estaban detallada y cuidadosamente vendados.

—¿Tú hiciste eso? —preguntó Keila con un estremecimiento en la voz, ya que creía saber la respuesta.

—No —dijo el muchacho, mirándose los puños mientras abría y cerraba las manos—. Cuando desperté, todas mis heridas ya estaban vendadas.

Ella tocó su espalda con una mano y notó que su herida también había sido vendada.

Raidel apenas podía mantenerse en pie, ya que la lesión en la pierna le dolía demasiado, puesto que la cuchillada había sido muy profunda...

—¿Qué demonios significa todo esto? —susurró el pelirrojo, cuya mirada estaba fija en la puerta cerrada de la habitación, como si creyera que alguien se encontraba al otro lado espiando su conversación—. ¿Acaso el viejo piensa seguir torturándonos?

—¿Qué fue lo que sucedió luego de que perdí la conciencia? —quiso saber Keila con la mirada sombría.

—Luego de que él apuñaló tu espalda yo mantuve una lucha contra él —dijo el muchacho con los ojos centelleantes de la furia—. Pero al final él me noqueó. Y cuando desperté, ambos estábamos en esta abominable cabaña...

Keila pudo ver que su compañero tenía la piel de gallina, y su mirada no dejaba de observar la puerta y la ventana alternadamente, mientras que tenía los puños bien apretados, como si se estuviera preparando para luchar en cualquier momento.

—¡Debemos de salir de aquí cuanto antes! —susurró Raidel, visiblemente tenso.

Keila iba a decir algo, pero justo en ese momento la puerta se abrió y por allí entró el Ermitaño con su larga barba blanca y su cabello recogido hacia atrás. Seguía sin camisa y su pantalón tenía algunos rastros rojos de sangre salpicada.

—¡Tú! ¡Maldito! —exclamó Raidel en un rugido estrepitoso, al tiempo en que se lanzaba hacia él—. ¡Hoy morirás!

Pero en contra de todos los pronósticos, Keila gritó:

—¡No! ¡No lo hagas! ¡No lastimes a mi padre!

El muchacho se detuvo en seco, y a continuación volteó a verla con los ojos muy abiertos del asombro.

—¿Qué dijiste?

Raidel, Keila y el Ermitaño se encontraban en la cocina, sentados en la pequeña mesa que allí había.

Cada uno tenía un plato frente a ellos, en los cuales yacían grandes pedazos de carne. El Ermitaño había asegurado que aquella era la carne de un oso de las montañas, que él había cazado hacía poco.

Keila y el Ermitaño devoraban su comida gustosamente, pero el muchacho apenas probaba bocado.

Su mente estaba muy ocupada, dándole vueltas a lo que había escuchado hace unos minutos atrás...

¿El Ermitaño era el padre de Keila? Eso no tenía ninguna lógica. Pero lo que resultaba más sorprendente todavía era que el viejo ya no estaba actuando con la misma hostilidad que había mostrado desde que ellos llegaron, sino que ahora parecía encontrarse completamente tranquilo y hasta arrepentido.

Por otra parte Keila estaba actuando como si el ataque del Ermitaño no hubiera ocurrido nunca... ¿Qué diablos estaba sucediendo aquí?

Raidel no entendía nada, pero aunque las cosas parecían más calmadas, él no bajó la guardia.

Los tres comieron en absoluto silencio, sin intercambiar ninguna palabra. Ni siquiera se regresaron a ver.

Pero en un momento dado, el Ermitaño alzó su mirada de su plato de comida y dijo simplemente:

—Lo siento.

—¿Lo sientes? —gritó Raidel con desbordante furia, sin poder contenerse—. ¡Nos atacaste sin ningún motivo! ¡Casi nos matas! ¿Y ahora dices que lo sientes? ¡Viejo loco!

Keila le dio un codazo en las costillas para que se callara.

Raidel se calló, sin entender por qué ella lo estaba ayudando... Aunque luego pensó que probablemente no lo estuviera ayudando, sino que temía que el viejo se pusiera agresivo otra vez...

Raidel se preparó para una inminente pelea, pero el anciano bajó la mirada al suelo mientras decía:

—Es comprensible que no quieran tenerme cerca por un tiempo —su voz estaba marcada con un extraño tono que resultaba difícil de identificar. ¿Acaso era arrepentimiento?

El Ermitaño se puso lentamente de pie, cruzó la estancia y se dirigió hacia la puerta principal. Y antes de salir por ella dijo:

—Volveré luego.

A continuación se marchó y cerró la puerta tras de sí.

Raidel miró a Keila con gran confusión.

—¿Qué diablos acabé de ver?

Y ni bien se quedaron solos, Keila le contó toda la historia. Raidel escuchó en silencio con el entrecejo fruncido.

—¿Me estás queriendo decir que el Ermitaño está poseído por un... demonio?

—Eso es lo que especulan algunos —dijo ella, encogiéndose de hombros—. Otros dicen que es algo mental. Ni siquiera yo sé la verdad. Pero en cualquier caso, algo lo hace cambiar tan profundamente que ya no parece la misma persona... En los momentos de mayor crisis, él escucha y mira cosas que no son reales... Y lo peor de todo es que no logra identificar lo que no es real, puesto que cuando está en ese estado pierde completamente la razón...

Raidel bajó la mirada a su plato de comida.

—Por eso es que él vino a vivir en esta montaña —prosiguió Keila. La tristeza en su voz era notable—. Para no lastimar a nadie...

El muchacho ya empezaba a entenderlo todo.

—Normalmente está irritable y es hostil —dijo ella, hablando lentamente—, pero luego de que se terminan las crisis vuelve a ser gentil por un tiempo... Y así el ciclo se repite una y otra vez.

Eso explicaba por qué el viejo ahora era más amable, pero a Raidel algo le había estado dando vueltas en la cabeza desde hacía un tiempo.

—¿Antes dijiste que él era... tu padre?

—Mi padre adoptivo —aclaró ella—. Es una larga historia... —no parecía tener muchas ganas de contarla ahora, así que él no insistió.

Y cuando ya estaba por levantarse de la mesa, la puerta de la casa se abrió y por allí entró el Ermitaño, quien quería por todos los medios enmendar el error de haberlos atacado. Aunque no fue su culpa el haber alucinado y creído que Raidel y Keila eran demonios del infierno. La alucinación esta vez había sido muy real; tan real que incluso había abarcado sensaciones auditivas y olfativas.

—Les tengo una propuesta—dijo él, mientras avanzaba por la estancia a paso firme—. No podré revertir el daño causado, pero al menos déjenme enmendar mi error. Contestaré las preguntas que vinieron a hacerme.

—¿Sabes en dónde encontrar a los miembros White Darkness? —saltó Raidel de inmediato.

Hubo un largo silencio en el que el Ermitaño se quedó pensando en la respuesta. Y al final dijo:

—Así que después de todo sí piensas unirte a ellos, ¿eh? —soltó un suspiro—. ¿No tienes otra pregunta que quieras saber? No quiero ser la razón por la que desperdicies tu vida, muchacho.

Raidel entrecerró los ojos.

—¿Así que no responderás mi pregunta?

—Ellos son demasiado poderosos... demasiado violentos —se limitó a decir el viejo—. Ese no es lugar para ti.

Aunque luego de ver la expresión que componía Raidel, supo de inmediato que nada de lo que podría decir iba a hacerle cambiar de opinión, así que con un sonoro suspiro, el Ermitaño dijo:

—Bueno, hagamos un trato. Te entrenaré por un mes. Y si tú terminas siendo más fuerte que yo, entonces te diré lo que quieres saber.

Raidel, a quien le brillaron los ojos, ni siquiera tuvo que pensarlo.

—Es un trato —sonrió.

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